Pier Paolo Pasolini (1922-1975) publicó Chavales del arroyo (Nórdica) en 1955. Fue la primera novela del ya entonces poeta reconocido y todavía no director de cine. El neorrealismo dominaba aún la producción cinematográfica y el realismo –de otra matriz- era hegemónico en la literatura de Italia.

Tenían ambos raíces cristianas (más sentimentales) y marxistas (más críticas), y esas fuentes nutrían también el pensamiento y la mirada del joven Pasolini, quien, sin embargo, soliviantó con su novela a unos y a otros, indignando a los católicos por el tono crudo y obsceno de su relato –sin rastro apenas de Dios- y molestando a los comunistas por desplegar un lumpenproletariado sin compromiso ni conciencia políticos, un mundo sin principios ajeno a la posibilidad de cualquier redención.

Con un planteamiento coral, Pasolini, comenzando en la posguerra, sigue durante años y con saltos en el tiempo las evoluciones de un grupo de chicos miserables, sin oficio ni beneficio, entre los que destaca Ricetto –el rizoso, el Rizos-, que pulula con aburrimiento y sin esperanza por los barrios más pobres de Roma. Son los “ragazzi di vita”, título original de la novela, que hizo fortuna para designar genéricamente a esos muchachos que salen a robar, a pillar cualquier cosa que se pueda vender y que, con familias desestructuradas por la pobreza extrema, el paro, la violencia y el alcohol, se divierten como pueden bañándose en el río, frecuentando prostitutas y burdeles y practicando una sexualidad urgente y variopinta, a veces verdugos y a veces víctimas, siempre sin piedad y sin sentido de culpa por parte alguna, aunque, en ocasiones, en un ambiente durísimo y bronco, alguno de ellos sea capaz de un gesto de ternura o pueda vivir una emoción consoladora: rescatar y mimar a una golondrina que se ahoga en las aguas.

Pasolini escribió su libro en dialecto romano, tirando también de la jerga juvenil de las periferias, lo que, sin duda, ha tenido que ofrecer dificultades al traductor Miguel Ángel Cuevas. A la crudeza de muchos episodios se añade una escritura que insiste en una poética feísta con permanentes alusiones al sudor, al mal olor, a la suciedad, a las “chichas” de los cuerpos, a la ropa interior o a la escasa hierba requemada por un sol asfixiante. La cárcel y la muerte –como de hecho sucede- es el horizonte de estos chicos sin salida o sin otra salida –como también se apunta- que la de integrarse en el escalón de más arriba de la pobreza, aceptando acríticamente formar parte de la escala más baja del sistema, lo que irritó a un sector de la izquierda italiana. Chavales del arroyo tuvo mucho éxito, no sin tener que superar serios problemas con la censura y el rechazo de muchos críticos y académicos.

Pasolini introduce al frente del cuarto capítulo una cita de Lev Tolstói, acerada, implacable y clarificadora de su punto de vista: “El pueblo es un gran salvaje en el seno de la sociedad”.

Contemplemos ahora una visión cenital o panorámica del paisaje, del amplio mural compuesto por Pasolini, a quien este año recordaremos con frecuencia en el cuarenta aniversario de su atroz asesinato: “…cambiaban de marcha rascando en medio del gentío, entre los triciclos y los carros de los traperos, las bicicletas de los mozos y los carromatos rojos de los paisanos que se volvían cachazudos desde el mercado a los huertos de las afueras. En el puente, a ambos lados, las aceras resquebrajadas estaban también llenas de gente: filas de obreros, de desocupados, de amas de casa que habían bajado del tranvía en el Portonaccio,  justo en las tapias del cementerio del Verano, tirando de cestas llenas de alcarciles y torreznos, hacia las casuchas de la Via Tiburtina, o hacia alguna torre de reciente construcción, entre escombros, rodeadas de solares, en medio de almacenes de chatarra o de madera y de las grandes fábricas de Fiorentini o de la Romana Compensati”.

Mediante este plano general de una abigarrada multitud nos asomamos a la gran protagonista de la novela, la ciudad de Roma en la depauperada posguerra, una Roma que Pasolini, lejos del centroburgués y monumental, cartografía con la precisión y el detalle advertibles en esas desoladoras líneas que están pidiendo una música triste de Bach.