Madrid, julio. Cae la noche, el calor cede, pero no la danza.

En el patio noble del Conde Duque, donde las piedras parecen guardar aún la memoria de otras gestas, se alzó el telón invisible de los Veranos de la Villa para recibir —por primera vez en España—, al Junior Ballet de la Ópera de París.

No es poca cosa. Una cantera de futuros étoiles, dirigida con la sabiduría que da la escena y la elegancia que pocos saben llevar como segunda piel. Hablo de José Carlos Martínez.

Martínez no es sólo el actual director del Ballet de la Ópera de París, es también uno de los nuestros. Un bailarín estrella que dejó huella en Francia y que, como buen español, regresa cuando puede, como si la tierra tirase, aunque el arte haya volado alto. Él es el alma de esta compañía joven —muy joven— que aterriza en Madrid con un programa que es, a la vez, declaración de intenciones y carta de presentación.

El arranque fue con Balanchine. Allegro Brillante, esa coreografía en la que la música juega al despiste: parece liviana, casi amable, mas es una trampa para los incautos. Aquí se mide el verdadero nivel técnico, la capacidad de flotar sin dejar de ser preciso, la elegancia sin exceso.

Un momento de la actuación del Junior Ballet de la Ópera de Madrid, este lunes en el centro Conde Duque de Madrid. Foto: Sara Cort

Fue un “calentamiento” de altos vuelos para los bailarines que, si bien entraron algo contenidos, fueron ganando seguridad hasta alcanzar momentos de exquisitez. Mención especial merecen Natalie Vikner y Jackson Christopher Smith-Leishman, quienes lograron bordar algunas frases coreográficas de una delicadeza casi líquida.

Luego llegó Béjart, ese demiurgo escénico que nunca se repite. Cantata 51 es un reto interpretativo. Una pieza que exige madurez, comprensión del gesto, compás interior. Y la compañía sorprendió. Porque no solo bailaron la coreografía: la habitaron. Con precisión, con limpieza, con el aplomo de quien ya empieza a comprender que la danza está en las piernas, en la respiración, en la paciencia y en la mirada.

Tras la pausa, se alzó el misterio. Requiem for a Rose, de Annabelle López Ochoa, fue el corazón palpitante de la noche. Una obra delicada y compleja, un juego simbólico sobre la belleza del amor y su inevitable desgaste. Doce flores, doce cuerpos. Un paisaje emocional donde el virtuosismo técnico no anuló la emoción, sino que la sostuvo como se sostiene un secreto. El público, absorto. Porque algo ocurrió en ese momento: la danza se volvió poesía pura.

Y como todo buen viaje necesita un regreso amable, el cierre fue con humor y guiño. La favorita, del propio José Carlos Martínez, fue el broche perfecto. Una pieza chispeante, festiva, divertida sin caer en lo burdo. Aquí los bailarines demostraron que también saben reírse con el cuerpo, sin perder ni un gramo de rigor técnico. El aplauso fue rotundo, agradecido. Y con razón.

Un momento de la actuación del Junior Ballet de la Ópera de Madrid, este lunes en el centro Conde Duque de Madrid. Foto: Sara Cort

Pero más allá del éxito puntual de esta función, hay algo más profundo que conviene subrayar. Este debut no es casualidad: es fruto de una apuesta clara por parte del director de los Veranos de la Villa, Joaquín de Luz.

Él, también bailarín y coreógrafo, es sabedor de lo que cuesta subir a un escenario con dignidad. Su empeño por mostrarnos una programación internacional con sentido y sensibilidad se nota, se agradece. Porque se trata de traer nombres, a la vez que se construye una narrativa, una temporada que dialogue con la ciudad.

Y en esa narrativa, la figura de José Carlos Martínez brilla. Como intérprete, como pedagogo, como creador. Su huella está en cada paso de esta joven compañía.

Es imposible no preguntarse por qué este talento, con toda su experiencia y visión, no está hoy creando y dirigiendo en España. Cuánto ganaríamos si su presencia fuese más constante, más cercana. Pero la distancia no resta. Su trabajo viaja con él. Y hoy, en este rincón del Conde Duque, lo hemos sentido cerca.

El Junior Ballet de la Ópera de París ha llegado. Y lo ha hecho con fuerza, con honestidad y con la promesa de que la danza —cuando se hace con verdad— no necesita excusas. Solo un escenario, una música y unos cuerpos dispuestos a entregarse.

Madrid los ha recibido con los brazos abiertos. Ojalá vuelvan. Porque esta juventud, aunque recién nacida, ya baila con alma antigua. Y eso, en estos tiempos de velocidad y artificio, es casi un milagro.