Etiopía. Resulta difícil sortear las imágenes de los informativos de los años 80 que mostraban aquellas terribles hambrunas, con los desplazados más allá de la miseria y aquellos niños cerca del final siendo grabados para siempre en las retinas y hasta en el nervio óptico. Quizá en aquellos a los que nos interesa la música y no estamos muy puestos en folk de raíces africano ni en el afro-pop más reciente, esa idea de Etiopía pueda llegar a cruzarse con la imagen de la antigua bandera verde-amarilla-roja y el León de Judá, o con la efigie de Haile Selassie, paradójicos símbolo y mesías de los rastafaris jamaicanos. Algo más allá puede surgir la asociación con el lugar de los primeros antepasados del ser humano (la Homo Alfarensis 'Lucy') y el de los primeros seres de nuestra especie, o sea el de los primeros emigrantes, aventureros y descubridores. O bien Etiopía emerge como un lugar cercano a lo legendario, poseído por poderosas fuerzas y arraigos espirituales arcaicos, con sus iglesias cristianas talladas en la roca y sus rituales emparentados con los coptos de Alejandría, que fue un imperio atávico y la única región de África que no entró en el reparto colonial. También le suena a uno a Mussolini y al frente africano de la II Guerra Mundial y a más recientes guerras cruentas contra sus vecinas Eritrea y Somalia. La imagen mental que se conforma es una especie de extraña mezcla, un puré color tierra de hambre, miseria y guerra, sobre el lar de espíritus ancestrales, antigüedad casi mitológica (el reino de Askum, supuestamente de la dinastía de descendientes del rey Salomón y la reina de Saba) y caminos con estilizados atletas de fondo corriendo en pos de un milagro.
De manera que la sorpresa de descubrir que existe una aún pequeña pero incipiente escena de música de baile electrónica experimental ajena a la incipiente industria Pop y dance africana (sudafricana y nigeriana, especialmente) en la capital etíope Adís Abeba, es consonante con esa composición de lugar con la que uno ignora que Etiopía es un país de gran extensión y el segundo más poblado del continente con 94 millones de habitantes muchos de ellos menores de 40 años (población casi triplicada desde 1983 y sin que se vea frenazo: se prevén 210 millones para 2060). Que, pese a la aún muy baja renta per cápita y la evidente falta de justicia social, su economía está creciendo imparablemente desde hace años (al 11% en los años previos a la recesión global y al 7-7,5% desde 2007) y que, pese a esos a menudo escasos niveles de ingresos para la mera supervivencia, de seguir siendo un país de economía y cultura agrarias y problemas básicos como el acceso al agua potable y la luz eléctrica para buena parte de la población, los smartphones y PC comienzan a ser frecuentes, al menos en las grandes urbes.
Estupor sobre todo cuando, además, la actual Etiopía sigue en la palestra informativa por razones siniestras y muy poco musicales. Dejando aparte la invasión ébola y la sangría de la inmigración a Europa cuyos halos parecen identificarse en los Medios con toda el África subsahariana, la crisis de los blogueros de Zone 9, periodistas y ciberactivistas detenidos en el mes de abril por su postura crítica hacia el gobierno de Hailemariam Desalegn (primer ministro tras morir en 2012 Meles Zenawi, que ya gobernó de forma autoritaria durante más de veinte años), acusados tras meses de amenazas por parte de unas autoridades censoras y represoras, ha puesto definitivamente en el candelero el gravísimo déficit de derechos humanos que sufre el país africano. Pese a las reiteradas denuncias por organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ), así como numerosas ONG’s y también, recientemente, por la UE y EEUU (principales donantes de los 3.000 millones de dólares anuales de ayuda económica al desarrollo), el gobierno de Etiopía, donde posiblemente no exista ya ningún medio de comunicación que hable sobre política, controla hasta la banda ancha y ha sido acusado en numerosas ocasiones de utilizar las leyes antiterroristas para silenciar a los medios críticos. El juicio de estos blogueros y activistas solidarios con los presos de conciencia podría celebrarse el 15 de octubre. Crucemos los dedos para que la presión internacional surta efecto y los dictadores enmascarados no ejecuten graves sentencias. Freezone9bloggers!!!
Éste es el contexto del pasmo y del asombro ante esa nueva música. Precisamente al mismo tiempo que la crisis de los blogueros de Zone 9 llegaba a un momento decisivo, dos músicos, productores, remezcladores y DJ’s de Adís Abeba comenzaron a abrirse paso en publicaciones internacionales que se hacen eco de la electrónica avanzada. Se trata de Endeguena Mulu, cuyo nombre artístico es Ethiopian Records, y Mikael Seifu, también conocido como Mic Tek.
El caso de Mikael Seifu, de veintiséis años, parece paradigmático. Habitante de Adís Abeba, el pasado 1 de julio comenzó a darse a conocer internacionalmente al publicar su primer EP, Yarada Lij, a través de 1432r, un pequeño sello de Washington, EEUU, que, de hecho, se estrena con él. En su momento, ante la falta de oportunidades en su país, Seifu viajó a EEUU para estudiar y acabó tomando clases de música con Ben Neill (compositor que estudió con La Monte Young y trabajó con Bob Moog), quién le ayudó a enfocar su creatividad musical.
Las cuatro porciones que conforman Yarada Lij, al igual que el resto de la aún escasa producción de Mikael Seifu, suena a una mezcla inédita de experimentación con música electrónica de baile actual según los cánones que conocemos, especialmente a dub jamaicano con ambient y dubstep húmedo y humeante, también a garage raro y a house desequilibrado pero todo ello se construye sobre samples de músicas tradicionales etíopes tomados en cualquier sitio, en la calle, en bodas, grabaciones de la música de azmaris nómadas y callejeros y de los cantos del culto cristiano etíope creados por San Yared en el siglo VI. Algo que recuerda a la parte más ambiental-experimental de The Bug, y a las arideces y tierras quemadas de Actress o Burial, o a esa onda Brainfeeder de Flying Lotus o Gonjasufi, a los loops de techno aturdido de Andy Stott pero con un espíritu y un carácter armónico inequívocamente africano y turbulentamente antiguo, rústico, jondo.
Una de las influencias que menciona Mikael Seifu, junto con la de Burial y el productor norteamericano de éxito Scott Storch, es la de su compañero y amigo desde la infancia Endeguena Mulu. De hecho, Seifu y Mulu han colaborado recientemente en un EP con el sobrenombre de Gold & Wax.
La música de Endeguena Mulu como Ethiopian Records (ER) aún está en sombra, ya que permanece inédita en un formato físico o en una colección digital definida. La encontramos floreciendo desordenadamente acá y allá en un Soundcloud personal que parece un bazar, junto a los reposts, recomendaciones (Kelela, Pillar of Zion, Francis Bebey…) o mixtapes de sus pinchadas como DJ o a las atrevidas remezclas que lleva a cabo por su cuenta y riesgo de nuevas heroínas de origen etíope pero estadounidenses como Mizan (apunten este nombre, que viene fuerte). Mulu maneja referencias parecidas a las de su colega Seifu, quizá con mayor influencia de Bass, dubstep y dub por momentos. Pero suena algo más salvaje y basado en loops y samples de música etíope de toda clase, destacando sonidos de música tradicional y voces de ancianos y cosas del Ethio-jazz que popularizara Mulatu Astatke. En sus pistas “pre-debut”, como él las llama, de momento Endeguena Mulu parece estar sólo tanteando el terreno, mirando las diferentes posibilidades de aplicar las nuevas técnicas y estilos de producción electrónica a las texturas, profundidades y antigüedades de esa música de su país. Algo en él recuerda a un Lee “Scratch” Perry, un músico tecnológicamente primitivista pero que apunta bastante más que maneras propias. Mientras esperamos ansiosamente a que formalice su EP de debut Ande, seguiremos perdiéndonos en el bazar musical de Ethiopian Records y escuchando temas tan depurados y embriagadores como Terrarraw.
Endeguena Mulu y Mikael Seifu llaman a su rollo Ethiopian electronic. Una música que es resultado de la interacción musical de los chavales etíopes con el universo de la electrónica internacional desde su propio mundo. Chavales que han conseguido un PC y un poco de software, o sea una conexión con la música que se da en otros mundos y una forma de dar salida (sampleando, secuenciando, pero también pudiendo subir sus ideas a la red) a la variadísima estampida musical y sonora que experimentan día a día en el lugar en que habitan.
Lo más importante es que lo que hacen suena a nuevo. No lejos de las referencias que mencionan las críticas y que ellos mismos reconocen como influencia, ciertamente más ingenuo, menos elaborado, si se quiere, pero no demasiado alejado. Y sin embargo no estamos ante un nicho etnológico, de una de esas músicas del mundo, o del gueto. Ni siquiera algo que como el vertiginoso y pletórico Shangaan Electro sudafricano de Nozinja y compañía, que está bien vivo pero más bien suena a una actualización tecnológica de un folklore. Tampoco estamos ante una fusión de sintetizadores, cajas de ritmos y efectos digitales con música tribal. Con esta Ethiopian electronic nos encontramos ante una música que parece asumir identidad, pasado y origen de otra manera, que refleja lo que ocurre dentro y fuera, lo uno en lo otro y celebra la ampliación de los referentes cercanos incorporando no sólo la sonoridad sino también los modos y búsquedas de la música foránea.
El estudio de Seifu se ha convertido en polo de atracción de los niños y adolescentes de Adís Abeba que quieren saber cómo grabar, samplear y mezclar, cómo usar los programas, qué se puede hacer, cómo subir eso luego para que lo escuchen en Etiopía, en África y más allá. El productor abre el camino y tiene claro que los ordenadores y smartphones cada vez más extendidos están creando una oportunidad para ellos. Por su parte Endeguena Mulu en alguna de sus primeras entrevistas afirma querer hacer música con la que bailar pero que despierte conciencias: “hablo de hacer música que sea responsable, que abra mentes y corazones, que presente nuevas perspectivas y que represente las raíces y culturas de mi continente y mi país. Quiero hacer esa clase de música pero también deseo que la gente la baile, todo el mundo.”
Estamos ante un nuevo testimonio conectado de los vastos andurriales de la música nueva, esos overgrounds musicales que se extienden extramuros más allá de lo que acostumbra a salir en el radar de nuestros Media y redes sociales pero que no va por debajo, que no se oculta. En la música de Seifu y Mulu, y la que vendrá, algo suena a orgullo del Tercer Mundo y algo suena a esperanza, algo a revolución que se puede bailar y algo al gesto vanguardista de experimentar provocando un choque entre el paisaje sonoro propio y la imperiosa necesidad de innovar, de cambiar, de llevar más lejos las nunca negociables y primitivas premisas del trance y la emoción. Es, en fin, también, testimonio de la sordera musical que a menudo padecemos, ante fuerzas que son superiores a cualquier escena y límite establecido.