Concierto de Joan Baez en el teatro Nuevo Apolo

De la hija disidente a la mujer de armas tomar, en el escenario del Teatro Apolo se impuso la vetaranía a la inspiración, una versión sobradamente honesta de la abuela más cool y respetable.

Guarecerse de la lluvia en el teatro donde venden palomitas y puedes hacer donaciones a Amnistía Internacional. El teatro se llenó con una edad media de 50 años. Vi abuelitas apoyadas en sus bastones, subiendo escaleras y aplaudiendo. Vi sobre todo matrimonios que peinan canas. Los hipsters de hoy estaban ausentes y dejaron paso a los hipsters de ayer, los progres de puño en alto que corearon con más diversión que convicción A galopar (Ibáñez) y No nos moverán, himnos de la canción protesta española. No en vano, la voz de Joan Baez (Nueva York, 1941) les lideraba, su imagen les recordaba lo que fueron y con lo que soñaron, sus palabras rescataron el contorno feliz de algunas ideas perdidas o almacenadas en el recuerdo. La noche fría y lluviosa se prestaba a ello: un ejercicio de nostalgia por 35 € (algunos pagaron 50 €), acaso una batalla con el pasado y la conciencia. Los que vinimos a ver y a escuchar otras cosas -pongamos, Diamonds & Rust, la mejor canción de lejos que Baez ha compuesto en su vida, y que sorprendentemente pasó algo desaparcibida para el público- también pudimos salir medianamente satisfechos del recital, de lo que los carteles anunciaban como "una tarde con Joan Baez".



Escribió Herman Menville, también de Nueva York, que los hombres son grises cuando "sus ocupaciones no tienen ni poesía ni prestigio". El prestigio de Baez es sobradamente conocido: reina del folk en el Greenwich Village sesentero, la voz y el alma que presentó a Bob Dylan al mundo cuando ella era famosa y él todavía no, la activista de causas sociales, beligerante con las injusticias y guardiana de los derechos civiles. Su poesía no alcanza a todas las sensibilidades. Negocia en todo caso con la pureza y perfección de una voz que no se quebranta, "una voz que expulsa los malos espíritus y que habla directamente con Dios", según asegura Dylan, otra vez, en sus memorias. A pesar de sus 74 años, el cálido timbre de su voz aún nos abraza, y precisamente porque se atrevió con las notas más agudas aún recuperándose de una ronquera (lo adviritó al principio) pudimos escuchar algo infrecuente en Baez: que su voz también puede ser a veces rugosa, dejar rastros de óxido allí donde generalmente brilla el diamante. La belleza que nos gusta es imperfecta. Las cadencias desiguales y los sonidos ásperos suelen casar bien con el folk y la protesta. Baez alumbró el escenario con varias muestras del cancionero tradicional: Lily of the West, House of the Rising Sun, Long Black Veil, Joe Hill, la canción protesta que también entonó en Woodstock como recordó al respetable.



Todo consistía en apelar a los pliegues de la memoria y tomar himnos prestados de otros. Abrió en solitario con diez minutos de retraso, rasgando la guitarra, entonando God is God de Steve Earle, que sonó con pureza, sintiendo lo que cantaba ("Creo en las profecías... Creo en los milagros"), y con There But For Fortune de Phil Ochs, permitiéndose traducir algunos versos como prefacio, sublimando la importancia de las letras sobre la música (lo hizo en varias ocasiones): "Muéstrame el país donde las bombas tenían que caer". Hubo espacio para la tunecina Jari ya hammouda (Ahmed Hamza) y Donna donna (Aaron Zeitlin), traducida del yiddish. Terminó en el encore con el Imagine de John Lennon variando la letra y hasta la armonía, antes del colofón final con Here's To You, su composición a medias con Ennio Morricone para el film Sacco e Vanzetti, sobre los anarquistas injustamente ejecutados. El resultado de evocar viejos fantasmas políticos en la cultura institucionalizada.



Flanqueada a su derecha por el multinstrumentista Dirk Powell (guitarra, banjo, piano, violín) y a su izquierda por el percusionista Gabe Harris, su vástago, y secundada en un par de temas por su asistenta personal Grace Stumberg -"la que dobla mis pijamas, me prepara el café y también canta", dijo-, que llegaba allí donde ella no podía, el repertorio consistió en suaves sonidos de folk americano, irlandés y latinoamericano (Llegó con tres heridas, Llorona, Mi venganza, Gracias por la vida... para regocijo del público), y también algunos colores de bluegrass y country, con baile de pareja incluido al ritmo de la festiva Give Me Cornbread When I'm Hungry. A la Baez los críticos más incisivos siempre le han espantado sus pasitos de baile en el escenario. No es para menos. Ofreció al público eso sí la exacta medida de lo que su nombre evoca en el mercado español y latinoamericano y que sabe hacer muy bien. Entregó lo que es suyo con las palabras de otros.



Tomó un desvío de su planificada tarde cuando un tipo del patio de butacas alzó la voz rogándole que cantara Love is Just a Four Letter Word, esa hermosa canción de Bob Dylan que ella hizo popular, y que protagoniza uno de los momentos más memorables del documental Don't Look Back. Baez, generosa y de buen humor a lo largo de toda la tarde, concedió: "Llevamos dos años sin interpretar esta canción, así que espero que le guste a más gente que a ti... Lo que salga es culpa tuya". El tipo pudo irse contento a casa. Del genio de Duluth ya había entonado antes, en el bloque inicial en solitairio, It's All Over Now, Baby Blue, transformando la inclemencia dylaniana en una suerte de plausible redención, y aún más tarde lideró con confianza el relato río de jueces corruptos y maldiciones bíblicas volcado en la letra de Seven Courses, épica dylaniana que ella también ayudó a hacer visible en varios álbumes.



Se impuso a lo largo de algo más de 90 minutos de concierto la veteranía a la inspiración, la inercia de una tarde ordenada a las alteraciones del caos, la dignidad de la artista a las profunidades de su voz, el respeto al éxtasis del público, que coreó las canciones protesta en español, pero poco más. Ofreció lo que se esperaba de ella. El manantial de su voz no tocó cumbres pero tampoco se trabó en gestos en falso, aunque a veces olvidara algunos fragmentos de las letras. De la hija disidente a la mujer de armas tomar, en el escenario del Teatro Apolo vimos una versión sobradamente honesta de la abuela más cool y respetable, conservando su fina planta y halo embriagador, sin miedo a que el óxido impregnara a veces su voz. El reflejo del foco en su guitarra cegaba nuestra visión. Con eso me marché, murmurando que Joan Baez es un símbolo, que su música es espíritu más que carne, que todos nosotros, hombres grises sin poesía ni prestigio, estamos obligados a dignificarla. Al terminar la tarde, afuera seguía cayendo.