Para acreditar la desgraciada vigencia de Las amistades peligrosas, Carol López, que subirá su adaptación a las tablas del Lliure el jueves 18, cita el caso Epstein. Recuerden: el magnate estadounidense detenido por proveer de carne juvenil a pederastas adinerados. “Este tipo de historias solo pueden surgir en sociedades ociosas”, apunta López. Del ocio al vicio, y del vicio al precipicio (moral). “La novela de Choderlos de Laclos es un retrato desolador de la condición humana. Y sobre todo de una sociedad que condena pero permite, muy hipócrita: somos más prudente que valientes”.



Choderlos de Laclos construyó su engranaje narrativo a través de la correspondencia cruzada entre la marquesa de Merteuil (Mónica López) y el vizconde de Valmont (Gonzalo Cunill), dos seres amorales que se jactan de sus hazañas en las más diversas alcobas. Aunque su competición, ciertamente, no se libra en igualdad de condiciones, ya que ella, por ser mujer, debe jugar con discreción y sutileza.

' Las amistades peligrosas' / Foto: Silvia Poch

La responsable artística de La Villarroel entre 2010 y 2013 también firma la puesta en escena. Para cristalizarla, ha tenido muy presente la versión cinematográfica de Stephen Frears, de 1988, con aquel reparto de campanillas: Glenn Close, John Malkovich, Michelle Pfeiffer... “Es un peliculón que me marcó, muy teatral por el uso del primer plano. Me ha servido para comprender algunas reacciones de los personajes o para esclarecer algunas dudas”, afirma López, que ha transformado las epístolas en encuentros.

“El peliculón de Stephen Frears me marcó. Y me ha servido para esclarecer algunas dudas”, Carol López

El montaje aspira a la esencialidad. Austero y sin tecnología. Suelo de madera, unas paredes, unas sillas y una chaise longue. A través de este sobrio atrezzo, sumerge al espectador en un salón del siglo XVIII. “No hay pelucas, los hombres llevan corsé, las mujeres, camisas. Aunque sí visten faldas con miriñaques”, aclara la autora de Germanes. En el capítulo musical, prima el eclecticismo, con piezas de Bola de Nieve entre otras muchas.



“La verdad –concluye– es que dirijo de manera muy intuitiva, no soy muy consciente de los códigos. Responde a una voluntad de huir del naturalismo, y a evitar que los actores se refugien tras la tacita de té. Eso me obliga a estilizar, jugar con la proxemia, teatralizar las escenas… Y, al final, se dan imágenes potentes, pero es algo que surge sin pretenderlo. O quizá sí, pero no es de forma consciente”.