Matt Dillon encarna al agente Burke en Wayward Pines

Las series de televisión de moda se han vuelto locas: retratan lugares a los que no se puede llegar o de donde no puedes escapar. Pequeños pueblos que bajo una apariencia de normalidad esconden secretos que te volverán loco, ciudades enteras víctimas de una conspiración donde nada es lo que parece y lo que parece debería ser imposible, lugares extraños fuera del tiempo y del espacio. Desde el fenómeno de Perdidos hasta la reciente Wayward Pines, pasando por La cúpula o True Detective, bajo el aspecto de thrillers de misterio, ciencia ficción, horror o serie negra, los más temibles y absurdos espectros kafkianos resucitan para el siglo XXI, cuestionando la naturaleza de la realidad y llevándola hasta sus límites, ofreciéndonos retratos de lugares ficticios que son, más bien, no-lugares que ponen en tela de juicio nuestra concepción del mundo y el sitio que ocupamos en él.



Llega un extraño

Un hombre despierta en las cercanías de un pequeño pueblo aparentemente encantador, el sueño americano de Norman Rockwell hecho realidad. Familias perfectas con niños perfectos, grillos alegrando la noche, la cafetería de carretera y su amable camarera, la pequeña comisaría y su sheriff servicial, los amables vecinos siempre bien dispuestos... El problema es que el hombre, un agente federal llamado Ethan Burke, se encuentra desorientado y sin documentación. Ha sufrido un accidente inexplicable y nadie parece querer ni poder ayudarle a ponerse en contacto con el exterior. Ha venido a descubrir qué les ocurrió allí a dos agentes que llegaron antes, desapareciendo sin dejar huella, pero es dudoso que consiga averiguar algo antes de correr su misma suerte. Así comienza Wayward Pines, serie cuyo piloto dirige el mismísimo M. Night Shyamalan, profesional de la fantasía paranoica, basada en las novelas de Blake Crouch que publica en nuestro país la editorial Destino.



Los más temibles y absurdos espectros kafkianos resucitan para el siglo XXI en las nuevas series televisivas

La situación del protagonista no nos es del todo ajena: no solo hemos visto historias parecidas, quizá incluso nos hemos sentido como él en más de una ocasión. En alguna fiesta a la que fuimos invitados -o no- a última hora. En algún pueblo donde tuvimos que hacer parada en medio del viaje para tomar café, y ni siquiera aparece en el mapa. En una gasolinera en medio de la nada, junto a un polvoriento desvío de la autopista… Allí, durante un instante, quizá un buen rato, tuvimos la sensación de no ser bien recibidos. A pesar de las sonrisas, de encontrar lo que buscábamos, algo no iba del todo bien. Algo no encajaba. Sentimos una suerte de amenaza, una atmósfera enrarecida. Así que nos fuimos cuanto antes, intentando llamar poco la atención. Pero el agente Burke lo tiene mucho peor: cuando trata de comunicarse por teléfono la línea no conduce a ninguna parte; el amable sheriff deja de serlo y le propina una paliza acusándole de un crimen; en el hospital donde le atienden escucha como los médicos conspiran para operarle y, finalmente, cuando intenta salir del pueblo en coche descubre que la autopista... ¡no lleva a ninguna parte! Gira sobre sí misma, conduciéndole de nuevo al ominoso cartel de bienvenida a Wayward Pines, un paraíso convertido infierno.



Blake Crouch admite que parte de su inspiración procede de cuando vio con doce años la mítica serie Twin Peaks, de David Lynch. Pero aunque hay un aire de familia entre ambos pueblos y sus excéntricos habitantes, así como en su atmósfera amenazadora, nos viene más bien a la memoria la arquetípica y seminal El prisionero, serie británica emitida entre 1967 y 1968, protagonizada y co-creada por el actor Patrick McGoohan, objeto de un reciente y fallido remake. En ella, otro agente del gobierno, que ha decidido abandonar el servicio, es abducido, despertando en un entorno no menos idílico en apariencia, pero netamente british: The Village, donde son recluidos aquellos espías que han sido retirados de la acción. Un pueblo costero con rígidas normas, que funciona como una distopía entre Orwell, Huxley y Kafka, y del que capítulo tras capítulo, McGoohan intenta escapar sin conseguirlo nunca hasta la apoteosis de un precipitado final, debido a la cancelación prematura de la serie. Fenómeno incomprendido en su día, El prisionero ha nutrido la imaginación de varias generaciones de creadores televisivos con su iconografía surrealista y pop, su angustioso clima paranoico y sus juegos psicológicos con el espectador. Wayward Pines, como también Twin Peaks, son descendientes directos de The Village y sus siniestros moradores.



No hay salida

Por definición, un lugar es un sitio al que se puede llegar y, sobre todo y ante todo, del que se puede salir en cualquier momento, cuando así lo deseamos. Por tanto, ciudades como Wayward Pines o The Village son no-lugares. Sitios donde a veces es fácil entrar, como en la vida, pero de los que no podemos salir, salvo, quizá, con los pies por delante. Como en la vida. En un inspirado momento de la novela de Wayward Pines, el inicuo sheriff Pope coge un objeto de la mesa de su escritorio: "…una bola de nieve con la base dorada.
Fenómeno incomprendido en su día, El prisionero ha nutrido la imaginación de varias generaciones de creadores
Comenzó a pasarse la bola de una mano a otra, y los edificios de miniatura que había dentro de la cúpula de cristal se vieron sacudidos por un torbellino de nieve". Es, sin duda, la misma bola que cerraba los créditos de Mi novia es un zombi -absurdo título español de Della Morte Dell Amore (1994) de Michele Soavi, según novela de Tiziano Sclavi-, donde su protagonista, al intentar abandonar el pueblo italiano en el que trabaja como enterrador "para impedir que los muertos salgan de sus tumbas", se encuentra con que la autopista está cortada al borde un abismo, imposible de sortear: no hay salida de la bola agitada por una mano invisible.



Chester´s Mills es el no-lugar de La cúpula

Son también manos invisibles las que han puesto la ciudad de Chester´s Mills bajo una cúpula intangible, convirtiéndola, precisamente, en una especie de bola de cristal completamente aislada, impenetrable para el exterior y de la que nadie puede escapar, a riesgo de morir a causa de una energía desconocida pero implacable, en la serie La cúpula, producida por Spielberg y basada en novela de Stephen King. Los pueblos de Maine típicos de King, de los que se apodera siempre un Mal que saca a la luz los peores y, a veces, también los mejores aspectos de sus habitantes, nunca habían sido mostrados tan descaradamente como metáfora del universo inexplicable en que vivimos, atrapados por el miedo no tanto a lo desconocido como a lo incognoscible. Lo que nunca podremos conocer ni comprender.



Es la misma angustia de los personajes de Perdidos, sobredimensionado hito de la narrativa catódica reciente, odisea del no-lugar por excelencia, donde los supervivientes de un accidente aéreo se encuentran en una isla desconocida, a merced de misterios y terrores que no son sino los de sus propias mentes y pasados. Según su creador, J. J. Abrams, parte de su inspiración surgió de la novela de Bioy Casares La invención de Morel, que, como es bien sabido, sirvió también de referente para la gran obra cinematográfica del no-lugar: El año pasado en Marienbad (1961), de Resnais, con guión de Robbe-Grillet, espectral poema onírico sobre la imposibilidad de escapar, donde una y otra vez repetimos las mismas acciones, convertidos en fantasmas sin conciencia de nuestra propia existencia anterior, en un ciclo quizá infinito, quizá no. Siempre en Marienbad, no-lugar de jardines geométricos y pasillos barrocos interminables digno de Magritte o Delvaux…



Fuera del tiempo

En un episodio de la primera temporada de True Detective, la serie de Nic Pizzolatto que mezcla novela negra y horror cósmico a partes desiguales, el detective nihilista que interpreta Matthew McConaughey expone la hipótesis de la estructura circular del Tiempo, que parece conciliar las ideas nietzscheanas del Eterno Retorno con la física especulativa contemporánea. Percibimos un tiempo lineal por nuestra situación dentro de un universo tetradimensional, pero si pudiéramos salir de él, quizá descubriéramos que el tiempo es un círculo, finito pero interminable: todo ha ocurrido ya y volverá a ocurrir una y otra y otra vez. Pero nosotros, simples unidades de conciencia que vivimos en él, no tenemos memoria de nuestras existencias anteriores, e incluso sospecharlo o saberlo no alteraría nada. No podemos abandonar el círculo. No podemos salir de Wayward Pines, de The Village, de Chester´s Mills o la isla de Perdidos, como los muñecos dentro de una bola de cristal tampoco pueden… salvo que alguien la rompa en pedazos.



True Detective mezcla novela negra y horror cósmico

Finales... ¿felices?

Como bien saben sus seguidores, el problema de estas series de misterio es, precisamente, cuando se desvela el misterio. Mientras vivimos en la paranoica inestabilidad de un no-lugar donde nada es lo que parece, realidad y verdad se nos escapan por entre los dedos y cualquier cosa es posible, las historias funcionan implacablemente gracias a su atmósfera de absurdo, humor negro y carga de profundidad que cuestiona la capacidad del ser humano para aprehender el mundo y su papel -si alguno tiene- en este. Pero desde el momento exacto en que los protagonistas de Perdidos, Wayward Pines, La cúpula o True Detective descubren qué y por qué está pasando, la eficacia narrativa y la tensión se desinflan considerablemente, para nuestra decepción. Dependían de la naturaleza desconocida del no-lugar, que al explicarse (alienígenas, cielo, infierno, futuro distópico, secta satánica…) desaparece, devolviéndonos a la seguridad de la existencia cotidiana, como si solo se hubiera interrumpido momentáneamente y, solucionado el enigma, todo volviera a la normalidad, con nosotros al frente (como si alguna vez lo hubiéramos estado).



Nosotros, simples unidades de conciencia, no podemos abandonar el círculo. No podemos salir de Wayward Pines

Por eso, series más arriesgadas que como El prisionero, Twin Peaks o la menos conocida Los chicos de Stone, dejan abiertas puertas a lo inexplicable e inexplicado, con su negativa a tranquilizarnos, presentan un desafío más consistente y sofisticado, constituyéndose en verdaderos cuestionamientos de la realidad y nuestra relación con ella, más allá del mero espectáculo. Los ejemplos en que el protagonista de alguna de estas odiseas paranoicas consiguen escapar a los límites de su bola de nieve de cristal sin romperla -o rompiéndola en su beneficio-, filmes como Dark City, El Show de Truman o El bosque, dejan siempre una molesta sensación de engaño o tomadura de pelo. Pero incluso en estos casos, o en el insatisfactorio final de Perdidos, permanece la verdad subyacente: no hay final feliz. Nadie puede escapar del no-lugar. En palabras del profesor Barry Vacker, hablando de Perdidos: "…recorremos una cinta de Moebius: el reverso del poder atómico es la destrucción total, el reverso de los telescopios electrónicos es descubrir que nuestro lugar en el Universo no es un "lugar", porque no hay referencias en el movimiento perpetuo que tiene lugar en medio del vasto vacío interestelar".



Algo que ya Franz Kafka, en el albor de la modernidad, había intuido en obras maestras del absurdo como El castillo, El proceso o La metamorfosis, cuyo modelo siguen, consciente o inconscientemente, todas estas series que irónicamente invaden hoy el no-lugar por excelencia: la pantalla de televisión. A la que nunca podrán escapar, y donde se repiten eternamente, una y otra vez, para nuestro placer y desesperación.