Una imagen de La tortuga roja.

El estreno de La tortuga roja, primera coproducción del prestigioso estudio de animación japonés Ghibli con la industria europea, recuerda los estrechos y peculiares lazos que unen la tradición gráfica nipona con la de Holanda, Francia o Bélgica.

Puede sorprender a algunos que el primer largometraje firmado por el animador holandés, afincado en Londres, Michael Dudok de Wit, bien conocido por cortos como el premiado Father and Daughter o el casi experimental The Aroma of Tea, venga de la mano no solo de productoras europeas como Wild Bunch o Belvision, entre otras, sino de los históricos Estudios Ghibli niponés, creados hacia 1985 por Hayao Miyazaki e Isao Takahata, cuyo sello estilístico es hoy tan reconocible como el de Disney o Pixar, formando parte del imaginario visual de varias generaciones de espectadores, de todas las edades, amantes del cine animado. Pero lo cierto es que La tortuga roja responde perfectamente no solo al espíritu poético y emocionalmente cargado característico de la productora japonesa, destinado a un público sin edad, capaz de apreciar su sutileza, elegancia y virtuosismo técnico y artístico tanto como su filosofía humanista y esperanzada, sino que también encaja perfectamente con su tradición gráfica y pictórica. No es extraño que fuera el propio Takahata quien se interesara personalmente por Dudok de Wit tras haber visto el delicioso Father and Daughter, como resulta perfectamente natural que la tradición del cine animado (no siempre lo mismo que el anime) japonés y el manga confluyan con la línea clara típica de la bande dessinée y la animación francobelga y de los Países Bajos, en la que se inscribe el trabajo del director holandés en general y La tortuga roja en particular.



La fascinante invasión nipona

Las artes gráficas japonesas, especialmente su escuela de grabado conocida como ukiyo-e, penetraron a lo largo del siglo XIX en Europa precisamente a través de los viajeros, comerciantes y coleccionistas holandeses, casi los únicos autorizados durante mucho tiempo a mantener relaciones comerciales con el Imperio del Sol Naciente. Muy pronto, la fascinación por los contornos firmes del dibujo, los colores planos, básicos y vivos de sus xilografías y los elegantes trazos suaves de sus ilustraciones, en las que el signo gráfico -ideograma- se funde y confunde con el propio dibujo, aunando también así escritura y pintura tanto como abstracción y figura, se convirtió en una verdadera fiebre entre los artistas más atrevidos y vanguardistas occidentales, inundando el Art Nouveau de japonesismo y japanoiseries (término acuñado, precisamente, por el holandés Vincent Van Gogh).



Todos los grandes del grabado, la ilustración y el cartelismo de finales del siglo XIX y principios del XX acusaron, tanto o más que los pintores simbolistas, impresionistas y postimpresionistas -a veces todos uno y lo mismo-, esta invasión nipona, especialmente en Francia y aledaños: Toulouse-Lautrec, Alphonse Mucha, Felix Valloton, el británico Aubrey Beardsley y un largo etcétera no solo reflejaron la influencia del grabado japonés, sino que la absorbieron y convirtieron en algo propio, parte de su esencia singular. Y esa esencia pasó también de forma natural y orgánica a la historieta o, por mejor decir en este caso, a la bande dessinée, que desde sus inicios en Francia, Bélgica y los Países Bajos adoptó modos y estilemas heredados de esta tradición, que acabaría cristalizando en la conocida como "línea clara" francobelga, encabezada por Hergé y su Tintín, en la que destacan también otros como Bob de Moor, Jacques Martin, E. P. Jacobs o los holandeses Theo van den Boogaard, Joost Swarte, etcétera. En todos ellos la huella del japonismo es bien visible, mostrando una fascinación mutua entre ambos mundos que se remonta a las primeras ediciones de manga en Europa, a cargo de revistas francesas como Métal Hurlant, o a la admiración e influencias recíprocas entre artistas como Jean "Moebius" Giraud y Katsuhiro Otomo… o el mismísimo Hayao Miyazaki.



Un profundo humanismo

Estas afinidades electivas entre Japón y la Europa de línea clara no se limitan tan solo a lo técnico y artístico: también la filosofía -y la moral- a menudo implícita en la bande dessinée tintiniana y el manga juvenil nipón, así como en la mayoría de las producciones de Estudio Ghibli, comparten un mismo o parecido espíritu ingenuo, lleno de sentido de la maravilla, profundo humanismo y con una mirada comprensiva y compasiva hacia el ser humano.



En definitiva, nada más lógico que el hecho de que La tortuga roja, brillante fábula sin diálogos sobre la existencia humana, fiada tan solo al virtuosismo y la poética belleza de sus imágenes, música y ritmo, surja de la colaboración entre un artista europeo de origen holandés y el más prestigioso estudio de animación nipón, que por primera vez en su historia contrata a un artista extranjero. Todo en el relato de este náufrago que encuentra su salvación en la misteriosa presencia de una mujer-tortuga, que le ayudará no solo a sobrevivir en la naturaleza más aislada y cruel, sino a comprenderla y abrazarla, exuda ese hálito peculiar que ha hermanado siempre a la mejor animación europea con la japonesa y viceversa, más allá y más acá de tópicos.