Una imagen de La vida de Calabacín

La industria ya ha tomado conciencia de que el cine animado es un filón que va más allá del entretenimiento. Lo demuestra La vida de Calabacín, un filme de Claude Barras basado en la novela de Guilles Paris que competirá en los Oscar y que está a punto de ser estrenado en España.

Alcoholismo, maltrato infantil, abandono y muerte. La vida de Calabacín arranca como un perfecto drama social, con todos los elementos para un cóctel indigesto de buenismo, melodrama y explotación emocional: un niño sin padre, una madre alcohólica, y un desgraciado accidente que acaba con la madre muerta en la primera secuencia, y el hijo huérfano, ingresado en un hospicio de provincias.



La vida de Calabacín, sin embargo, juega con esos materiales como punto de partida para elaborar una parábola sobre la amistad, la esperanza, la posibilidad de maduración en colectivo, y los afectos verdaderos en tiempos del me gusta pasajero y la emoción superficial. Y lo hace al tiempo que construye un retrato indirecto y en escorzo de las zonas más oscuras de la Europa de las tensiones raciales, las injusticias sociales, la desigualdad y el drama económico. Un contra-plano animado que, en tiempos de indiferencia, subraya la vigencia de lo comunitario y los lazos afectivos como sostén frente a la inclemencia e indiferencia política.



Adaptando la novela del francés Gilles Paris, Autobiographie d'une courgette (publicada en España por Maeva), el realizador suizo Claude Barras toma el guión escrito por Céline Sciamma, directora y autora de los textos de Girlhood (2014) o Tomboy (2011) y se sirve de la animación stop-motion para crear un universo cercano al punto de vista infantil, en el que los dramas, los pequeños detalles, las experiencias del día a día se convierten en piezas que contribuyen a la formación del carácter de sus personajes. Los enormes ojos del pequeño protagonista, de nombre Ícaro pero apodado Calabacín, sirven de entrada al espectador al mundo roto de un pequeño orfanato. Allí habrá de ir tejiendo sus redes de afectos, complicidades y sustento emocional con la ayuda de Raymond, un singular policía atravesado por la soledad y el abandono que lo adopta, de forma oficiosa, como un nuevo hijo, y del resto de chavales del hospicio, cada uno con su propio drama a las espaldas. Barras dibuja el conjunto de forma esquemática pero efectiva mostrando el abandono y la desesperanza. Sin caer en lo melodramático, La vida de Calabacín dibuja una sociedad infectada por el virus de la soledad en la que es necesario construir refugios de solidaridad, afectos y apoyo mutuo como única manera para volar libres, por seguir la metáfora fácil que propone la película. Solamente a través de ese sustento colectivo, Calabacín, y con él el resto de protagonistas, conseguirá su madurez.



La vida de Calabacín, que llega a España tras una espectacular carrera por festivales de todo el mundo, compite además en la que quizás sea la única categoría sin tacha de la próxima edición de los premios Oscar: la de la Mejor Película de Animación. De los cinco largometrajes nominados, Kubo y las dos cuerdas mágicas, La tortuga roja, Zootrópolis y Vaiana, además de La vida de Calabacín, al menos cuatro están entre las mejores películas del año, y son muestras ejemplares del nivel de complejidad emocional, artística y técnica que es capaz de alcanzar el cine animado. Lo que los horteras llaman la edad adulta del cine de animación no es sino la toma de conciencia, por parte de la industria, pero también del público, de la vigencia de la animación como una de los hilos más fructíferos del cine, una corriente atravesada por la historia del experimental, la vanguardia y la innovación más allá del entretenimiento infantil.