Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Alfonso Reyes, la indiferencia y el ensañamiento

16 octubre, 2012 02:00

Me di un paseo por la nueva sede de La Central, junto a la Plaza de Callao, en Madrid, en compañía de varias decenas de interesados y curiosos. Era jornada de ocio, y se percibía que la librería, muy bien provista, atraía a los paseantes no solo por los libros, sino por el esplendor palaciego de su edificio y sus dependencias. No pocos tenían la actitud turística de quien visita obligadamente un museo o una catedral gótica. Que sea para bien.

Me agencié, entre otras piezas, un ejemplar de Libros y libreros en la Antigüedad, de Alfonso Reyes (1889-1959), publicado en España por Fórcola, el año pasado, con prólogo de Juan Malpartida.

El librillo, amable obra de divulgación, responde, en corto trecho, a la fama de sabio plural, inteligente, ameno y zumbón del diplomático y polígrafo mexicano, tan vinculado a España y a los intelectuales españoles durante la primera mitad de los años 20 del pasado siglo.

El texto, que se lee en un suspiro, con aprovechamiento y con placer, recorre los orígenes del libro desde los egipcios hasta, aproximadamente, el siglo IV de nuestra era, desde el papiro a la vitela y a los códices, pasando por el pergamino, instruyendo sobre sus formas y modos de elaboración. Especial atención merecen los libros en Atenas y en Roma, las figuras del editor y del autor, el proceso de comercialización y difusión, las librerías y las bibliotecas públicas y privadas.

Los libros en rollos de papiro tenían hasta diez metros de largo; esclavos calígrafos hacían copias para su venta, iniciándose así el negocio de la edición; los autores no cobraban por las ediciones, ni tenían derecho a la propiedad intelectual, ni ingresaban una moneda por las ventas; las copias podían llegar al número de mil y a difundirse por todo el orbe conocido; los manuscritos originales eran codiciados entre selectos compradores; las librerías romanas y atenienses estaban bien provistas y publicitadas, y las había ya especializadas en libros viejos; las bibliotecas públicas -Atenas, Rodas, Pérgamo...- tenían instalaciones muy lujosas, y en Roma llegó a haber (s.IV d.C.) veintiocho, y en la de Alejandría, antes de que se quemara (año 47 a.C.), cuando Julio César invadió la ciudad y antes de que la destruyeran por completo los monjes cristianos de la Tebaida (291 d.C.), había nada menos que setecientos mil volúmenes...

A propósito de destruir, Reyes recuerda que tanto los tiranos griegos como los romanos ya tuvieron la costumbre de censurar y, sobre todo, quemar libros tachados de impíos, hostiles o insurgentes. El "loco" Domiciano, además, mataba a palos a sus autores y crucificaba a sus editores y copistas.

Con ocasión de estas hogueras represoras, Reyes recuerda una sentencia de Tácito respecto a -dice el mexicano- "la completa inutilidad de la censura": "La indiferencia hace olvidar las cosas, el ensañamiento las fija en la memoria".

Ante cualquier cosa y ante todo no se puede ser indiferente, desde luego. Descartando la censura de las ideas y de las opiniones, como es lógico, cada cual cree que hay ideas que merecen ser neutralizadas con otras ideas. Y así ha de ser. Pero hoy, en un mundo mediático absurdo, se organizan escándalos mayúsculos por fotografías, pinturas, novelas, actuaciones o filmaciones cuyo contenido prospera y se divulga principalmente por el ensañamiento contra ellas, que las publicita y las fija en la memoria, circunstancia con la que cuentan quienes buscan su notoriedad. En política, incluso, ocurre mucho últimamente.

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Rana

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