John Carpenter

En el escenario se ven las siluetas de las guitarras, del bajo, de la batería, del teclado, del sintetizador. Se apagan las luces y aparece, siempre de negro hasta los pies vestido, John Carpenter. Su coletita blanca es inconfundible, aun desde lejos. Aplausos, silbidos y, sobre todo, puños alzados con los dedos índice y meñique sobresaliendo en un gesto de complicidad, de guiño a una comunidad de entusiastas del terror y la ciencia ficción lúgubre. Estamos en el auditorio del hotel Melià, en el marco del Festival de Cine fantástico de Sitges, y está a punto de empezar el concierto retrospectivo del John Carpenter compositor.



De fondo, en la pantalla, mientras suenan las primeras notas aceleradas que irrumpieron en su cine, vemos imágenes de 1997: Rescate en Nueva York, y Carpenter, que está al teclado, va dando pequeños saltitos de lado a lado, animado por sus propias melodías, aportando un aire fresco de simpatía juvenil al concierto. Atmosférica, envolvente, pespunteada, la música de Carpenter, uno de los rasgos más idiosincrásicos de su obra, está acompañada por una puesta en escena acorde a su personalidad, a su papel de personaje protagonista de sus películas de terror: unas luces brillantes, de colores arrebatados igual que en el cine giallo posterior, van aturdiendo al público, puntualmente, en los picos emocionales de una música que, con el telón de fondo de las secuencias de cine que le dieron vida, retrotrae al público a su experiencia personal con las películas. El montaje es perfecto.



Uno a uno van desfilando por la pantalla los títulos más importantes de Carpenter, pero en esta tarde Sitges, se invierte el orden: no es la película el contexto visual del que surge la música, es su música el contexto atmosférico en el que, impregnadas del nervio de sus melodías, se mueven las secuencias cinematográficas. Imagen y música son indesligables, y en esa fusión cobran un significado nuevo. Asociamos los ritmos de estilete afilado de Carpenter a unos exteriores acechantes, a persecuciones cuchillo en mano, a tormentas de nieve y alienígenas que hacen de la metamorfosis su manera particular de matar. Y vemos esas secuencias imbuidas de una música que les da más carácter, más consistencia.



La niebla, Asalto a la comisaría del distrito 13, En la boca del miedo, El pueblo de los malditos, La cosa (esta última con la banda sonora de su admirado Ennio Morricone). Están todas. Y la simpática personalidad de Carpenter destaca cuando, poco antes de interpretar la música de Están vivos, se pone, con entrañable chulería, sus gafas de sol; o cuando, después del tema principal de Halloween, él y Cody Carpenter, su hijo -que está al mando del sintetizador- estiran los brazos y mueven los dedos como intentando tocarse a mucha distancia.



Pero quedémonos en Halloween un momento. Para los que aún no hemos tenido la oportunidad de ver la última película de Carpenter, que estos días se estrena por aquí, el director y músico nos ha permitido asomarnos a unas prometedoras imágenes de esta secuela de aquella Halloween de 1978 que convirtió al sintetizador, con su aterradora melodía, en el instrumento por excelencia del cine de terror de los años ochenta. Que dio las claves de una nueva manera de entender las bandas sonoras como un personaje más en la trama de terror. Afirmación arriesgada, sí, pero tampoco tanto si transitamos el cine de género de esos años. Pienso en las oscuras bandas sonoras de Riz Ortolani o Fabio Frizzi. La música fue uno de los elementos clave del espectáculo de terror de Halloween, película que iniciaría, también, o popularizaría, mejor dicho, el cine slasher en los años ochenta. Con esas notas velocísimas, afiladas, que perforan las imágenes con la furia de la aguja de las máquinas de coser. Todo es ya icónico.



El público aplaude lo que reconoce, que es todo, grita y silba admirado ante las escenas más carismáticas del autor, del talento bimembre de su autor. La música nos retrotrae a las películas y al recuerdo personal que tenemos de ellas. Nos empuja al cine que hicimos nuestro en un espectáculo de hora y cuarto que es una síntesis de estas dos artes complementarias, música y cine, cine y música, que, fusionadas así, agrandan su radio de acción artística.