Desde 1989 no se veía una producción de El príncipe constante promovida por los teatros madrileños. La Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) no la había incorporado a su repertorio hasta ahora, quizá porque lo metafísico y la religiosidad de su argumento hicieron que sus sucesivos directores la eludieran pensando en su difícil sintonía con unos espectadores cada vez más laicos. Vaya pues por delante el reconocimiento al equipo de la CNTC por rescatar esta obra, como se sabe muy apreciada por Goethe y los románticos. Efectivamente, se trata de un texto muy especial dentro del repertorio áureo español y, además, esta producción dirigida por Xavier Alberti no ha escamoteado o transformado, como suele ocurrir en las adaptaciones actuales, la intencionalidad religiosa de su autor. 

Ahora bien, la función me resultó estática, discursiva, sin emoción… aburrida. ¿Quizá porque el tema que aborda no nos interpela hoy o no sabemos apreciarlo en nuestros días? Grotowsky, como se sabe, hizo de la pieza exponente de su teatro pobre y ritual en los años 60 del siglo XX. Calderón aborda en ella la idea básica de la libertad individual según el cristianismo: todos los hombres son iguales ante los ojos de Dios, pero hacer el bien o el mal depende de cada uno. Este es uno de sus temas preferidos a lo largo de toda su obra, le encanta hablar en sus piezas de prisioneros que rompen sus cadenas, a veces para ser unos tiranos (Semíramis en La hija del aire, Segismundo en La vida es sueño), otras para convertirse en modelo de virtud, como le ocurre a Fernando, el protagonista de El príncipe constante.

En la obra se mezclan varios argumentos: se inicia con una anécdota amorosa, pero el meollo está en la fábula del apresamiento y cautiverio del infante portugués Fernando por el rey moro, que a cambio de su liberación pide a los cristianos la ciudad de Ceuta. Se habla de la relación del cristianismo con el islam, pero el tema que ilustra el título se refiere al ideal de príncipe de la modernidad que nos pinta Calderón y que representa su noción de la libertad individual; una idea revolucionaria para ese momento porque la hace depender del hombre y no de Dios. Puede que hoy este asunto nuclear de nuestra tradición filosófica no haga vibrar a los espectadores, pero me hizo preguntarme si en mi existencia he vivido momentos como los actuales en los que precisamente mi libertad haya estado tan amenazada. 

Alberti no ha hecho ninguna concesión al espectador y confía todo a que suene el verso en una escena de absoluta austeridad como si presenciáramos un concierto. Calderón escribió una combinación de versos (romances, redondillas, sonetos…) de gran belleza, tanto que Goethe llegó a decir que compendiaba “toda la poesía del mundo”. Es una experiencia dejarse llevar por estos versos y oírlos con la buena prosodia de Beatriz Argüello (Fénix), de Lluís Homar (Fernando), de Arturo Querejeta (Rey Moro), de Álvaro de Juan (don Alfonso), de Lara Grube (Zara)…. Y reconozco también la gran dificultad que entraña decirlos, sobre todo en los largos monólogos de Fernando que Lluís Homar, nuevo en estas lides del teatro barroco español, interpreta con oficio. Pero escénicamente los actores funcionan como rapsodas, ni siquiera interactúan, y con algunos de ellos me pregunto si se creen realmente su personaje, pues muestran una falta de empatía llamativa. Por si fuera poco, la idea de incluir un cuarteto de cuerda entre el elenco para resolver la transición de las escenas, interpretando una partitura abstracta, acentúa el distanciamiento de los actores de su personaje. 

La escenografía huye del barroco y busca la máxima desnudez: escenario vacío con un foro que reproduce un paredón de terracota. La puntilla a este indolente espectáculo de dos horas es un vestuario (excepción del que luce Argüello) que con una evidente falta de imaginación recurre, una vez más, al traje de chaqueta para vestir caballeros lusos y cortesanos árabes, por no hablar del ocurrente uniforme de los cautivos. 

@lizperales1