En mi primer año como estudiante de matemáticas, uno de los profesores nos definió el número pi de una forma harto rocambolesca. El profesor, adicto al método lógico deductivo, nos había introducido axiomáticamente las funciones trigonométricas seno y coseno, y entonces definió el número pi como "el doble del ínfimo de los números positivos donde el seno toma el valor 1". Siempre me pareció una definición bastante rara, muy alejada de la elegante y luminosa que heredamos de los griegos: pi es la razón -el cociente, decimos hoy- entre la longitud de cualquier circunferencia y su diámetro. Lo que nunca nos contó nuestro profesor es que, detrás de la definición que él usaba, había una siniestra historia de odio, maldad y crimen, una de las más terribles de la historia: la del genocidio que los nazis perpetraron contra los judíos.



Conforme transcurría la década de los 30 del siglo XX, la ideología nazi se llevó en Alemania hasta sus últimas consecuencias, y acabó también manchando las matemáticas. El principal ideólogo del nazismo matemático fue Ludwig Bieberbach (1886-1982). Según su peregrina doctrina matemático/racial, había una matemática "degenerada", "inorgánica", "ajena a la realidad", "enemiga de la vida"; era la matemática hecha por judíos -también por franceses- y contaminada por su idiosincrasia racial: "El pensamiento judío comienza siempre en algo que ya es mental y nunca por algo natural o que provenga de la experiencia humana", llegó a decir. ¡Como si la experiencia mental no fuera humana!



A Bieberbach le gustaba citar dos frases de los matemáticos Carl Gustav Jacobi (1804-1851), judío, y Georg Cantor (1841-1918) -cuya matemática los nazis tildaron de ajudiada-. "En honor del espíritu humano", escribió una vez Jacobi como respuesta a la pregunta: ¿por qué hay que hacer matemáticas? La frase de Cantor: "La esencia de las matemáticas es la libertad" -sin duda una frase que casa mal con el ideario nazi-. Según Bieberbach, esas frases eran la prueba que venía a demostrar la contaminación "mental" que aquejaba a las matemáticas no arias que ambos, Jacobi y Cantor, hicieron.



Frente a la matemática judía, se elevaba la matemática aria, "orgánica", "concreta", "completamente abierta a la Realidad", "atravesada por el torrente de la experiencia". Así, algunos conceptos matemáticos acabaron siendo citados como "espíritu de nuestro espíritu y sangre de nuestra sangre, trozos del alma nórdica", mientras que la ciencia era un producto dependiente de "la ideología, la raza y la sangre de sus creadores". Según Bieberbach, aunque un resultado matemático sea un resultado matemático, aunque el valor de pi sea el valor de pi, y el teorema de Pitágoras el teorema de Pitágoras, la nacionalidad, la raza y la sangre sí que afectan a determinados planteamientos, estilos, actitudes pedagógicas y creencias sobre la naturaleza de las matemáticas y, por afectar a todo esto, acaban también afectando al tipo de matemáticas que unos y otros producen. Como consecuencia, Bieberbach concluía que la existencia de matemáticos no arios en Alemania podía acabar corrompiendo a los matemáticos arios; lo que no sólo justificaba sino que exigía la necesidad de "depurar". Incluso más allá de lo que establecieron las leyes raciales que implantó Hitler nada más llegar al poder en 1933.



Todos esos argumentos son un sinsentido que va además contra la historia, porque dentro de la tradición matemática alemana, los judíos han sido elementos fundamentales; lo que se extiende también a la tradición artística, intelectual o cultural en general. Su más célebre científico ha sido Albert Einstein, judío; y 14 de los 38 premios Nobel alemanes entre 1905 y 1936 eran judíos. En el siglo XIX sobresalieron los ya mencionados matemáticos Jacobi, judío, y Cantor -que no era judío por más que los nazis se empeñaron en que tenía que serlo dado el tipo de matemáticas que hizo-, sólo superados por Gauss y, desde luego, en pie de igualdad con Karl Weierstrass (1815-1897) que no era judío, aunque sí lo fueron muchos de sus discípulos. Y en las primeras décadas del siglo XX son muchísimos los matemáticos que fueron judíos, alemanes y excelentes: Otto Blumenthal (1876-1944), Richard Courant (1888-1972), Felix Hausdorff (1868-1942), Adolf Hurwitz (1859-1919), Edmund Landau (1877-1938), Hermann Minkowski (1864-1909), o Emmy Noether (1882-1935).



Sería negar la realidad no reconocer que la maraña de relaciones que se estableció entre estos matemáticos y los considerados arios fue extraordinariamente tupida -con una notoria promiscuidad de etnias, por ejemplo, entre directores de tesis y doctorandos-; entraría dentro de la más absurda fabulación no convenir que, sin importar la tonalidad de su piel, la colaboración que se dio entre ellos fue muy estrecha -el mismo Bieberbach colaboró con matemáticos judíos-; y sería pura falsedad no admitir que la influencia que unos y otros ejercieron sobre unos y otros fue igualmente intensa -fuera cual fuera el color de sus ojos o de su pelo-. Quien pretenda que, por encima de esa intensa maceración en un caldo matemático común, los matices de la tez necesariamente imponen una personalidad distinta a las matemáticas que cada cual produjo, no está sino mostrando algún tipo de merma, corrupción o desarreglo severo de su capacidad intelectual.



Buena parte de los matemáticos antes citados sufrieron, primero las leyes de exclusión nazi, después la persecución total; algunos pudieron huir de Alemania -como Einstein, Courant o Noether-, otros pagaron con su vida -como Hausdofff o Blumenthal-.



Edmund Landau fue una celebridad que había convertido la Universidad de Gotinga en la meca de los que se dedicaban a la teoría de números. A pesar de la condición de judío de Landau, quedó inicialmente eximido de las leyes raciales, pero tuvo finalmente que dimitir acorralado por los alumnos. La historia tiene un punto de surrealismo que sería cómico si no fuera porque la mera referencia a lo cómico en aquellas circunstancias es en sí una falta de respeto. Porque la razón que los alumnos alegaron para echar a Landau fue su manera de definir el número pi, que no era otra sino la forma a que me he referido arriba que usó, casi siete décadas después, uno de los profesores en mi primer año de universidad. Landau no volvió a enseñar en Gotinga, aunque sí lo hizo en otros lugares de Europa. G.H. Hardy, por ejemplo, consiguió que enseñara durante un breve periodo de tiempo en Inglaterra: "Fue conmovedor ver la complacencia de Landau cuando se vio otra vez delante de una pizarra y su dolor cuando vio que aquello se terminaba", escribió Hardy después.



Los alumnos de Landau no protestaron porque pedagógicamente su definición de pi fuera algo discutible, sino porque consideraban esa manera de definir el número pi muy poco "patriótica", muy poco "alemana". Bieberbach publicó un escrito sobre el asunto justificando la actitud de los alumnos: "Hace unos meses el señor Landau se vio obligado a dejar sus actividades docentes debido a diferencias con los alumnos [...] Esto es un ejemplo de que no deben permitirse diferencias raciales entre un profesor y sus alumnos [...] El instinto de los alumnos de Gotinga les hizo ver que la manera en que Landau llevaba las clases no era verdaderamente alemana". Se conserva también algún manuscrito de Bieberbach calificando la actitud de los estudiantes como "inteligente", "justificada", "digna de agradecimiento" y "viril". El mensaje de Bieberbach es claro: había que "depurar" no sólo usando las leyes de limpieza étnica, sino también usando la presión y el arrinconamiento social.



Hoy, cuando resuenan por casi todo el mundo con renovado fervor consignas patrióticas y excluyentes, conviene recordar la metástasis nacionalista que el nazismo hizo en la sociedad alemana (y que alcanzó algo supuestamente tan poco dado a la ideología como las matemáticas); que provocó la más terrible guerra que ha conocido la humanidad y uno de sus más pavorosos genocidios.