Image: The Rider, entre la hipnosis y el lirismo

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Cine

The Rider, entre la hipnosis y el lirismo

21 septiembre, 2018 02:00

Brady Jandreau se interpreta a sí mismo en The Rider

La transmisión generacional, la identidad quebrada o el diálogo con nuestro entorno son las líneas maestras de The Rider, la nueva y estimulante entrega de Chloé Zhao que nos seduce con su integridad, sus tiempos muertos y sus énfasis líricos.

Al parecer la joven directora Chloé Zhao (Pekín, 1982) está determinada a convertir la reserva india de Pine Ridge, situada en las malas tierras de South Dakota (Estados Unidos), en la clase de geografía creativa que tuvo el condado de Yoknapatawpha para Faulkner. Salvando las distancias entre una cineasta emergente de manifiesto talento y un gigante literario de la talla del autor de Luz de agosto, lo cierto es que sus universos, códigos y hasta lenguajes comparten una suerte de impulso germinal. En ambos se diluye la frontera entre el documento y la fabulación, lo prosaico y lo poético. En ambos podemos sumergirnos en las raíces, la belleza, la demencia y las contradicciones de la "vieja, extraña América" (old, weird America).

Zhao convirtió a una familia de la comunidad Pine Ridge en la protagonista de su primer largometraje, Songs My Brothers Taught Me (2015), diseminando un prestigio crítico en su presentación en la Quincena de Realizadores de Cannes, y con The Rider regresa a la reserva de la tribu Oglala Sioux para centrar el foco en otra familia, la de Brady (apellidado Blackburn en la ficción, Jandreau en la vida real), un jinete de rodeo que se enfrenta a las consecuencias vitales del accidente que sufrió en 2016 y que le provocó una grave lesión cerebral que le impide volver a subirse a un caballo. El filme se propone reconstruir, con actores no profesionales que se interpretan a sí mismos, ese trayecto psicológico, esa búsqueda de identidad, estableciendo el punto de partida en el instante en que Brady huye del hospital con los puntos de sutura aún visibles. Es una película sobre la masculinidad, un wéstern si queremos, dirigido con una sensibilidad inusual y a su modo hipnótica.

"Si en una película hay un personaje autista, generalmente el autismo se convertirá en el gran asunto de la historia. ¿Pero por qué alguien no puede ser así, sin más, y además convertirse en uno de los héroes de la película? La historia no tiene por qué tratar la discapacidad como sufrimiento. También puede ser celebrada", dice la directora en The Village Voice, publicación tristemente desaparecida hace unas semanas. Lo muestra en el contexto de una película, la suya, donde la conciencia paternalista y compasiva hacia la discapacidad ni siquiera es un espejismo.

The rider

El accidente, al contrario de lo que hubiéramos visto en cualquier producción media de Hollywood, no necesita ser reconstruido en The Rider, ni siquiera se muestra, es algo de lo que se habla. Cuando filma la tensión de Brady, o a su hermana pequeña, con discapacidad intelectual, o cuando filma sus encuentros con el amigo de infancia Lane, otra estrella del rodeo cuya suerte ha sido mucho más cruel, la directora cierra herméticamente cualquier fuga hacia la piedad o la sensiblería. Estamos en un territorio éticamente seguro precisamente porque no filma bajo certezas adquiridas.

No es The Rider una película "basada en hechos reales", sino más bien el reflejo simultáneo de hechos reales. No es un docudrama, sino un drama que ejerce de documento y pieza poética. Ciertamente, las personas o personajes con discapacidad física o emocional (todos ellos), los misfits de este neowéstern con toda su retórica crepuscular, están ahí no porque sea una película sobre la discapacidad. De hecho, está muy lejos de serlo. "Cuando filmé a Brady trabajando en el supermercado, con el uniforme puesto, me dijo que es lo más duro que ha tenido que hacer en su vida -explica la directora-. Nunca ha estado metido en una habitación más de diez minutos. No puede aceptar la idea de que nunca más volverá a subirse a un caballo". En su epidermis, el filme nos relata ese proceso de rechazo y aceptación, náusea y encrucijada vital, bajo la presión familiar, de los amigos -"Un cowboy debe montar a pesar del dolor", le dice uno de ellos-, de un paisaje que le devora porque ya no puede atraparlo. Se siente excluido y desplazado. Lo cierto es que adquieren más importancia en el filme asuntos como la transmisión generacional, la identidad (o masculinidad) quebrada o las relaciones que establece el hombre con su entorno geográfico, su cultura y su paisaje.

Una cineasta genuina

Pareciera que la cámara adopta en ocasiones la mirada de los caballos hacia esos hombres, su punto de vista, que hasta puede llegar a ser el nuestro. Y ahí, en esos instantes, pero también en cómo la cara visible del dispositivo fílmico se hace totalmente invisible (¿registro o puesta en escena?, ¿qué estoy viendo realmente?), es donde detectamos a una genuina cineasta. "He trabajado con el mismo operador [Joshua James Richards] y nos hemos preguntado esta vez: ‘¿Cómo podemos dar paso al realismo y la autenticidad para mantener la película lo más cinemática y ficcional posible? En mi anterior película, exploramos más el tono documental, el estilo verité. Pero en esta, la cuestión es cuánto estás dispuesto a sacrificar de cada lado sin expulsar al espectador". The Rider nos embauca a pesar de sus desmayos, de sus tiempos muertos y sus énfasis líricos, cuya estrategia pasa acaso por hacerse notar para recordarnos que esto es, antes que nada, una ficción.

Hay complejidad porque hay matices. Y hay sencillez porque nada es nuevo. Lo hemos visto antes, pero no de esta manera. Encontraremos aunque sea indirectamente resonancias con el cine de Terrence Malick y también podremos sentir que habitamos una canción de Gillian Welsh o que podemos olfatear el aroma de un wéstern clásico, de un drama familiar o de un relato de superación. El espíritu fronterizo, en todos los órdenes, invocado en cada plano. Pero las conquistas de The Rider, el modo en que por ejemplo lo físico y lo mecánico se relacionan, o la integridad que supuran las imágenes, son del todo autosuficientes, se bastan a sí mismas sin necesidad de proyectarse como espejo de creaciones pretéritas o contemporáneas.

La tentación de asociar a la directora con otras voces femeninas del panorama independiente norteamericano, como con la Kelly Reichardt de Meek's Cutoff (2010) o la Debra Glanik de Winter's Bone (2010), también está ahí, pero el caso de Chloé Zhao no se vincula al discurso feminista de la primera ni a la producción de prestigio mainstream de la segunda. En su anterior filme, Zhao anticipó mucho de lo que ahora nos entrega, pero seguramente no esperábamos la calidez o el lirismo de este filme.

@carlosreviriego