La precocidad es un rasgo infrecuente en la novela. Sin embargo, algunos novelistas debutan muy temprano. Thomas Mann publicó Los Buddenbrook a los veintiséis. Otras voces, otros ámbitos, la primera novela de Truman Capote, apareció cuando este contaba veinticuatro. Carmen Laforet ganó el Premio Nadal a los veintitrés con Nada. Disciplinado y constante, Thomas Mann escribió regularmente hasta el final de su vida. Inestable y caótico, Truman Capote no volvió a sacar una novela después de A sangre fría. Carmen Laforet interrumpió su faceta novelística con La insolación, primera entrega de Tres pasos fuera del tiempo, una trilogía que nunca culminaría. Tenía 42 años. Se ha comparado a Carmen Laforet con Juan Rulfo. Se trata de una analogía excesiva, pues la escritora no fue una innovadora, sino una autora solvente que no se apartó del canon realista. Nada llegó a las librerías en 1945 y en esas fechas la literatura española cultivaba el tremendismo, una variante del realismo que intentaba reflejar el clima de miseria y violencia de la posguerra. Comentando su novela Chekas de Madrid, Tomás Borrás justificaba la brutalidad de algunas escenas, alegando que le preocupa “el origen de tanta crudeza y aflicción”. No escribía así por “la delectación por lo morboso”, sino por “el asco de lo presenciado y sufrido”. En el caso de Laforet, el tremendismo no se despeña por su vertiente más áspera, pero sí muestra la neurosis colectiva de una sociedad que está muy lejos de cerrar las heridas abiertas por una guerra saturada de crueldad. Quizás lo más impactante de Nada es lo que no dice: la frustración de habitar un mundo contaminado por la desconfianza y el desengaño; la incomunicación de unos personajes confinados en opresivas burbujas emocionales; la certeza de saber que el mañana solo será la reiteración de la mediocridad del presente.

Nada conoció tres ediciones el año de su publicación y fue elogiada por críticos como Melchor Fernández Almagro, novelistas como Camilo José Cela y José Antonio Zunzunegui, maestros de la talla de Azorín y Juan Ramón Jiménez, e influyentes intelectuales como José María Cossío y Pedro Laín Entralgo. Ignacio Agustí, uno de los miembros del jurado que le concedió el Nadal, escribió que “no solamente era un gran libro, capaz de ser ávidamente devorado por su condición intrínseca de relato apasionante. Era, además, y sobre todo, un libro oportuno, de una oportunidad asombrosa”. Nada relata la peripecia de Andrea, una joven que viaja a Barcelona para estudiar Filosofía y Letras. Alojada en la casa de su abuela y sus tíos, ubicada en la calle Aribau, la experiencia resulta decepcionante. Cuando a fin de curso regresa a Madrid, afirma que se marcha “sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor”. Laforet no incurre en la novela de tesis ni en la reflexión moralizante. Solo muestra el ambiente insano de la calle Aribau, donde reinan el odio, la envidia y la hipocresía. Se ha dicho que Nada es una metáfora de la corrupción y la vileza de la sociedad española de la posguerra, pero creo que la obra se inscribe más bien en la tradición de la novela de aprendizaje

Andrea adquiere un conocimiento progresivo de la vida, afrontando experiencias que oscilan entre lo banal y lo traumático. Su casa no es un escenario convencional, sino un teatro moteado por la decadencia y el desequilibrio: "¡Qué luces macilentas, verdosas, había en toda la casa!”. En el baño, “la locura sonreía en los grifos torcidos”; la cama tenía el aspecto de un ataúd; la tía Angustias y la abuela parecían fantasmas; los pasillos y las habitaciones olían a arena de gato; el tío Román, sádico y decadente, exhibía en su cuarto la imagen de un ídolo azteca. En definitiva, un ambiente de pesadilla que evoca las casonas góticas y los cuentos de Poe y las hermanas Brontë. Andrea se percibe a sí misma como un elemento “pequeño y perdido” de ese mundo enfermizo. Muchas veces se siente agotada e impotente: “Parecía que me hubiera muerto siglos atrás y que todo mi cuerpo desecho en polvo minúsculo estuviera dispersado por mares y montañas amplísimas, tan desparramada, ligera y vaga sensación de mi carne y mis huesos sentía…”. No es una mujer hueca. Aprende con los golpes: “Ahora tenía una carga más grande de recuerdos sobre mis espaldas. Una carga que me agobia un poco”. Cuando se marcha de Barcelona, puede decir que no ha conocido nada luminoso y esperanzador, pero sí se ha adentrado en el territorio de las pasiones más turbias. El suicido de su tío Román es un aldabonazo en su conciencia juvenil, revelándole que todos albergamos demonios en nuestro interior. En definitiva, ha vivido mucho, ha descubierto muchas cosas, pero en su mente se ha abierto paso la sospecha de que el ser humano vive al filo de la nada. La vida solo es un breve trayecto hacia ninguna parte. El Dios de su tía Angustias, que acaba ordenándose monja, no es un bálsamo, sino un motivo más de sufrimiento, pues se limita a propagar los sentimientos de culpa y pecado. No está de más señalar que El extranjero, de Albert Camus, aparece en 1942, dos años antes de Nada. No sé si Laforet había leído la obra, pero en ambas novelas se respira un nihilismo similar.

Carmen Laforet nació en Barcelona un 6 de septiembre de 1921, pero pasó su infancia en Gran Canaria. Su padre trabajaba como arquitecto y su madre era una maestra oriunda de Toledo. Nunca ejerció, pero inculcó en sus hijos el amor a los libros. Tras enviudar prematuramente, el padre de Carmen volvió a casarse, lo cual arruinaría la armonía familiar: “En mi época de Canarias, entra también más tarde una madrastra, que a pesar de toda mi resistencia a creer en los cuentos de hadas, me confirmó su veracidad comportándose como las madrastras de esos cuentos. De ella aprendí que la fantasía siempre es pobre comparada con la realidad. A mi madrastra no le gustábamos en absoluto ni mis hermanos ni yo”. Carmen se convirtió en “una chica rara”, por utilizar una expresión que acuñó Carmen Martín Gaite para referirse a las jóvenes inconformistas. Gozaba de mucha libertad. No por permisividad de sus padres, sino por desinterés, lo cual le crearía un perdurable sentimiento de orfandad. Apenas cumplió dieciocho años, se marchó a Barcelona para estudiar Filosofía y Letras. Pasó allí tres años y luego se desplazó a Madrid para cursar Derecho. No acabó ninguna de las dos carreras. Fue la primera ganadora del Premio Nadal, algo que le costó trabajo asumir, pues tras un éxito tan descomunal, surgía el reto de mantener el mismo nivel en sus libros posteriores. Un año después se casó con Manuel Cerezales, con el que tuvo cinco hijos y del que acabaría separándose. 

La isla y los demonios, aparecida en 1950, fue su segunda novela. Ambientada en los escenarios de su infancia, Laforet retrata a una familia tan anómala como la de su novela anterior. La obra logró buenas críticas, pero al mismo tiempo decepcionó, pues se aguardaba una continuación de las peripecias de Andrea. La escritora, que se había convertido en una referencia para una generación de lectores, cada día se sentía más incómoda con la fama adquirida con Nada. Su inseguridad crecía, pero aún continuaba fluyendo su escritura. No era una gran estilista, como Azorín, Valle-Inclán o Gabriel Miró, sino una narradora con talento, que sabía crear atmósferas y contar historias. Su literatura no abundaba en ideas, pero sí en impresiones precisas y reveladoras, pequeños y significativos detalles que captaban con exactitud y sutileza el carácter de sus personajes y del ambiente en el que se desenvolvían. No escribía desde una atalaya, un despacho o una cátedra, sino desde detrás del cristal de una cafetería, observando lo que sucedía en la calle. Su mirada reparaba en lo que pasaba desapercibido para la mayoría. Todo lo que contemplaba dejaba una profunda huella en su interior, afinando cada vez más su sensibilidad. No era inquisitiva ni irónica, sino tímida, intuitiva y vulnerable. La vida le producía tanto asombro como espanto. Entre 1947 y 1952 se cartea con Elena Fortún, que se encuentra en Buenos Aires, exiliada y enferma. En una de las cartas, Laforet explica cómo concibe su trabajo de escritora: “Escribo una novela procurando que dentro de su modesta categoría quede todo lo bien que yo pueda hacerla..., pero absolutamente convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice de espiritualidad al mundo, de que para nadie es importante; y yo me entrego a ella a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes lagunas, de su mezquina talla, me meto en ella con cansancio, con rabia, con todo, y este trabajo, mientras lo hago, para mí es importante, porque me libera de otras muchas cosas. Me sirve de huida de mis malos fondos revueltos..., y ya está; por eso escribo, aunque me angustie escribir también”. 

De 1952 a 1954, publica siete novelas cortas que exaltan la pobreza evangélica y el amor al prójimo. Influida por su amiga la tenista Lilí Álvarez, Laforet abraza la fe con fervor, buscando en el catolicismo la solución a sus inquietudes existenciales. Sus novelas breves están protagonizadas por mujeres que solo anhelan ser útiles a los demás. Desprecian la comodidad y el dinero. Se las ha descrito como “beatas”, pero detrás de su conducta hay algo más que piedad. Aunque aparenten fuerza, se atisba desamparo y fragilidad. El eterno sentimiento de orfandad de Laforet busca un desagüe en la fraternidad. Frente a las tempestades del amor romántico, el amor no concupiscente promete paz espiritual. 

En 1955 aparece La mujer nueva, galardonada con el Premio Nacional de Literatura, donde Laforet narra su conversión mediante el personaje de Paulina, un nombre nada casual, pues alude claramente al “hombre nuevo” del que habla san Pablo en sus epístolas. Paulina es –como su creadora- una mujer infeliz e inconformista. Aunque se casó enamorada, su matrimonio se ha desmoronado con el tiempo. Ya no hay afecto ni complicidad. Eso propiciará que inicie una aventura extraconyugal, pero el malestar que le provoca estar involucrada en un adulterio hará que abandone el pueblo de León en el que vive y se marche a Madrid, buscando la reconciliación consigo misma. Durante el viaje en tren, se producirá su conversión. Admiradora de santa Teresa de Jesús, Laforet escoge el paisaje de Castilla para narrar el viaje interior de Paulina, que experimenta la intervención de la gracia como algo muy real y no como una fantasía. ¿Se puede decir que La mujer nueva es una novela fallida, una obra de tesis impregnada de clericalismo? El hecho de que la autora se desengañara de la Iglesia años más tarde parece abonar esta interpretación, degradando el texto a mero producto de las circunstancias. No obstante, pienso que La mujer nueva, sin ser una novela perfecta, posee enormes cualidades y, aunque su final es conformista, también alberga cierta rebeldía. Gerald Brenan alabó la obra, destacando las escenas ambientadas en el tren. Percibió en ellas un delicado equilibrio entre la introspección y la experiencia objetiva, la mirada interior y la contemplación. Paulina se enamora de su marido Eulogio mientras viaja en tren. Es un encuentro inesperado donde se desborda la pasión. Su conversión al catolicismo también se produce en un tren. El amarillo y el ocre de los campos de Castilla en el mes de agosto desencadenan “vivos ríos de comprensión”, manifestando el gozo de la fe y el amor de Dios. 

La religiosidad de Carmen Laforet apenas rebasó el lustro. Después se apagaría hasta bordear el escepticismo: “Durante cerca de siete años no me interesó nada más. Hice las mayores idioteces y me metí por todos los vericuetos de nuestro catolicismo español en lo que tiene de absurdo, enmohecido y todo. Creo que es una pena que no escribiera La mujer nueva unos años después, más objetivamente. Como obra de arte hubiera sido mucho mejor, pero estaba tan obsesionada. Lo único que siento es haber explicado cosas íntimas que creo que no deben explicarse”. Cada vez más incómoda con la dictadura, Laforet iniciará una nueva etapa. Viajará a Tánger, donde conocerá a Truman Capote y a Paul y Jane Bowles. Jane la compara con un hada por su personalidad enigmática y seductora. En 1963, después de un retiro en un pueblo de la sierra de Madrid, publica La insolación, una crítica demoledora de la moral convencional, con una valiente alusión a la homosexualidad. Las críticas no son hostiles, pero de nuevo se insinúa que su literatura dibuja una trayectoria descendente. 

En 1965, viaja a Estados Unidos, invitada por del Departamento de Estado. Allí conoce a Ramón J. Sender, exiliado pero con un ardiente deseo de volver a España. Se hacen amigos. Aunque solo se ven dos veces, intercambiarán cartas durante años. Laforet celebra el clima de libertad de la sociedad estadounidense y lamenta regresar. Escribe a Sender: “España aniquila a uno. Que sensación más horrible volver. El tren lleno de carbonilla. Los hombres, maleducados. Me encantaría vivir en América y venir aquí solo de vacaciones”. En 1970 se separa de su marido. Necesita su permiso para viajar, pues así lo establecen las leyes franquistas. Cerezales se lo concede, pero con una condición: no escribir sobre su relación. Laforet acepta, sin ignorar que eso lastrará su escritura. Durante los años siguientes, visitará París y vivirá en Roma, donde se relacionará con Rafael Alberti, que la anima a seguir escribiendo, aconsejándola que anote todo lo que se le ocurra o que grabe sus reflexiones e impresiones en un magnetofón. Se siente cómoda con su existencia itinerante: “Agradezco al destino esta profunda, indescriptible sensación de vida intensa que me produce preparar mi maleta. En el fondo de mi conciencia, yo sé que no es verdad esta idea que llevo metida en la sangre, de que soy una vagabunda, de que mi casa está en los trenes, en los barcos, de que no quiero pararme nunca y vagar de un sitio a otro. Yo sé que por uno u otro motivo mi maleta duerme y descansa muchísimo, pero el solo hecho de tenerla entre las manos despierta en mí ese personaje de mis sueños de adolescencia”. 

Durante el resto de su vida, Laforet trabajó en el manuscrito de A la vuelta de una esquina, que publicarían sus hijos a los pocos meses de su muerte y que implicaba un cambio de registro narrativo. Se especula que destruyó Jaque mate, la novela que finalizaba la trilogía Tres pasos fuera del tiempo. Pese a todo, Laforet nunca dejó de ser escritora: “Si uno es escritor –confesó-, escribe siempre, aunque no quiera hacerlo. Sé que no puedo renunciar a la obligación de una vocación verdadera, que quizás mi vida humana tiene sentido solo por perderla en esta intriga apasionada. Es algo parecido a lo que ocurre al pescador de El viejo y el mar. He salido después de superar todas mis dudas y temores, dispuesta a aprisionar al gran pez de la literatura. He creído vencer, pero al volver con el pez a la playa veo que detrás solo viene el esqueleto del pez, la prueba de lo que quiso hacer sin conseguirlo”. Laforet se hundió poco a poco en el Alzheimer. En Música blanca, su hija Cristina Cerezales nos contó que “se retiró de la escritura, de la palabra y, después, incluso del movimiento”. Sin embargo, no recuerda ese tiempo de silencio como algo trágico e infausto: “Fue precioso beber durante tres años de su silencio, de sus miradas y de nuestros recuerdos comunes”. 

¿Qué sumió a Laforet en el silencio narrativo? ¿Acaso la frustración de que sus novelas posteriores a Nada no gozaran del mismo reconocimiento? ¿Tal vez su inseguridad y su carácter introvertido? Descarto aventurar una hipótesis. Pienso que no es importante cuándo y cuánto escribe un autor. Giuseppe Tomasi di Lampedusa finalizó El gatopardo, su única novela, en 1956, con 59 años y no llegó a verla publicada, pues dos prestigiosas editoriales la rechazaron. Cada escritor tiene un tiempo y un ritmo propios, y, en esas cuestiones, no hay grados de excelencia. Afortunadamente, el valor de un libro no se mide por los premios ni por las ventas, sino por la huella que ha dejado en la posteridad. Carmen Laforet, precoz y no muy prolífica, ha trascendido su época y sus novelas continúan despertando el interés de todos los que conciben la literatura como una búsqueda interior y un testimonio de vida.

@rafael_narbona