Desde hace algo más de dos años se han vuelto cada vez más habituales los debates, artículos y tramos de entrevistas donde críticos de pop cuestionan el papel, la función e incluso la vigencia de la crítica en España. El último y más sonado caso ha sido el canto del cisne del especialista de larga y provechosa trayectoria Ignacio Juliá. En la web de Rockdelux, Julià denosta la función de la crítica especializada y aboga porque sus profesionales se quiten definitivamente del paso para dejar el campo libre a los francotiradores de opiniones musicales en plataformas como blogs y similares.
Antes de este punto y final de Juliá, hubo otros testimonios más o menos feroces. Pero da la sensación de que ha llovido mucho desde principios de 2011, cuando Javier Becerra formulara en su blog Retroalimentación algunas preguntas a un todavía bastante comedido y constructivo Ignacio Julià y a Jesús Llorente, Víctor Lenore, David S Mordoh y P Roberto J. Estos cinco habituales de los medios escritos respondían brevemente sobre el papel del crítico musical, la importancia del gusto personal en su criterio y la agresividad o blandura de la crítica española. Aún con la abierta y sonora denuncia de ombliguismo y falta de conocimiento y reflexión de la crítica española que brotaba de entre lo dicho por Víctor Lenore, todavía parecían tiempos si no buenos, al menos conformes para la crítica.
Sin embargo, ya ese mismo mes, Patricia Godes había disparado a la cara de esa misma crítica de “música ligera” en España una andanada de salvaje desencanto desde su blog. Bajo la divisa “La crítica no tiene crédito” escribía: “Sin otro bagaje que sus gustos y manías, el crítico se permite el lujo de despreciar géneros enteros y de negarse a adquirir formación especifica alguna. Clasificar un disco dentro de la pobre baraja prefijada de las etiquetas de marketing es todo lo que son capaces de hacer...”
Algo más de un año después, en febrero de 2012, Elena Cabrera fue un paso más allá, recogiendo el guante lanzado por Godes. Para escribir su artículo Hacia una nueva crítica musical (publicado en limpio en Lainformacion.com y luego en bruto, de forma más amplia, interesante y abierta en su propio blog), Cabrera planteó un ramillete variado de preguntas a varias críticas y críticos de diversos medios escritos. Beatriz G. Aranda, Luis J. Menéndez, Virginia Arroyo, Pablo Vinuesa y Laura Fernández contestaban a preguntas interesantes tales como qué aspectos además de los musicales se valoran al escribir sobre un disco, la cantidad de novedades que debe escuchar un profesional al año para hacer bien su trabajo, la existencia de presiones discográficas que condicionen los juicios o cómo hacen los medios la selección y el reparto de discos entre colaboradores. También trataba de indagar en los cambios recientes en el papel de la crítica y, sobre todo, ante una crisis ya asumida por Cabrera (tesis: la crítica está perdida porque ha dejado de cuestionar el poder hegemónico, que ahora es el mercado), en la necesidad de una nueva crítica musical.
En el artículo de Cabrera subyacía la intención de la autora de plantear un modelo, el del crítico “tribuno”, según la clasificación hecha por Constantino Bértolo en su libro La cena de los notables. Es decir: aquél que “juzga aquello que se hace público y lo relaciona con el bien común, con lo que es o sería bueno para la salud de la sociedad, y por lo tanto evalúa y juzga la salud literaria de las obras que se ofertan desde esa perspectiva”. Para Cabrera la supervivencia de una crítica gravemente herida pasaría por que tuviera una función social, separada del gusto particular.
Las meditaciones sin amargura del histórico (¿ex?) crítico Julià se alinean con lo comentado con algo más de rencor por su colega desde los tiempos de la revista Star, Jaime Gonzalo. En la entrevista que le hizo Eduardo Tébar para Efeeme en julio de 2012, Gonzalo declara: “En la actualidad, el crítico no juega ningún papel social (...) Antiguamente, escribías de un disco sin saber cuándo lo podría comprar el lector. Hoy, ese lector ya lo está oyendo antes de leer el titular, y sacando sus propias conclusiones.“
Y, finalmente, Juliá, quien en su jugoso manifiesto de septiembre pasado se alinea con ese pensamiento tan en boga de que, ante la deslocalización global de la información en la Red y su difusión por miríadas de canales de manera instantánea, la crítica ya no tiene sentido porque llega “tarde a casi todo”, es un gremio “atrapado en métodos de conveniencia,” cegado por su vanidad. El crítico para Julià es “un observador, falible por coyuntural, de una realidad cambiante” y además “un tanto farsante”. Según él la “nueva realidad digital ha reventado los conductos por los que antes circulaba la cultura, ha salvado las distancias de localización y apreciación de la misma, rebajando al crítico al mero papel de ajado guía turístico“. Los críticos “inútiles eruditos atropellados por los tiempos”, se han vuelto reyes desnudos, despojados de su prestigio y utilidad, descubriéndose que eran”simples intermediarios obsoletos”. Concluye Julià que está aquí una nueva realidad "igualitaria, pues derriba sectarismos antaño incrustados en los medios establecidos para triturarlos en miles de pequeñas tribus que a su vez deberán desembocar en un individuo libre de escoger lo que le apetezca sin condicionamientos canónicos”.
Así pues, en menos de tres años, el debate público ha transitado, tramo a tramo en dialéctica escalada, desde un cómplice cuestionamiento propuesto casi por curiosidad por Javier Becerra hasta el acta de suicidio colectivo firmada por los veteranos y experimentados Godes, Gonzalo y Juliá.
En conjunto, todo este disperso rosario de opiniones, a veces reflexionadas y argumentadas y a veces soltadas ahí, a su aire, muestra una incomodidad con el papel de la crítica en los tiempos de la Red y un reconocimiento de su alejamiento con respecto al público, cuando no una apocalíptica sensación de inutilidad y vacío y del fin de una época que no volverá. Pero además de la suma, entre lo que estas autorizadas voces declaran podemos extraer otras ideas de sumo interés, por lo dicho y, quizá más aún, por lo no dicho.
Los convocados por Cabrera, por ejemplo, hablan de cuántos discos escuchan al día (hasta siete completos, se lee) y de la necesidad de escuchar mucha cantidad pasan, sin darle demasiada importancia, a la imposibilidad de atender a todo cuánto sale, al desbordamiento de las mesas de las redacciones y, un poco más de refilón, a la falta de tiempo para la escucha en sí. En este punto, y ya puestos a cuantificar, uno echa en falta otras preguntas como ¿cuántas veces debe escucharse un disco para poder escribir una crítica consecuente? ¿Una completa? ¿Cinco atentas como mínimo?, ¿más?, ¿depende? ¿Todos los discos necesitan varias escuchas atentas o algunos se pueden despachar con unos ágiles toques de skip? ¿Hay que fijarse mucho en ese casi 50% de una canción pop que es lo que dice la letra y cómo lo dice? ¿Cómo se lidia con los idiomas foráneos? ¿Cómo debe documentarse un crítico? ¿Es necesario que conozca bien el resto de la obra de un músico?
También hablan de independencia y de que, al menos los críticos, no reciben presiones por parte de la industria discográfica. También aquí parece que la censura la ejerce más bien el propio mercado a su endiablado ritmo: la rotación de novedades discográficas (sumada a la de las reediciones, cada vez más numerosas) y ya no digamos de la música que circula sólo digitalmente por la Red (muchísima más que la que sale en formato físico), así como la competencia entre los distintos medios por atraer lectores, ha llevado a una crítica a la carrera y unos medios conducidos por la necesidad de estar al día, de emplear su fuerza en colgar contenidos antes que los demás, y así darle salida a muchas reseñas, rápido, rápido, en poco espacio. Además esa misma proliferación a la que atender es tal que, como también se menciona, es complicado que un texto obtenga la extensión suficiente como para que sea considerado una crítica.
Uno de los aspectos que es denunciado en las respuestas a la investigación de Elena Cabrera es el amiguismo, que es reconocido como un mal endémico. Pero apenas se profundiza en el tema y ni siquiera se llega a saber muy bien con quién se da éste. Como ha quedado claro que tal circunstancia no se da con los responsables de los sellos, ¿debemos entender que es con los músicos? A pesar de todo uno echa en falta alguna otra pregunta complementaria como: ¿influye en el crítico el juicio y opinión del resto del gremio, de otras firmas puntuales, de medios de renombre de fuera?
Hay otro asunto capital que apenas se toca pero que en algún punto de las respuestas cosechadas tanto por Elena Cabrera como por Javier Becerra llega a mencionarse y parece vital: los trabajadores de la crítica no reciben una remuneración acorde con tal dedicación profesional, lo que la convierte en algo muy difícil. Tal cuestión suscitaría asimismo numerosas preguntas, claro está. Si parte de la crítica profesional no es profesional, ¿entonces qué es?
Todo esto, algo entresacado de aquí y de allí pero pienso que cómputo general veraz, ya hablaría de por sí sobre lo complicado que es la supervivencia de esa crítica independiente. Pero por si fuera poco a ello hay que sumarle el asunto que al final resulta el gran tema subterráneo en las declaraciones de unos y otros: lo pertinente o no de la creciente supremacía de la opinión personal y el gusto particular del crítico.
Quizá aquí esté la clave de lo que está ocurriendo. El modo de acercamiento acérrimo que tenían hace décadas los fanzines (revista no profesional hecha por fans de algún tema) lo ocupan hoy los blogs y los perfiles y comentarios en las redes sociales. Los blogs, género literario en expansión y no necesariamente periodístico, no suelen ser exactamente lugar para la crítica sino para la impresión y expresión personal. Y no digamos los comentarios en redes sociales o los que, más o menos anónimos, se escriben a modo de réplica al pié de los artículos o posts firmados. La subjetividad a prueba de bombas inherente al opinador en la Red, lo caprichoso o veloz de sus publicaciones, no permiten tomárselo más que como algo provisional. Esa es su función y en ello está su posible riqueza.
El problema está en que hoy a menudo cuesta cierto trabajo distinguir las críticas profesionales de los discursos de fan o anti-fan. Sería interesante comparar el fenómeno con el de hace décadas, cuando la crítica especializada y generalista empezó a incluir a fanzineros en su plantilla de colaboradores freelance. Lo que parece claro es que a rebufo de la virulencia y velocidad del nuevo opinódromo y patio de vecinos que para bien o para mal es la Red, la mejor crítica tiende a entreverarse hoy con aseveraciones de rabiosa subjetividad y autobiografía.
Como todo el mundo sabe, la crítica sólo puede ser subjetiva, ya que tal condición, el bagaje y hasta el estado anímico puntual y demás intimidades de la persona que escribe, es inherente al texto firmado por el crítico. Pero de ahí a convertir lo subjetivo en el centro y motor principal hay largo trecho. En todo caso, lo más erróneo quizá sea que dentro de esa subjetividad predomine con absolutismo el gusto personal. Como igualmente es bien sabido poco hay más efímero que el gusto, que varía a la mínima corriente de aire y con la experiencia de la vida, y no deja lugar a su argumentación, ya que argumentar el gusto acaba por resultar incompleto cuanto no directamente absurdo. Todos somos subjetivos en nuestros juicios y oficios pero a un fontanero se le pide que repare bien la avería tenga o no un buen día y le resulte más o menos agradable arreglarla.
No muy lejos cabe situar las conclusiones que se obtienen de las mencionadas reflexiones de esos nombres de la crítica española. Todos coinciden en que la crítica tradicional hecha por profesionales, ya sea en medios generalistas o especializados, no interesa al público y se está viendo desbancada por todas las terminales de opinión ramificadas por la nube digital. Ello lo explicaría precisamente la circunstancia en la cual insisten muchos de ellos, y en especial los nombres más críticos con la propia profesión: que la tarea crítica no se está desarrollando como debería, debido fundamentalmente a que se sitúa en la pura expresión del gusto, en muchas ocasiones sin argumentación, análisis de la información, preparación y documentación y conocimientos suficientes. ¿Y acaso no es esa híper subjetividad la que nos satura hoy en día en otros ámbitos?
Creo que el tan feliz e integrado como apocalíptico discurso de Ignacio Julià estará resumiendo en parte lo que ocurre. El crítico ya no sirve como intermediario entre el público y el músico al que sólo él y su casta conocen y pueden entrevistar, ni como adelantado en la escucha del disco ni como poseedor de información privilegiada. Nadie prestará atención a ello porque está al alcance de todos y, al contrario, se le escapan muchas cosas que pasan. Tampoco pagaremos por la expresión del gusto personal, como no pagaremos al fontanero por sus preferencias en marcas de llave inglesa.
Parece que lo que le está pasando a parte de la crítica musical, en medio de la crisis del papel y de los salarios, de la crisis general de los medios, del gran zarandeo informativo de Internet, de la superproductividad musical, es que intenta ser algo que todos, sin necesidad de oficio, conocimiento o esfuerzo podemos hacer (y hacemos): subir contenidos y lanzar opiniones personales a la que la red ha facilitado altavoces de alcance imprevisible. Además, en su pulso por ser tan ágil y veloz como los tiempos, la crítica se estaría tirando a sí misma por la borda, en su ejercicio de una función de puro intermediario. En el paso, quizá haya dejado de desempeñar su verdadero trabajo, eso para lo que resulta imprescindible.
El problema podría estar en lo confuso de la posición de intermediario dotado de un caprichoso gusto personal, que se ha vuelto un estigma que invalida al mismo oficio a ojos del lector. Cabría preguntarse: ¿limita o contribuye la crítica al imperio de la novedad per se, de la prisa, de la insustancia, la guerra de egos a-ver-quién-sube-al-rey-al-trono-con-su-cetro-de-helado-con-el-sabor-del-mes-y-quién-lo-baja?
¿Pero eso quiere decir que la crítica haya dejado de ser interesante, aún más, de ser necesaria? Al contrario, posiblemente nunca lo fue tanto. Si no queremos ser devorados por las opiniones efímeras y ritmo de los comerciantes, precisamente lo que los lectores necesitamos es esa crítica independiente y profesional que aún a veces se da, que nos escuda de la voracidad mercantil de los tiempos, de la que nosotros mismos participamos. Una crítica que no se deje arrastrar por la velocidad de las cosas, por la marea de estos tiempos de multiplicación de los productos a cada hora desde los cuatro puntos cardinales, las etiquetas, las poses, las modas. Que eluda presiones y se limpie de conchabeos y egomanías para ser fiel sólo a los lectores. Que proponga alternativas.
Quizá ya no necesitemos tanto buscador de oro porque el oro de la información chorrea y muchos aficionados anónimos dan batidas a playas, ríos y minas a diario, aunque, si consigue quedarse al margen de esas presiones, en parte su función seguirá siendo la de filtro que selecciona y se decanta por lo que considere más interesante y duradero, para el público.
Julià insiste en el carácter temporal de los juicios, en el peso del presente, en la vanidad del que firma. Por supuesto, a medio camino entre el ensayo, literatura personal y la labor periodística, la crítica puede patinar en el hielo de su particular mirada intuitiva, pero ¿acaso los millones de opiniones on line garantizan algún mínimo en ese sentido?
Y por otro lado, me parece que Julià vuelve a dar en el clavo, aunque sea tirando el martillo para atrás: se trata de que la crítica busque un juicio que aspire a someterse al paso del tiempo, que oriente el flujo cultural, algo tan importante como vital pues político. Algo que no dependa del mercado, de la novedad, de las tendencias ni de los fanatismos.
Quizá lo que le demande esa minoría silenciosa a la que en realidad interesa todo esto, es que se desmarque de ese ímpetu, que lo dome y no se vea confundido en la gran marejada, en la vorágine. Sobre todo, lo que quizá sea más necesario es una crítica que no se base en la opinión y trascienda en la medida de lo posible la histeria del gusto personal (tan cambiante como inútil) para centrarse en el análisis y la comunicación argumentada, inteligente, transparente y horizontal con los lectores.
Fuera de la pataleta egocéntrica destructiva, de las opiniones personales paternalistas, del rol de oráculo casi divino, de la exhibición estéril de nombres, de la subjetividad lírica epatante, del amiguismo pseudo groupie, la insustancialidad colegial, el copy-paste de notas de prensa, necesitamos especialistas que escuchen más y, sobre todo, mejor, que sepan más que nosotros sobre el pop y sobre sus formas pero también que sepan encontrar lecturas, interpretaciones, insospechados circuitos e interconexiones, árboles genealógicos y fisuras no vistas. Cabezas eruditas, expertas, o al menos intuitivas muy sensibles y documentadas que sepan comunicarse con fundamento, que se expliquen y utilicen un lenguaje rico, potente y, si puede ser, que nos agite. Parece posible pensar la crítica como género literario, donde la forma del lenguaje debe servir para transmitir emoción y para profundizar en el tema.
También sería interesante que se centrara en lo que más importe. Ante el imparable torrente de la gran catarata parece que poco sentido tiene centrarse en aquellos discos o conciertos que al crítico le merecen una mala opinión. Esto no tiene nada que ver con no discurrir negativamente sobre cosas que decepcionen o que deban ser analizadas, pero sí de dar prioridad a aquello que tenga valor.
Ah, dirán, sobran novedades, falta tiempo, falta espacio, falta dinero. Quizá. Lo que parece incuestionable es que como no cambie de estrategia la crítica profesional perderá a los pocos interesados en el producto. Sí, somos pocos en esto: los músicos ya nos vamos acostumbrando.
Quizá, si me permiten, haya que empezar a pensar en soportes que atiendan a menos cantidad de novedades, medios que quemen su rastrillo y comiencen a pasar la parte más fina del peine más fino que se encuentre. Y que luego dediquen sus espacios bien diseñados y maquetados (pero sin necesidad de que haya fotos enormes, ni subrayados, ni muchos apartes), a los textos de personas retribuidas con justicia que sepan de qué hablan, que argumenten, que presenten la música con gracia dentro del contexto general de la música y si puede ser, de paso, la relacione con el mundo del que sale. Desde luego yo pagaría por eso y difundiría su bondad.
Termino ya este post insufriblemente largo, pero no querría olvidar algo esencial: la música la crean, la hacen y producen los músicos, los productores, los autores de letras. Y la crítica es esencial para ellos. Abunda el amateurismo y autodidactismo por lo que tanto las indicaciones, orientaciones y descubrimientos de vínculos y conexiones musicales de especialistas resultan vitales, al menos en los principios. Las que el músico recibe, aunque a veces no se les preste mucha atención, ayudan a que sus trabajos sean más exigentes o avancen hacia continentes nuevos y se hagan más ricos. La crítica especializada, profesional, es a menudo uno de los pocos espaldarazos que obtienen los músicos marginales o minoritarios y aún hoy la única posibilidad de que personas distantes conozcan de su existencia.
Queridos críticos, no se suiciden, destierren o escondan todavía, no se vayan por favor, no desaparezcan. Mejor reaparezcan, reconstruyan su perfil y sean intrépidos, currantes, todo lo ecuánimes que les permita su yo+circunstancias y exigentes. La honestidad, la humildad, el trabajo, la profesionalidad y el servicio al lector parecen cubrir suficientemente el papel de tribuno. Por favor, enciendan la luz. Algunos los necesitamos en medio de la tormenta.