Crista Alfaite y Carlotto Cotta en un momento del filme

Crista Alfaite y Carlotto Cotta en un momento del filme

Cine

Miguel Gomes, ante el efecto invernadero

'Diarios de Otsoga', dirigida por el cineasta portugués junto a Maureen Fazendeiro, es un extravagante y lúdico ejercicio de cine dentro del cine que exorciza los demonios de la pandemia al ritmo de Frankie Valli & The Four Seasons

5 junio, 2022 01:43

Diarios de Otsoga bien podría servir como compendio de los intereses del cineasta portugués Miguel Gomes (Lisboa, 1972), que en esta ocasión codirige con Maureen Fazendeiro (París, 1989), su pareja y colaboradora habitual. Ahí están la urgencia, la ligereza, el sentido festivo del cine, el mestizaje de géneros, lo metacinematográfico, la reflexión sobre el tiempo…

Las imágenes capturadas en 16 mm, bañadas en una primorosa luz estival, tienen una textura magnética

De hecho, el título de la película incorpora la clave narrativa del filme. ‘Otsoga’ es ‘Agosto’ leído al revés y la película es algo parecido a un diario que transcurre hacia atrás desde el día 22. En ese arranque, vemos a tres personajes –si es que se les puede llamar así– bailando al son de The Night de Frankie Valli & The Four Season, en una secuencia algo extemporánea que es una auténtica celebración de la vida y que rima con la que cierra la película. Son Crista (Crista Alfaite), Carlotto (Carlotto Cotta) y João (João Nunes Monteiro) y, viajando hacia atrás, los vemos involucrados en una especie de triángulo amoroso mientras construyen un invernadero en el jardín de una casa de campo, sumergida en el más plácido y cálido de los veranos.

En la primera media hora, que retrocede hasta cerca del día 15, todo resulta extremadamente pausado y caprichoso, contrastando con ese enérgico comienzo. Cierto es que las imágenes capturadas en 16 mm, bañadas en una primorosa luz estival, tienen una textura preciosista y magnética, pero están al servicio de la nada: las conversaciones se repiten sin sentido y los personajes se afanan en labores cotidianas y rutinarias como hacer deporte o cuidar de los perros. La aparición de una mascarilla establece uno de los motivos principales del filme y justifica en parte su
enrevesada estructura temporal: capturar la desorientación que experimentamos durante el confinamiento provocado por la Covid. Sin embargo, la propuesta resulta hasta aquí pretenciosa y aburrida.

Pero, claro, esto es un trabajo de Miguel Gomes y, de repente, cuando parte de la estructura que servirá para construir el invernadero está a punto de derrumbarse, el director y Fazendeiro irrumpen en el plano para sostenerla. A partir de aquí, la película se transforma finalmente en un diario de rodaje en tiempos de pandemia, olvidándose de los caminos abiertos hasta entonces. Entregándose a un humor seco y surrealista, asistimos a una crisis detrás de otra: Carlotto se salta las restricciones para ir a surfear, los actores expresan sus dudas ante el proceso de filmación, la organización de los desayunos provoca un cisma entre el equipo…

No es la primera vez que Gomes realiza un experimento de cine dentro del cine, ya lo hizo en su filme de debut Aquel querido mes de agosto (2008) y en algunos pasajes de su monumental tríptico sobre la crisis social y económica de Portugal titulado Las mil y una noches (2015). Pero aquí la jugada, que termina siendo brillante, no solo funciona desde un punto de vista lúdico sino que consigue exorcizar los demonios de una época oscura de una forma humana y extravagante. Al fin y al cabo, siempre nos quedará la posibilidad de bailar al ritmo de Frankie Valli.