A nadie escapa el carácter de culto que ha adquirido Showgirls desde su catastrófico estreno. La película de Paul Verhoeven encontró su verdadero público con el paso de los años y cuando la (escasísima) cinefilia que en su día celebró su estreno fue debidamente escuchada. Ha crecido, como sabemos, como una obra de culto capaz de hacernos sentir que estamos frente a un desastre artístico de proporciones épicas o frente a una obra maestra incomprendida. Desde luego no hay término medio frente a este histérico, barroco musical de strippers que, como todo el cine que hizo el holandés en Hollywood (de Robocop a Starship Troopers, donde lo trash y lo cultista, incluso filosófico, conviven con sentido lúdico), mostraba por medio del paroxismo la violencia depredadora de la (a)moralidad americana. El documental You Don’t Nomi (Filmin) dedica 92 minutos a explorar qué hay detrás de este singular caso en la historia del cine, una película que se llevó todos los premios Razzies el año de su estreno –y que el propio director fue a recogerlos incluso con emoción– y que hoy levanta pasiones y genera todo tipo de teorías enfrentadas. ¿Es un espanto de película? ¿Una mierda o una obra maestra?

El documental dirigido por Jeffrey McHale, realizado desde la conciencia del fanático pero evitando su ceguera, aporta una respuesta salomónica: Showgirls es una “master shit”, esto es, una "mierda maestra" o, para ser más concretos, una obra maestra dentro de las películas espantosas, lo que la hace quizá el doble de interesante que una obra maestra convencional, tipo Ciudadano Kane o El padrino, que apenas dejan espacio para la ambigüedad. ¿Por qué pueden llegar a ser más interesantes y disfrutables, como si fueran obras maestras inconscientes? Quizá un factor determinante es que su naturaleza generalmente camp nos permite colocarnos por encima de ella y aun así disfrutarla plenamente. Es algo contradictorio, pero que ocurre frente a determinados títulos que se han convertido en pasto de burla y admiración al mismo tiempo, precisamente por su inagotable capacidad para sorprendernos. Plan 9 From Out of Space (1957, Ed Wood), Pink Flamingos (1972, John Waters), Renaldo and Clara (1978, Bob Dylan), The Rocky Horror Picture Show (1975, Jim Sharman), De profesión: duro (1989, Rowdy Herrington), The Room (2003, Tommy Wiseau)… Cada generación, cada espectador, tiene un puñado de ellas.

Otro factor determinante es la secreta complicidad que genera entre espectadores, que se identifican con miradas afines, como si compartieran una perversión. De hecho, el culto hacia Showgirls empezó cultivándose como un instrumento de sátira en pases golfos (con comentarista) y representaciones teatrales. El musical off-Broadway que reivindicó su estatuto, y que ejerce una función motora en el documental, está realizado desde una ambivalente posición en la que lo trash y lo sublime se confunden. Y es que llegado un punto, frente a este tipo de artefactos –que colma la exigente fascinación de cierta patología cinefílica, y de la que confieso que no soy especialmente proclive a ella– es necesario eludir la pregunta que no tendrá respuesta: ¿cuál era la verdadera intención del cineasta? Si la tiene, probablemente nos decepcione. El resultado inscrito en filmes que hacen equilibrios entre el patetismo y la genialidad trasciende sus propias aspiraciones. Todo lo que puedan albergar de irrepetible y de extraordinario suele llegar por efracción. Recientemente descubrí una película finlandesa realizada al término de la II Guerra Mundial que me pilló completamente por sorpresa. Su genialidad residía en que no había forma de dilucidar si lo que estaba viendo era una película de Dreyer o de Ed Wood, si era una absoluta genialidad o una catástrofe creativa. Nunca he visto una cosa igual. Son películas capaces de romper convenciones adquiridas y que de algún modo nos reinventan como espectadores.

En esa difusa línea es en la que trata de hacer equilibrios el documental que nos ocupa. No es extraordinariamente original, su aspecto es más bien bastante convencional, aunque se agradece que las voces en off ocupen el lugar habitual de las cabezas parlantes en este tipo de filmes. No hay ni una sola entrevista a cámara, y eso se agradece, pues en su lugar el director hace un uso muy clarificador de la filmografía de Verhoeven. Esa es acaso una de las mayores virtudes de You Don’t Nomi, su capacidad para contextualizar el filme en el conjunto de la fascinante filmografía del cineasta holandés, y las conexiones que establece con los distintos periodos (Holanda, Estados Unidos, Francia) que la conforman. En verdad, todo ese material, metraje de archivo televisivo y las voice over de distintos personajes saliendo en defensa del filme conforman el material del que está hecho.

Lo cierto es que las ausencias son graves y difícilmente reemplazables. Nos preguntamos: ¿se puede hacer un análisis del filme sin hablar con su director, su guionista, sus protagonistas? Hay material de archivo, claro, pero en general no se nos ofrece su mirada retrospectiva. En lugar de Paul Verhoeven, el infame guionista Joe Eszterhas o los protagonistas Elizabeth Berkeley, Gina Gershon y Kyle MacLachlan, el protagonismo lo ocupan principalmente el autor del ensayo It Doesn’t Suck: Showgirls, Adam Nayman, la drag queen Peaches Christ, instigadora del musical, y más críticos y fans del filme, cuyas teorías pueden reducirse a que el gran mérito de la película procede de la apreciación por lo mala que es. En este sentido, hay un análisis de una estúpida conversación sobre comida de perros entre ambas protagonistas que carece de cualquier subtexto o doble lectura, y que precisamente por ello –por su absoluta idiotez y arbitrariedad– se convierte en una conversación memorable, hilarante.  

En verdad, el núcleo narrativo y estético de Showgirls es la actuación de Elizabeth Berkeley, actriz que salió de la sitcom juvenil Salvados por la campana para buscar la madurez en un exigente papel, tanto física como anímicamente. ¿Hasta qué punto fue Verhoeven o no quién llevó su interpretación, completamente fuera de tono, hasta lo que alcanzó la pantalla? Nunca queda claro, pero lo cierto es que desde su primera aparición recogida por un autoestopista, y amenazándole con un cuchillo que saca del bolso, la sobreactuación de Berkeley resulta transparentemente paródica. La conciencia de que ella creyó estar ofreciendo una clase de intensidad dramática comparable a las de las grandes divas malditas de Hollywood (de Bette Davies a Faye Dunaway) es lo que convierte la película en un producto esencialmente camp.

Son múltiples las revelaciones y conclusiones que podemos extraer tras el visionado de la película, pero ninguna de ellas será tan provechosa como (re)ver Showgirls y juzgar por nosotros mismos.

@carlosreviriego