Tardó poco más de dos años en decidir que su carrera cinematográfica en Hollywood sólo iba a estar en sus propias manos, y pronto su nombre se convirtió en un reclamo indiscutible para la taquilla. Burton (Burt) Lancaster nació un 2 de noviembre de 1913 en el seno de una familia de origen irlandés, y comenzó su andadura como acróbata en un circo por el que abandonó la universidad. Su talento para el espectáculo entretuvo a las tropas estadounidenses durante la II Guerra Mundial en una Italia destrozada, donde Lancaster aprovechaba edificios bombardeados para hacerse con trajes y materiales que levantaran la moral a los soldados. "Su entrenamiento como acróbata le dio la disciplina necesaria para mantener su cuerpo en forma. Dios le dio lo demás", dijo de él John Frankenheimer, director de cinco de sus películas, entre ellas El hombre de Alcatraz y Siete días de mayo.



Tras la guerra, resolvió probar suerte como actor, y debutó en Broadway con la obra El sonido de la caza. Apenas se celebraron doce representaciones, pero para entonces el agente de Hollywood Harold Hecht ya le había fichado. Hecht le consiguió su primer papel en la gran pantalla: Ole Anderson "el sueco", en Forajidos, acompañando a la todavía desconocida Ava Gardner. El filme, dirigido por Robert Siodmak, fue un trampolín para que a Lancaster le llovieran ofertas para interpretar a tipos duros. En Fuerza bruta, Al volver a la vida y Voces de muerte, el actor se dio a conocer con un registro en el que se hubiera podido encasillar cómodamente. Su aspecto atlético y su gran forma física le permitían trabajar sin dobles, y él mismo se prestaba parar rodar las escenas peligrosas, a veces perfectas en una única toma.



Su primera nominación al Oscar le llegó con De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann, en la que aunaba una vulnerabilidad y un innato atractivo sexual capaces de enamorar a Deborah Kerr. Su presencia en la pantalla maduró a partir de esta interpretación, y le dio el coraje necesario para embarcarse en proyectos valientes de éxito no garantizado, como El hombre de Kentucky, dirigida por él mismo y financiada con su propia productora, que fundó a medias con Hecht. Si bien la película fue un fracaso, ese mismo año obtuvo la satisfacción de ver cómo el premio a la Mejor Película recaía en Marty, uno de los filmes de Hecht-Lancaster Productions y protagonizado por el eterno secundario Ernest Borgnine. Marty costó apenas 340.000 dólares, pero generó 3 millones de dólares de beneficios y fue la primera película estadounidense en ganar la Palma de Oro en Cannes. En una ocasión, cuando un periodista le preguntó por su criterio a la hora de elegir películas arriesgadas, Lancaster contestó: "Si hubiera tenido miedo de probar suerte, aún sería ese chiquillo gamberro que vivía en Harlem durante la Gran Depresión".



Sus interpretaciones maduraron notablemente con el tiempo, sobre todo tras el espaldarazo que supuso su nominación al Oscar. En Los que no perdonan, de John Huston, se embarcó en un singular western que dejaba al descubierto el racismo que aún sufrían los nativos americanos. El fuego y la palabra, dirigida por Richard Brooks, le valió su único Oscar, por su papel de un inmoral predicador evangelista. En Vencedores o vencidos dio vida a un juez alemán acusado en los Juicios de Nurenberg. Y en El gatopardo

interpretó magistralmente al Príncipe de Salina a las órdenes de Luchino Visconti. Su última nominación a Mejor Actor le llegó con Atlantic City, de Louis Malle.



Al final de su vida abogó activamente por las libertades civiles a través de varias organizaciones, y se implicó en campañas que pedían ayuda para víctimas de SIDA. Además, fue un firme defensor de los derechos de los homosexuales y muy crítico con la Guerra de Vietnam. En 1990 sufrió un infarto que le obligó a retirarse, y los problemas de salud se fueron sucediendo hasta dejarle casi paralítico. El 21 de octubre de 1994 falleció en su casa, de un ataque al corazón, poco antes de cumplir 81 años.