Una imagen de Stella Cadente de Luis Miñarro.

Hay quien opina que los productores son también cineastas. Muchas veces, los productores son el ingrediente desconocido en la autoría de una película, aquellos que manipulan, cambian, mejoran y reescriben los proyectos sin que nadie se entere. Pocos productores mantienen una coherencia estilística parecida a la de Luis Miñarro, quien ha conseguido que las películas de su productora Eddie Saeta ocupen en el imaginario de los cinéfilos un lugar muy claro. La gente sabe que sus películas nos propondrán ejercicios de riesgo y experimentación, algunas veces más logrados que otros pero siempre apasionantes, siempre fundamentales para una cinematografía como la nuestra.



Miñarro debuta como director siendo un veterano y su primera película, Stella Cadente, no decepcionará a quienes busquen en el cine emociones fuertes. Narra, de forma más o menos libre ya que al parecer se dispone de poca información contrastada sobre la época, el breve reinado del italiano Amadeo de Saboya, quien fue soberano de España entre 1870 y 1873 con poca fortuna. La película cuenta el hastío de un rey encerrado en palacio cuyas ansias renovadoras se topan una y otra vez con unos poderes establecidos (la iglesia y la nobleza) que prefieren la miseria del país a renunciar a sus privilegios. Amadeo vive en nuestro país casi de forma clandestina, atemorizado por un atentado y manipulado por un establishment que solo lo necesita como pelele.



No es difícil ver en Stella Cadente una sangrante metáfora (casi una parodia) sobre la situación actual de una España en crisis en la que una casta privilegiada mantiene sus prebendas mientras la masa de la población se hunde en la miseria y la desesperanza. Alex Bendremühl es un gran actor y logra expresar con inteligencia la mezcla de desilusión y desconcierto de un monarca que se siente estafado por las circunstancias. En ese palacio aislado del mundo, Miñarro construye una especie de fantasía erótica partiendo del acreditado voyeurismo de Saboya que sirve como reflejo de la decadencia de un poder sin poder asediado y devastado por un país enfermo. Es una película "rara" en el buen sentido a la que cabe reprochar ese mezcla constante entre catalán y castellano sin ton ni son que le da un plus de rareza innecesario.



Valeria Bruni-Tedeschi no tiene la culpa de tener uno de los apellidos más famosos del mundo y haber sido cuñada del rutilante Sarkozy. Es una conocida actriz que ha trabajado con directores como Ozon, Chereau o Claire Denis y tiene una tímida pero apasionante trayectoria como cineasta que culmina con la espléndida Un castillo en Italia que llega a los cines la semana que viene. En clave autobiográfica, Bruni interpreta a una actriz cuarentona en crisis hija de una familia millonaria de rancio abolengo que asiste al mismo tiempo al deterioro de su hermano enfermo de sida y del patrimonio familiar. Bruni insufla a su película de emocionante y verdadera vitalidad construyendo un personaje, ella misma o no, vulnerable y conmovedor con cuyos miedos y debilidades nos identificamos. De apariencia ligera, en Un castillo en Italia hay mejor cine del que quizá parece.



El veterano francés Philip Garrel atesora una de las filmografías más bellas del cine francés y La jalousie, su última película, es una joya. Interpretada por su propio hijo Louis, retrata a una pareja de actores que atraviesan problemas económicos. Un apartamento pequeño y sin luz es el espacio en el que habitan casi encerrados estos dos personajes que se aman pero no se comprenden. La jalousie, que quizá sería mejor La pobreza, cuenta algo tan terrible cómo la profundidad del amor al enfrentar a esa mujer sin trabajo al drama de amar a un hombre pero no poder soportar unas condiciones de vida para las que no se siente preparada. Un giro final excesivamente melodramático desvirtúa un tanto el sentido de una película muy bien rodada en blanco y negro que refleja con inteligencia ese momento de desconexión de una pareja que ya no se puede seguir amando.



Había cierto morbo por comprobar qué ha hecho Justtin Malle con Jeneusse, retrato del último mes que pasó con su padre, el célebre director Louis Malle cuando le fue diagnosticada una enfermedad terminal. Los hechos se remontan a mediados de los años 90 con lo cual Justin se ha tomado su tiempo para construir una película obviamente muy personal en la que la confusión de la primera juventud y los primeros amores frustrados se solapa con la tragedia de la inminente muerte de un padre carismático y fuerte que es también el reflejo de una época marcada por la politización de los artistas y la importancia del cine. Hay destellos de verdad en un filme que ofrece un retrato demasiado simple de un cineasta acosado por su fama y casi se diría por su tiempo y que nunca logra cuajar del todo dándole un aire demasiado parecido al de un ejercicio de escuela.



La sorpresa se llama Exhibition y la firma Johanna Hogg. La realizadora británica realiza una devastadora y muy inteligente radiografía de un matrimonio en una película que convierte una casa modernísima en un lugar que irradia ternura y distancia, realizando toda una metáfora sobre la relación que tenemos con los objetos ultramodernos que nos rodean. La película está protagonizada por una pareja de artistas que parecen amarse y necesitarse pero han llegado a un nivel de rutina y practicidad en sus costumbres que los lleva a comunicarse por el interfono y mantener esporádicos encuentros que parecen surgir más de la necesidad de saciar una dosis de ternura que de algo remotamente parecido a la pasión. Ingeniosa descripción de las costumbres burguesas y de los placeres y miserias del buen gusto, Hogg saca un partido increíble de las posibilidades expresivas de la casa y ofrece conclusiones perturbadoras y profundamente humanas sobre nuestro apego a las cosas.