Image: La lección de un Brexit matemático

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

La lección de un Brexit matemático

19 mayo, 2017 02:00

Los efectos del Brexit también han llegado a la ciencia. Sánchez Ron repasa algunos episodios de la ciencia británica en los que el aislamiento y la falta de conexión con el continente han resultado negativos. Y para ello cita los casos puntuales protagonizados por Newton y Leibniz.

Mucho se ha hablado y hablará del Brexit británico. Los juicios al respecto son muy diversos; dependen, por supuesto, de cuál sea la parte que argumente, británicos o europeos, pero también de qué apartado se considere, si es el económico, el cultural, el laboral o el que concierne a la inmigración. También ha sido objeto de discusión cómo puede afectar el Brexit a la ciencia británica. Poco después del resultado del referéndum del 26 de junio de 2016, la Royal Society, la agrupación científica más antigua y prestigiosa del Reino Unido (fue fundada en 1660), emitió un comunicado en el que pedía al Gobierno que mantuviese "la competitividad del Reino Unido como una nación líder en ciencia, asegurándose que continuara tan estrechamente relacionada como sea posible con los programas de investigación, redes y facilidades de la Unión Europea". En un discurso que pronunció el 17 de enero del presente año, la Primera Ministra, Theresa May, esbozaba los 12 principales objetivos británicos en la futura negociación con la Unión Europea. Uno era mantener "el liderazgo británico en ciencia e innovación", dejando claro al mismo tiempo que "el Reino Unido necesitará continuar atrayendo a los mejores y más brillantes talentos". Más específicamente, manifestó que pretendía que "continuase la colaboración con nuestros socios europeos en la mejor ciencia e iniciativas de investigación y tecnología; por ejemplo, en exploración espacial, energía limpia y tecnologías médicas".

Independientmende de lo que a algunos nos parezcan semejantes pretensiones -"Sólo quiero lo que me interesa, lo demás, quedáoslo"-, lo cierto es que, dado el innegable poderío científico-tecnológico británico, una futura relación bilateral en ciencia-tecnología entre el Reino Unido y la Unión Europea tendrá beneficios para ambas partes, aunque los "europeos" -y muy especialmente los españoles, especialistas desde hace tiempo en enviar talentos fuera de nuestras fronteras- deberíamos tener cuidado de que no se cumpla el deseo de la Primera Ministra de atraer a los mejores y más brillantes talentos científicos. En cualquier caso, no hay que olvidar que en la ciencia las fronteras son muy difíciles de establecer: si puede, el científico suele elegir trabajar en el entorno y condiciones que favorezcan sus investigaciones, situación que normalmente coincide con buenos salarios. Al hilo de esta situación quiero referirme ahora a un episodio histórico que mantuvo estancada y atrasada a la matemática británica durante prácticamente dos siglos, episodio del que puede extraerse alguna lección, no tanto para la ciencia, inevitablemente internacional, como para otros ámbitos. En su inmortal libro de 1687, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), Isaac Newton (inglés), una de las grandes glorias de toda la historia de la ciencia, estableció leyes para el movimiento de los cuerpos y para la fuerza gravitacional que todavía seguimos utilizando, aunque ya restringidas a velocidades y campos gravitacionales no muy intensos (en los demás casos se utiliza la relatividad especial y la general, desarrolladas por Albert Einstein en 1905 y 1915). No es de extrañar que Newton titulase la tercera parte de su libro, "Sistema del mundo", pues con los Principia inauguró una nueva era en la ciencia, una era de poder explicativo y de racionalidad. En aquella obra Newton utilizó una herramienta matemática que él mismo desarrolló: la versión del cálculo infinitesimal (el mundo de las derivadas), que denominó "cálculo de fluxiones" (de flujo, lo que, como el movimiento, "fluye"). Aunque no hubiera producido más que ese cálculo, su nombre nunca desaparecería de los anales históricos: en mi opinión, el cálculo diferencial, y su hermano el integral, constituyen los dos sistemas analíticos más poderosos inventados en toda la historia de la humanidad. Sucede que de forma más o menos paralela a Newton, en el "continente" el alemán Gottfried Leibniz inventó otra versión de ese cálculo, una versión que, básicamente, es la misma que se continúa utilizando en la actualidad (todavía se discute quién fue el primero en producirla, discusión que ellos iniciaron de manera ignominiosa). El punto importante es que la versión de Leibniz era más adecuada para ser perfeccionada y desarrollada, mientras que la de Newton estaba demasiado apegada a su concreción física y manifestación geométrica. Pero el prestigio que Sir Isaac alcanzó en el Reino Unido, el dios en que se convirtió, hizo que generaciones y generaciones de estudiantes se viesen obligados a centrar su educación científica en los Principia, tal y como Newton lo había escrito.

Esto fue así especialmente en Cambridge, la universidad británica más prestigiosa en ciencia, donde el examen más apreciado, el denominado Tripos, establecido en 1730, se basaba en preguntas y problemas que había que responder siguiendo el mismo estilo y técnicas que utilizó Newton. Se trataba, además, de un tipo de examen en el que se establecía un orden según las notas obtenidas; el que lograba la calificación más alta recibía el título de Senior Wrangler, el segundo Second Wrangler, etc. Y conseguir uno de los primeros puestos, casi aseguraba la carrera y la vida. Entre dos y tres años dedicaban los candidatos a preparar, en condiciones muy exigentes, aquel examen. La consecuencia fue que, salvo alguna excepción, la matemática británica se hizo irrelevante frente a la "continental", que siguió la senda desbrozada por Leibniz. Bertrand Russell, que fue Seventh Wrangler en el Tripos de 1893, escribió que preparar el examen "me condujo a pensar que la matemática no era sino una serie de habilidosos regates e ingeniosos métodos parecidos a los empleados para resolver un rompecabezas", y que pensó en abandonar la matemática (de hecho, vendió todos sus libros de esa materia). Y así continuó hasta 1910, cuando el Tripos fue abolido, gracias sobre todo a los esfuerzos de unos pocos jóvenes (Whewell y Hardy entre ellos), que sí conocían la matemática europea. Los dirigentes universitarios y, en general, la cultura británica ensimismada en honrar la memoria y métodos de su gran científico, que miraba con desdén a aquello que procedía del otro lado del Canal de la Mancha, no se daban cuenta de que el pasado es bueno para aprender y, si es posible, enorgullecerse de él, pero que el tiempo trae consigo nuevas situaciones: "el pasado es un país extraño", como escribió L. P. Hartley en su novela de 1953, The Go-Between. Los científicos británicos actuales saben muy bien que esto es así. Su ciencia acaso sufrirá con el Brexit, pero no su idea de lo que es el arte al que se dedican. Lamentablemente, el Brexit político que se produjo el año pasado muestra que todavía hay muchos británicos que piensan que su país, al que tanto debe la cultura y, en general, el conocimiento universal, puede vivir en "sus tradiciones", mirando de reojo lo que sucede al otro lado de lo que ellos denominan British Channel. Moralmente -en la medida en que uno de sus argumentos se basa en el rechazo, sospecha y falta de solidaridad con "los otros"- el Brexit es indigno de la nación en la que nacieron Shakespeare, Darwin, Dickens o Lister; culturalmente, es una manifestación de desconocimiento del siglo en el que se vive; y en lo político, seguramente una torpeza.