Publicada

Rodada en un glorioso blanco y negro, El Lazarillo de Tormes ganó el Oso de Oro en la décima edición del Festival de Berlín, celebrada en 1959, y acaba de ser rescatada por FlixOlé, que la ha incluido en su catálogo. Uno podría pensar que no hay nada más académico que rodar una versión de uno de los clásicos más prestigiosos y populares de la literatura española. Sin embargo, el régimen franquista consideraba la obra maestra de la picaresca “peligrosa”, lo cual no impidió que la película fuera declarada de “interés nacional”.

El director del largometraje, César Fernández Ardavín, se centra en la infancia de Lazarillo, al contrario que Fernando Fernán Gómez en su versión de 2001 con Rafael Álvarez “el Brujo” como protagonista. En esta, el foco está en su vida adulta, cuando contra todo pronóstico logra triunfar y conseguir un trabajo estable al servicio de la corona como pregonero oficial de Toledo.

Los niños siempre llaman a la empatía y la película de los 50 despierta nuestra ternura. Protagonizada por el italiano Marco Paoletti, el director retrata con sensibilidad esa triste peripecia del “pobre niño pobre” abandonado por su madre y a cargo de una sucesión de “amos” a cuál más tiránico y tacaño. Y cuando le toca uno bueno, un joven caballero, resulta que es casi tan pobre como él y se sigue muriendo de hambre. El hambre es quizá la verdadera protagonista de la película.

La gracia infinita de las aventuras de Lazarillo brilla en pantalla en una película sentimental en el buen sentido. Desde ese famoso ciego que cuando hay comida de por medio parece que recupera la vista como por ensalmo al cura miserable que esconde los bollos en un cofre mientras el niño come tan poco que cree que va a morir.

Estamos en terreno picaresco y parte de la gracia también consiste en ver cómo el niño se las apaña para llevarse algo a la boca con todo tipo de “trapacerías”, como diría Quevedo en otra obra maestra del género, El buscón, que a pesar de su plasticidad y maravillosa trama solo ha tenido una versión cinematográfica de 1979, inencontrable en ninguna plataforma.

Escena de 'El Lazarillo de Tormes' (1959) en la que el ciego y Lázaro se reparten las uvas

Ardavín y Fernán Gómez abordan el mito de Lazarillo desde visiones opuestas. Mientras el primero prefiere centrarse en el aspecto trágico de la historia despertando nuestra compasión, a Gómez le interesa más su astucia, su condición de pillo y superviviente en una España del siglo XVI marcada por una religiosidad extrema en una sociedad supersticiosa y enfermizamente clasista.

Lo más curioso del asunto es que desde hace más de veinte años a nadie se le ha ocurrido volver a llevar a la pantalla una novela no solo tan importante de la literatura española, también tan llena de posibilidades para ser trasladada al cine como Lazarillo.

En Francia, el año pasado se hizo una nueva y lujosa versión de El conde de Montecristo que atrajo a más de 9 millones de espectadores en ese país y también triunfó en el nuestro, y en 2023 renovó el mito de Los tres mosqueteros con dos superproducciones.

En el orbe anglosajón, se acaba de estrenar la enésima versión de Peter Pan (titulada Pesadilla en Nunca Jamás) mientras cada generación de cineastas renueva la grandeza universal de las obras de Shakespeare, Jane Austen, el Sherlock Holmes de Conan Doyle o el Frankenstein de Mary Shelley.

En cambio, la relación de la nueva generación (y no tan nueva) de cineastas españoles con los clásicos es inexistente.

Amenábar al rescate

En octubre se estrenará El cautivo, superproducción de Alejandro Amenábar con el joven actor Julio Peña en la piel de Cervantes. No ha querido contar mucho el director de Mientras dure la guerra —centrada en Unamuno— sobre una película que plasmará los cinco años que el pobre escritor de El Quijote pasó en una prisión de Argel, tratando de escapar una y otra vez de la misma con poca fortuna.