Indudablemente, la ciencia avanza a marchas forzadas; cada semana se nos desvela un mundo nuevo de conocimiento en torno al SARS-CoV-2 (SARS-2) con miles y miles de artículos –muchos de ellos, que todo hay que decirlo, de dudosa calidad–, algo impensable en otra época, con otras pandemias como la gripe de 2009 o el mismísimo VIH. En una vorágine de información, contrastada o no, frenética como la que estamos viviendo, también se está batiendo un récord en la cantidad de información que queda refutada, falsada, corregida, y no solamente en el ámbito del conocimiento molecular o celular, sino también en el clínico. Al fin y al cabo, como ya he dicho en otras muchas ocasiones, es lo que distingue a la ciencia de las pseudocosas. A modo de ejemplos, hemos corregido a la baja el posible porcentaje de transmisores asintomáticos, la capacidad del virus para modular la respuesta inmune innata –en particular, su modulación de la inducción del interferón–, el efecto del virus sobre la hemoglobina, la supuesta eficacia del famoso antiviral Remdesivir y, recientemente, la conveniencia o no del uso masivo de la hidroxicloroquina en pacientes con clínica grave. Por cierto, de nuevo patética la escenita de Trump afirmando tomar este fármaco casi con y por placer…

Y dentro de esa pléyade de nuevos estudios y conceptos en torno a la pandemia, y cuando ya nos empieza a resultar familiar el factor R0 –índice reproductivo básico o, en palabras llanas, la media de infectados secundarios que se producen desde un infectado primario– un nuevo artículo aparecido en Science nos presenta una nueva variable, el nuevo factor de dispersión, "K", que, junto al R, describiría cómo –y no solo cuánto– se expande un patógeno en la población; concretamente, cómo se dispersa el SARS-2 entre grupos poblacionales –clusters por su término anglosajón–. Cuanto más pequeño es el factor K más transmisión viral tendríamos a través de un número más reducido de personas. El concepto no es nuevo; ya en un Nature del 2005 se le estimó al SARS-1 un valor k de 0.16 –0.25 al MERS–. Curiosamente, la gripe de 1918 tendría una K cercana al 1. Valores bajos de K reflejarían la presencia de pequeños grupos o supercontagiadores que serían más determinantes que, quizás, un número mayor de infectados entre una población homogénea. Según estimaciones de los autores del trabajo, nuestro SARS-CoV-2 tendría una K de 0.1. Veamos en detalle las posibles connotaciones que esconden estos valores.

El pasado 12 de mayo un informe del Centro de Control y Prevención de Enfermedades, CDC, de EE.UU. daba cuenta de los 53 miembros de un coro de una iglesia de Washington que se infectaron a partir de una única persona infectada, una supercontagiadora. Dos murieron. No es un caso aislado. Muchos supercontagiadores han sido descritos en conciertos, en barcos, restaurantes, prisiones o, incluso, en clase de Zumba. Al parecer, aunque otros patógenos también aprovechan los contactos grupales para su diseminación, los nuevos coronavirus serían especialmente propensos. Estos resultados, dicen los investigadores, podrían sugerirnos qué tipo de actividades habría que restringir –qué tipo de congregaciones o reuniones– y cuáles otras, principalmente al aire libre, podrían "relajarse". El virus preferiría transmitirse en pequeños grupos, a través de supercontagiadores, en vez de hacerlo de una forma homogénea entre la población, incluso contando, quizás, con un número mayor de infectados…

Arrancábamos este informe hablando de avances y rectificaciones sobre la respuesta inmune inducida o controlada por el coronavirus. En este contexto, mucho se ha hablado de posibles consideraciones y predisposiciones genéticas para una mayor o menor susceptibilidad a manifestar síntomas más o menos graves. Un artículo, pre-print, aparecido en la revista BioRxiv, apunta a la posibilidad de que variaciones genéticas en determinados genes relacionados con la actividad inmune innata podrían marcar la diferencia entre dos personas aparentemente sanas y con características similares en cuanto a su respuesta inmune más o menos efectiva. Para ello, analizaron la secuencia de diferentes regiones de genes que codifican proteínas como la furina, TMPRSS11a –implicadas en entrada de algunos coronavirus– o MBL2 y OAS1 –protagonistas de respuestas innatas tan importantes como la del complemento o interferón–, entre otros genes, en más de 140 individuos, encontrando diferencias significativas entre secuencias.

Algunas de las variantes, alelos, encontrados en MBL2 y OAS1 podrían, según los autores, tener relevancia para explicar la mayor o menor efectividad de la respuesta innata contra el SARS-2, es decir, la primera respuesta que se origina mucho antes de la ansiada seroconversión y producción de anticuerpos. Esto, unido a la posibilidad del virus de inhibir ciertas rutas de activación del interferón –la molécula antiviral por antonomasia–, como la ruta que regula los genes STING –que no tienen nada que ver con ningún cantante y sí con "genes estimulantes de interferón"– pone de relevancia la importancia evolutiva de nuestra inmunidad innata –también conocida como natural– sobre el coronavirus. El trabajo sobre STING acaba de ser publicado en el Journal of Experimental Medicine por un equipo de investigadores internacional que, aunque lo han extrapolado al SARS-2, en realidad trabajan con el virus herpes simplex tipo 1 (HSV-1), el mismo que ha dirigido la actividad científica del que les escribe durante los últimos 20 años.

Finalmente, les presento una bomba informativa con el respaldo de una gran publicación en la prestigiosa revista Cell. De confirmarse, además de explicar también diferentes susceptibilidades a la infección entre la población, habría que tenerlo muy en cuenta a la hora del diseño de las múltiples vacunas que están en marcha. Algunos hospitales informaban hace unas semanas de que muchos ensayos serológicos podrían reconocer infecciones producidas por otros coronavirus catarrales, lo que se denomina "reacción cruzada". Ahora, el estudio coordinado desde el Instituto de Inmunología de La Jolla, en EE.UU., nos presenta inmunidad cruzada del suero de pacientes de COVID-19 con respecto a otros posibles coronavirus catarrales. En realidad, lo presentaron al revés: han encontrado en personas que no han estado expuestos al SARS-2 cierta presencia de anticuerpos y células citotóxicas –regulados por linfocitos CD4 y CD8– con respuesta cruzada para la Covid-19.

¿Qué puede significar esto? Muchas cosas. Es posible que haber pasado catarros por coronavirus podrían protegernos, al menos parcialmente, de los efectos del SARS-2 –aunque también podría ser al revés, puesto que la inflamación secundaria causante de muchas muertes en pacientes de la Covid-19, podría estar mediada por anticuerpos–. Estos resultados también tendrán que tenerse en cuenta en las pruebas serológicas y en el desarrollo de futuras vacunas. Todo esto es, de momento, especulativo, al menos hasta la próxima semana, todo un siglo en el nuevo universo Covid.

@JALGUERRERO