En tiempos en los que la danza clásica se disuelve peligrosamente entre pantallas LED, humo artificial y conceptos que olvidan que hay que danzar, presenciar un Lago de los Cisnes donde el cuerpo es el único oráculo y el movimiento la única verdad, se convierte en un acto de resistencia.

O, como diría Alejo Carpentier, en un viaje a la semilla. Porque este montaje -con firma de Laura Alonso- no pretende epatar, sino conmover. No presume de fuegos artificiales, sino que se sostiene en la arquitectura del rigor, la elegancia del método y una herencia que pesa como una dinastía: la de los Alonso.

Hablar de Laura Alonso es nombrar a la pedagoga que consolidó la Escuela Cubana de Ballet como una de las pocas en el mundo con estilo propio. Es recordar que en su sangre vibra la impronta de tres gigantes: Alicia Alonso -su madre, mito y matriz de la danza clásica en América desde el Norte hasta el Sur-, Fernando Alonso -su padre, arquitecto del método- y Alberto Alonso -su tío, coreógrafo de vanguardia-.

Una imagen de 'El Lago de los Cisnes'. Foto: Xavier Llovet

Laura, también bailarina, cargó con esa genética como quien lleva una corona: a veces brillante, a veces aplastante. Pero lo hizo, sobre todo, con la humildad de quien entiende que la eternidad no se alcanza en la ovación, sino en la enseñanza. Y ahí, en la sala de ensayo, ha sido reina absoluta. No por gusto en Estados Unidos alguien, alguna vez, dijo: “ella hace bailar a las piedras”.

La versión de El Lago de los Cisnes que presenta en Madrid en el Teatro de Gran Vía, emparentada con la que Alicia Alonso inmortalizó en su día, ha sido inteligentemente aligerada: no en dificultad, sino en duración. Un gesto audaz que logra abrir el umbral a nuevos públicos sin traicionar la nobleza del original. Y qué mejor manera de acercar este clásico que con una propuesta donde la música de Chaikovski, las líneas del cuerpo y el tempo exacto son las únicas herramientas del sortilegio.

La sinopsis, conocida y siempre efectiva, se sostiene entre amor y magia. Jóvenes condenadas a ser cisnes por el hechizo del brujo Von Rothbart. Odette, la reina de todas ellas, recupera su forma humana por las noches. Sigfrido, el príncipe cazador, cae rendido ante ella. Le promete amor eterno. Pero en el baile del castillo, el mago presenta a su hija Odile disfrazada de Odette. El engaño triunfa. Sigfrido rompe su promesa sin saberlo. El mal parece vencer, pero el amor -otra vez el amor- salva. Y Odette y Sigfrido se funden en un destino común, venciendo a Rothbart en una batalla final.

Pero si la historia es el andamiaje, la función a la que asistimos la llenaron de sustancia tres elementos esenciales: la precisión, la emoción y el cuerpo de baile. En el primer acto, el protagonismo se lo llevó el excelente Pavel Pérez como Bufón.

La puesta en escena de 'El Lago de los Cisnes'. Foto: Mari Hondar

El suyo fue un despliegue técnico y actoral que elevó el tono desde el primer momento. Frases coreográficas bien cocidas, saltos que desafiaron a Newton con insolencia caribeña y una limpieza técnica que recuerda que, para algunos, la ligereza se gana con sudor. Pérez no sólo entretuvo: sostuvo el ritmo, articuló las transiciones, y construyó desde su rol cómico una pieza fundamental del acto.

El segundo acto, ya en territorio más lírico, recayó sobre la Odette de Patricia Hernández, bailarina de gran recorrido, dueña de una línea serena y unas puntas seguras como promesa cumplida. Hernández se metió en las carnes del cisne blanco con una contención emocional que no sacrificó ni un ápice de técnica. Su interpretación logró el raro equilibrio entre fragilidad y firmeza, entre lo etéreo y lo exacto.

A su lado, Abraham Quiñones como Sigfrido, se desempeñó con corrección y oficio en un rol que exige sobriedad más que deslumbramiento. Juntos tejieron ese instante mágico donde la mirada del príncipe no distingue ya lo humano de lo encantado.

Y qué decir del cuerpo de baile. Coordinado, musical, entregado. En esta versión de Laura Alonso, los cisnes no son decoración: son carácter, atmósfera, estructura. Cada brazo, cada giro, cada desplazamiento estaba milimétricamente ubicado, recordándonos que en la danza clásica no hay lugar para la improvisación vacía. La compañía cubana —forjada en ese cruce de fuego latino y escuela rusa— demostró que la disciplina puede convivir con la pasión, que el orden puede ser también una forma de éxtasis.

Foto: Xavier Llovet

El tercer acto, siempre el más esperado, trajo consigo el esplendor del Cisne Negro. Y aquí Patricia Hernández volvió a brillar, esta vez con la fuerza impetuosa de Odile. Sus fouettés fueron ejecutados con precisión matemática y una energía sostenida que exigía respeto. Pero fue su sauté en arabesque penché sur le point -popularmente conocido como “la vaquita”- lo que dejó sin aliento al teatro. Ahí estaba el virtuosismo sin aderezo, el cuerpo solo, desafiando al tiempo, clavando la imagen en la retina de los presentes.

Y es que eso es lo que ofrece esta compañía dirigida por Laura Alonso: no el accesorio, no el disfraz, no la parafernalia vacía, sino el cuerpo. El cuerpo que siente, que expresa, que comunica. Un cuerpo entrenado, disciplinado, generoso. En pleno verano madrileño, entre tanta trampa escénica importada, esta función fue un soplo de aire fresco. No hay filtros ni pantallas que puedan reemplazar el temblor real de una punta sobre el escenario. Y eso, hoy, es casi un lujo.

Ojalá este paso por España no se quede en el Lago. La compañía tiene en su repertorio piezas tan interesantes como Drácula o Yarini -montaje sobre el mítico proxeneta habanero de principios del siglo XX, convertido en símbolo de la rebeldía popular-. Obras que merecen verse aquí, en un país que durante décadas miró con admiración hacia esa pequeña isla capaz de formar bailarines con vocación de eternidad.

Mientras tanto, agradezcamos este viaje al centro mismo del ballet. Agradezcamos que aún existan funciones donde lo importante no es el brillo, sino el alma que lo hace posible. Porque la danza, al fin y al cabo, no es sólo forma: es latido. Y en esta función, ese latido se escuchó claro, noble y persistente. Como un cisne alzando vuelo antes de perderse en la noche.