Benedetta, la nueva película de Paul Verhoeven (Ámsterdam, 1938), ha generado ríos de tinta desde que se escucharan las primeras noticias de su producción en 2017, entre otras cosas, por el tiempo que se ha hecho esperar. Se rodó en 2018 en completo secretismo ante el temor a posibles boicots de asociaciones católicas y su presentación estaba prevista para el Festival de Cannes de 2019. Sin embargo, una cirugía del director en la cadera, primero, y la crisis sanitaria, después, han provocado que no llegara a La Croisette hasta este año. El proyecto, en cualquier caso, contaba con todos los alicientes para convertirse en una bacanal de la provocación en un panorama audiovisual cada día más adocenado.

Hay un paralelismo entre Verhoeven y Benedetta: ninguno parece tomarse muy en serio lo que está contando

A Verhoeven ya lo conocemos: es un terrorista del cine de género al que siempre le ha gustado turbar al espectador. La imagen más icónica que ha fabricado es la archifamosa escena del cruce de piernas de Sharon Stone en Instinto básico (1992), pero toda su etapa hollywoodense es un compendio de cómo dinamitar los códigos morales y visuales imperantes. Hasta el punto de que la obra culminante de su trayectoria es ese festival del mal gusto titulado Showgirls (1995), vilipendiada en el momento de su estreno y hoy una película de culto que no hace sino ganar seguidores cada día, como demuestra el reciente documental You Don’t Nomi (Jeffrey McHale, 2019). Tampoco se privó el holandés de meter el dedo en la herida del imperialismo estadounidense en filmes como Robocop (1987) o Starship Troopers (1997), sin que muchas veces se entendiera su visión sarcástica sobre el asunto.

De regreso a Europa, ya con edad de jubilado pero con energías renovadas, Verhoeven entregó dos de su filmes más redondos: El libro negro (2006), una magnética y dinámica aventura de tintes pulp repleta de traiciones en el seno de la resistencia holandesa durante la ocupación nazi en la II Guerra Mundial, y Elle (2016), un aparente thriller sexual con ecos de Buñuel, Polanski y Hitchcock que acababa desvelando en su fondo una irrenunciable comedia familiar. El anuncio de que en su siguiente filme iba a adaptar el libro Immodest Acts: The Life of a Lesbian Nun in Renaissance Italy (Judith C. Brown, 1986), sobre una monja lesbiana en la Italia del siglo XVII, fue acogido con regocijo por la cinefilia: no parecía haber mejor argumento para que el gran provocador holandés volviera a hacer de las suyas.

Subversivo y sacrílego

Y sí, la película de Verhoeven está plagada de esas imágenes subversivas que adornan su legendaria filmografía: desde el seno al descubierto de la estatua de la virgen María que acaba de manera milagrosa en la boca de la pequeña Benedetta hasta el masturbardor sacrílego con el que las protagonistas se entregan al safismo, pasando por visiones de un Jesucristo vengador que arranca cabezas con una espada o que aparece sin sexo en la cruz. El problema es que lo que quizá pretende el director holandés, escandalizar a las mentes más conservadoras, ya lo hicieron hace varias décadas directores como Buñuel, Pasolini, Scorsese o incluso Jess Franco, y sus imágenes, más que turbar, conducen a la risa, como las ocurrencias de un niño travieso o de un octogenario socarrón.

La película, basada en hechos reales, parece en su argumento un Showgirls medieval. Ambienta en la localidad italiana de Pescia durante el siglo XVII, en un tiempo marcado por el oscurantismo y la peste, la historia arranca cuando una congregación de monjas de clausura acepta acoger a una niña llamada Benedetta (Virginie Efira), tras el pago de una generosa dote por parte de la familia. Con el paso de los años, Benedetta, totalmente integrada en la vida del convento, empieza a tener visiones de Jesús. La llegada de una joven novicia llamada Bartolomea (Daphne Patakia) provoca en la protagonista el despertar de un inesperado deseo carnal y la aparición de estigmas en su cuerpo, que desde el principio serán vistos con recelo por la madre superiora (Charlotte Rampling), que ve peligrar su poder sobre el resto de la congregación.

Exceso escatológico

Virgine Efira y Paul Verhoeven durante el rodaje

Hay un paralelismo entre Verhoeven y el personaje de Benedetta: en realidad, en ningún momento parecen tomarse del todo en serio lo que están contando. Por ello, el filme solo puede ser entendido como un divertimento en el que todo su trasfondo como crítica al fundamentalismo religioso y la corrupción de la Iglesia apenas alzan el vuelo. Cabría preguntarse también si estamos ante un filme de índole feminista, cuando la mirada de Verhoeven es tan profundamente masculina en el retrato de sus criaturas y en el acercamiento a las escenas de sexo, por mucho que Benedetta se revele contra el patriarcardo imperante. En cualquier caso, el filme es muy disfrutable como un pasatiempo pulp y kitsch que va retorciendo nuestras expectativas a cada paso.

Si de primeras pensamos que podemos darnos de frente con un drama de época de cierta seriedad, poco a poco el filme se entrega al exceso, al gore, a lo escatológico, a la indecencia y a la grosería de un modo festivo, casi como si fuera serie B. La paleta de colores, el atractivo de esas monjas de clausura siempre bellas, maquilladas y perfectamente depiladas o unas escenografías casi siempre ridículas, convierte el filme en un festival hortera y surrealista que quizá no esté entre lo mejor de Verhoeven. Pero tampoco pasaría nada si fuera lo peor de su filmografía, ya hemos visto lo que pasó con Showgirls. Lo peor de Verhoeven siempre será más estimulante que muchas de las fotocopias que llegan a las salas.

Para terminar, habría que destacar la actuación de Virginie Efira, ya que su convicción a la hora de afrontar un personaje tan ambiguo se convierte en el corazón de la película. En su picardía, en su deseo y en la contundencia con la que revela sus trances místicos, se sostiene la inquebrantable fe del personaje, ya sea en el misterio de Dios o, más bien, en sí misma.

@JavierYusteTosi