Magical Girl

La apuesta del 62 Festival de San Sebastián por el cine español, con cuatro películas a competicion -Magical Girl (Vermut), La isla mínima (Rodríguez), Autómata (Ibañez) y Loreak (Garaño y Goenaga)-, es mayor que otros años dada la gran cosecha recolectada, y que va de la ciencia-ficción al cine de autor, del costumbrismo al thriller.

El esperado, inquietante y brutal segundo largometraje de Carlos Vermut (Diamond Flash) es ese tipo de filmes cuya convincente singularidad en el paisaje del cine español (no es comparable a nada que hayamos visto antes) justifican un festival como el donostiarra. Magical Girl habita en los intersticios entre el drama y la comedia, entre el thriller noir (de Tarantino a Melville) y el cine de autor más radical (de Bresson a Jarmusch), y su extroardinario, preciso guión, de arquitectura extraña, solo es comparable a la inteligencia con la que Vermut construye un tono y una atmósfera extremadamente turbios (donde el humor macabro, el melodrama, el costumbrismo social y la serie negra son indisociables) alejado de clichés, en el que el arte de la manipulación de los personajes se refleja en el modo en que Vermut juega con las ideas preconcebidas del cine de género. "Para mí es fundamental mantener alerta al espectador, romper sus expectativas -explica Vermut-. El cine se reduce a dos horas de relato, y su esencia es mucho más sencilla de lo que pensamos. Yo construyo las historias desde el final, y partir de ahí voy atando los cabos".



Hay en Magical Girl la necesidad de hablar de una España en decadencia". Vermut

Con Luis Bermejo, Bárbara Lennie y José Sacristán (en un papel memorable) al frente de historias que se cruzan y se enredan hasta acumular una tensión insoportable, Magical Girl encuentra su rosebud en la crueldad infantil como verdadera semilla del mal, catalizador de terrores arcanos en los que las "buenas intenciones" de un padre en paro que necesita dinero para complacer a su hija con leucemia conducen a una cadena de chantajes y a una expresión de la violencia incontrolables. "Hay además en la película -explica Vermut- una necesidad de hablar de una España en decadencia, que se refleja en la miseria moral de los personajes, en su apego a un mundo material que ha desaparecido delante de nuestros ojos". Determinado a generar traumas entre los espectadores, Vermut confirma con su segunda película que todas las promesas de talento de su ópera prima no eran meras burbujas de entusiasmo. Magical Girl, con sus formas minimalistas y su dramaturgia sin subtramas, no representa solo un paso de gigante en la carrera del joven director madrileño, sino un verdadero hito en los caminos del cine español más audaz y entregado a las subversiones cinematográficas.



Alberto Rodríguez junto a Javier Gutiérrez en el rodaje de La isla mínima

Mucho más "respetuosa" con los tropos del género es el thriller criminal La isla mínima, el regreso del sevillano Alberto Rodríguez tras la brillante Grupo 7. De hecho, esta detallada investigación de la desaparición de dos chicas en las marismas del Guadalquivir en los primeros años de democracia se ofrece prácticamente como un díptico con su anterior filme de la historia reciente de España -antes viajó a los meses previos de la Expo'92, ahora a 1980-, devolviendo así al género policíaco su capacidad para pensar el presente. "Entonces había una crisis galopante, el país estaba muy dividido territorialmente, había una tensión social extraordinaria, mucho miedo al futuro, y todo eso de algún modo se hacía eco con nuestros tiempos", explica Rodríguez, quien en todo caso quiere alejarse todo lo posible de las resonancias que pueda despertar la película con el caso de Marta del Castillo y, también, con la exitosa serie True Detective, con la que guarda no pocos paralelismos, si bien ambos trabajos se desarrollaron en paralelo.



Para mí era importante capturar la atmósfera que oprime a los detectives". Rodríguez


El cine de David Fincher, la literatura de Roberto Bolaño y sobre todo el trabajo fotográfico de Atin Aya (obra que merece ser descubierta) anidan en el germen de La isla mínima, título tan enigmático como sugerente, cargado de lecturas simbólicas. "Queríamos básicamente contar un ‘quién lo hizo' con rigor y suspense, y todo lo que se añada a partir de ahí es labor del espectador. Hemos dejado huecos que hay que rellenar", asegura. El valor de la ficción, co-escrita con Rafael Cobos, depende tanto de su desarrollo dramático como de la impecable puesta en escena y la casi violenta dirección de los actores, unos extraordinarios Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez en la piel de dos detectives de homicidios, de generaciones, personalidades y métodos muy distintos, enviados desde Madrid para investigar la desaparición de dos chicas durante las fiestas de un pueblo sevillano. "Los investigadores entran en un laberinto psicológico que enturbia su trabajo y la resolución del crimen, porque para mí era tan importante explicar cabalmente los pasos de la investigación como capturar la atmósfera que les oprime". En la espiral de los crímenes salen a relucir el narcotráfico, los jueces, los familiares de las víctimas, la pobreza, la incultura, el machismo, la violencia, la presión policial y periodística, las huelgas de jornaleros y la imposible distinción entre héroes y villanos.



Antonio Banderas, protagonista y productor de Autómata

En su aproximación al género de ciencia-ficción, Gabe Ibáñez (Madrid, 1971) reivindica las hechuras clásicas y el mundo de la robótica de Isaac Asimov, basándose sobre todo en "la idea filosófica de la singularidad tecnológica", es decir, el momento en que se produce el salto evolutivo hacia la inteligencia artificial. "El germen es una noticia que leo según la cual las impresoras en 3D ya son capaces de imprimir impresoras en 3D, lo que no deja de resultar inquietante y sugiere toda una serie de fábulas futuristas", explica el director de Autómata. Coproducción hispano-búlgara, rodada en inglés y con Antonio Banderas delante y detrás de la pantalla (como productor), explica Ibáñez que con su segundo largometraje quiere "alejarse de la ciencia-ficción que se hace ahora más relacionada con el cine de aventuras y el fantástico", para reivindicar "el espíritu clásico del género, películas como Atmósfera Cero o Amenaza Andrómeda, que trataban ideas filosóficas con seriedad". Las huellas estéticas y argumentales de Blade Runner se hacen evidentes en la primera parte del filme, sesgado en dos tramos: el film noir de la ciudad da paso al western del desierto.



Quería alejarme del espíritu clásico del género, que trata ideas filosóficas con seriedad". Ibáñez

Ibáñez imagina la decadencia del planeta Tierra en un futuro próximo, cuando un agente de seguros (Banderas), a punto de ser padre, investiga una serie de casos que involucran a robots que han transgredido los protocolos de seguridad. Director de Hierro (2009), y especialista de efectos visuales -"Autómata tiene como mil planos de postproducción, pero lo destacable es que los robots son físicos, no se han trabajado en 3D o con ordenador"-, Ibáñez coloca en primer plano los destinos del hombre en un mundo dominado por la tecnología que ha cruzado el colapso medioambiental: "En el fondo, en la ciencia-ficción el tema principal es el hombre, utilices viajes en el tiempo o la conquista del espacio. Autómata es una película de seres humanos enfrentados a un paso clave en la cadena evolutivo. Es la historia de cómo la inteligencia artificial deja atrás al hombre".



La apuesta vasca

Jon Garaño y Jose Mari Goenaga durante el rodaje de Loreak

Aunque en 1989 compitió en el festival Días de humo, de Antonio Eceiza, cuyo protagonismo del mexicano Pedro Armendáriz Jr. obligó a doblar al actor, acaso la mayor sorpresa de las películas a concurso es que, por primera vez en la historia del certamen donostiarra, un filme rodado íntegramente en euskera ha recibido el espaldarazo del festival y competirá en la Sección Oficial. Pero más allá de su circunstancia cultural y lingüística, la inclusión se antoja muy justificada. Se trata de Loreak (Flores), un magnífico drama familiar cargado de secretos, de historias cruzadas y significativos saltos en el tiempo, que va adquiriendo un peso dramático insospechado y, sobre todo, un potente sentido simbólico a medida que desenreda su trama y los personajes revelan sus secretos. Sus autores, Jon Garaño y José Mari Goenaga, parten de un relato íntimo en torno al duelo y el amor en el que se cruzan tres mujeres solitarias para hacer algo tan difícil como generar suspense a partir de las relaciones cotidianas (sobre todo de una suegra, magnífica Itziar Aizpuru, y su yerna), dosificando el tiempo del relato con gran eficacia y estilando una puesta en escena muy expresiva.



Lo que acontece en clave íntima también se puede reflejar en clave colectiva". Garaño y Goenaga


"El germen es la imagen de unas flores en la carretera, que encierra la promesa de una tragedia, y que nos propuso un misterio a partir del cual construir un melodrama con el que queríamos trabajar el suspense y mantener al espectador en vilo", sostiene Garaño. A partir de un referente tan esencial como El Decálogo de Krzysztof Kiesklowski, en la historia de Loreak los personajes se definen a partir de los espacios que ocupan, y van aflorando en sus vidas, golpeadas por el drama y la soledad, toda una serie de significados en torno al duelo, la memoria, la muerte y el perdón que revelan una fina lucidez metafórica respecto a la situación actual en el País Vasco. "Empezamos a escribir antes de la tregua y la pacificación, aunque el desarrollo de la película se ha producido en los últimos tres años -explica Goenaga-. Era importante constatar que lo que acontece en clave íntima, también se refleja en clave colectiva, en las emociones de un país. Si algunos están dispuestos a olvidar a los muertos, otros no, y si hay quienes quieren reconstruir lo ocurrido, otros no tanto".