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Uno tiende a imaginar a los "grandes escritores" como hombres solemnes, envejecidos, con rostro adusto de tanto pensar. Pero Shakespeare, Dostoievski, Jane Austen o Cervantes fueron también jóvenes de carne y hueso. Eso es lo que recuerda Alejandro Amenábar en El cautivo, producción de alto presupuesto que rescata para el cine español un Siglo de Oro tan prestigioso como poco visitado, recreando un episodio oscuro y decisivo en la vida del autor del Quijote: los cinco años que pasó preso en Argel.

Tras perder el uso de un brazo en Lepanto, Cervantes regresaba a España con una carta firmada por don Juan de Austria que debía procurarle honores y buen destino en Madrid. Pero aquella credencial se convirtió en una maldición: cuando unos piratas berberiscos lo capturaron en 1575, pensaron que aquel prisionero valía más de lo habitual y lo sometieron a un rescate imposible.

Cuatro veces intentó escapar, cuatro veces fue atrapado. Él mismo sublimó aquella experiencia en El relato del cautivo, novela intercalada en el Quijote, donde aparecen los grilletes, los trabajos forzados, el hambre y el miedo constante a la ejecución o la venta como esclavo.

Pues no estuvo tan mal. Incluso es posible, según Amenábar, que estuviera bastante bien. La vieja teoría de la homosexualidad de Cervantes, alimentada por una carta inquisitorial en la que se le acusaba de "cosas sucias y feas", sirve aquí de detonante. El filme sugiere que el gobernador Hasán Bajá (Alessandro Borghi), que solía ejecutar con brutalidad a otros cautivos, se mostró siempre indulgente con Cervantes. ¿Por qué?

Según Amenábar, porque el escritor lo conquistó con sus relatos. Como una suerte de Sherezade cristiano, Cervantes le narraba historias para entretenerlo, ganando con ello privilegios y libertad de movimientos.

En la película, Hasán vive rodeado de un harén de efebos y termina enamorándose de Cervantes. El romance se insinúa con más o menos descaro, aunque el gran dilema nunca se resuelve del todo: ¿Cervantes lo amaba o simplemente se dejó querer para salvarse? Esa ambigüedad en sus sentimientos juega contra la película ya que el dilema final de Cervantes pierde peso siendo evidente su respuesta.

Libertad contra fanatismo

El director insiste en su obsesión temática: confrontar fanatismo con libertad. Lo hizo en Ágora con la astrónoma Hipatia frente a la intolerancia religiosa, y en Mientras dure la guerra con Unamuno frente al fascismo de Millán-Astray. Aquí, Julio Peña –que siempre parece recién salido de hacer un cásting de Elite– encarna a un Cervantes que, entre intrigas carcelarias y la hostilidad del inquisidor interpretado por Fernando Tejero, encuentra en Argel un inesperado vergel de libertad sexual, en contraste con la severidad conservadora de Castilla.

El cautivo tiene algo de aquel subgénero setentero de women in prison: erotismo, grilletes y fantasías de poder en espacios de encierro. Como en The Big Doll House (Jack Hill, 1971) o Fuga de mujeres (Gerardo de León, 1971), el cautiverio se convierte en un escenario de excesos, más próximo al soft porn que a un drama histórico.

Amenábar rueda con ritmo, aunque con algún bache narrativo. La película se sigue con curiosidad, resulta entretenida y hasta delirante en su apogeo kitsch. Pero la odisea de Cervantes no alcanza una verdadera resonancia emocional o espiritual: lo que podía ser tragedia íntima se queda en estilizada fantasía. El escritor sale como entra, impecable, convertido más en primoroso héroe romántico que en mártir de la libertad.