Hay dos cosas (dos al menos) que convierten a Benjamín Prado (Madrid, 1961, también novelista, letrista de Joaquín Sabina y contertulio televisivo) en un poeta de raro talento. La primera es su atención al verso como algo individualizado: raro es el verso suyo que está ahí porque sí o apenas como frase de paso de un verso a otro. Cada uno de los suyos funcionaría suelto en una antología de aforismos, de greguerías o incluso (en algunos casos) de haikus. Además, casi siempre logra evitar el mayor riesgo de esta forma de componer sus poemas: no se limita a amontonar imágenes, sino que cada una lleva a la siguiente siguiendo una lógica implacable dentro del poema. Además, Benjamín Prado tiene el raro don de dar a cada poema aire de himno. Además (y ya no sé cuántos ademases llevo), en sus últimos libros ha introducido una conciencia política capaz, a la vez, de evitar lo obvio y de cantar para todos. ¿Qué más se puede pedir? Sólo una cosa: más poemas suyos.

Y, por suerte, ya tenemos más. Ya no es tarde (Visor) es el título de la nueva entrega. Y en ella encontramos más de lo mismo, pero no de lo mismo, sino de lo mismo mejorado. La sal política está más ajustada que en Marea humana (su libro de 2006). Y no es que se trate de no salar el guiso, sino de evitar convertir el himno en panfleto. Y aquí lo logra siempre. Comienza el libro con una poética (“Cuestión de principios”) y acaba con otra (“Punto final”), después de odas elementales como la que da título al libro, apariciones como las de Ángel González en “María y el fantasma”, poemas de amor como “Segunda juventud”, elogios de la amistad como “Los camaradas” (quizás uno de los pocos que caen en la obviedad un poco blandengue, pero que seguro que encontrará su legión de lectores), homenajes literarios (“Libro de familia”), viajes (toda la segunda sección del libro),  y un poco de todo ello y algo más en el batiburrillo de la última sección del libro.

Benjamín Prado tiene el gatillo fácil, y un algo benedettiano y facilón asoma de vez en cuando en sus poemas. Es así como él los quiere. Más que eso pesa su increíble capacidad para buscarle las vueltas al lenguaje, para construir himnos a lo cotidiano, para reconciliarnos con el día a día y con el noche a noche. No es poca cosa.

 

Un profesor es alguien

que habla en los sueños de otro

(En la tumba de W.H. Auden en Kirchstetten, Austria)

 

Imagina unos versos. Después, ponte a buscarlos

como si fueran tuyos y estuviesen perdidos;

intenta adivinarles las palabras

como el que huye trata de predecir los pasos

de quienes lo persiguen; y procura que en ellos

se detenga el idioma

igual que el agua

se vuelve hielo para dejarse acariciar.

 

Que tu poema sepa algo que ignoras;

que no te necesite; que encuentre al mismo tiempo

lo que nadie soñaba y lo que buscan todos;

que cuando ya no estés

oculte que te has ido,

se haga pasar por ti.

 

No escribas si lo puedes hacer como cualquiera

pero no como tú;

si al repetir

lo que dijeron otros

no dices otra cosa;

si en tus libros no se oyen los libros que leíste,

como en un apellido

se escucha galopar

a los antepasados.

Que tu poema esté a medio camino

entre tú y yo

lo mismo que una estatua

entre el cuerpo y la roca;

que acerque lo intocable a nuestras manos;

que logre que se queden las cosas que se van.

 

(Eso es lo que me dijo Auden junto a su tumba.

Nevaba sobre Kirchstetten, en los Bosques de Viena,

y yo soñé

que un día

alguien que se parezca a mí

alguien que piense

que siguiendo mis huellas entenderá el camino,

tal vez pondrá unas rosas sobre el mármol,

debajo de mi nombre

y encima de estos versos que escribo para ti.)