Galdós ha soportado un largo exilio casi desde comienzos del siglo XX, cuando la novela repudió sus procedimientos tradicionales, recurriendo a la experimentación para abrirse a nuevos aspectos de la realidad. Su obra ha gozado de escasa resonancia en el extranjero y en nuestro país se ha menospreciado en infinidad de ocasiones. Aunque Valle-Inclán apreciaba su literatura, en Luces de bohemia uno de sus personajes le llamó “garbancero”, un adjetivo injusto que ha contribuido a marginar al mejor novelista de nuestras letras desde Cervantes. Cervantes fue mucho más “garbancero” que Galdós, pues en el Quijote abundan las negligencias narrativas y los descuidos estilísticos, pero la posteridad ha sido más generosa con él. Recientemente, Javier Cercas ha publicado un artículo en su columna de El País, acusando a Galdós de aleccionar al lector con afán pedagógico, frustrando la autonomía del artefacto literario. Según Cercas, Galdós es paternalista hasta el hastío y cuando nos habla de la historia de España, sus comentarios son tan previsibles como las de un viejo maestro de escuela. Su concepción de la verdad histórica es pueril y redundante, y no elusiva, paradójica e irónica, como la de grandes autores como Dickens, Flaubert, Tolstói, Conrad o Dostoievski. Sería un disparate reservarle un lugar entre estos maestros. El juicio de Javier Cercas sobre Galdós se parece más a una ejecución que a una valoración. La acusación de didactismo me parece más hiriente que la mofa de Valle-Inclán, pues no se presenta como una ocurrencia, sino como un veredicto. Atribuirle, además, el hábito de subrayar ciertas ideas, significa disparar contra la línea de flotación de su literatura, insinuando que no aporta nada esencial. Esta caricatura ignora y silencia las grandes cualidades de una obra que ha contribuido a la modernización de España, promoviendo una conciencia nacional asociada a valores laicos y republicanos, pero con un poderoso sedimento cristiano.

No creo que Galdós sea el “tatarabuelo de Siniestro Total”, como ha dicho Cristina Morales, pero sí ha trascendido su época, una virtud que le niega Javier Marías. No solo está vivo porque enciende polémicas, sino porque nos toca el corazón, suscitando nuestra ternura. Quizás ese es el aspecto que ha pasado más desapercibido. Su pedagogía recoge las lecciones del liberalismo y el krausismo, pero sobre todo penetra en las estancias más delicadas del alma humana. Marianela es un descenso al pozo del amor desinteresado, una peregrinación por todo lo que dignifica al hombre, un canto a la fraternidad con los que sufren. Galdós muestra el mismo talento que Dickens para abordar los sentimientos más nobles, pero da un paso más allá: nos revela que la solidaridad no es mera generosidad, sino la forma más perfecta de plenitud, pues nos hace abrazar a los otros, especialmente a los que habíamos apartado de nuestro camino por sus debilidades. Si el mal separa, el amor religa, evidenciando que el hombre es algo más que una conciencia pensante. No es la razón, sino el sentimiento lo que nos hace definitivamente humanos. La pedagogía galdosiana nos invita a ser humildes y a renunciar al orgullo. Nos acerca a las vidas más precarias y maltratadas, abordando con indulgencia las flaquezas propias y ajenas. Galdós no es un moralista inflexible, sino un escritor que presta su pluma a los que no tienen voz, a los que deambulan por los márgenes de la historia, abocados a borrarse de la memoria colectiva. Visibiliza lo que nadie quiere ver: la pobreza, la enfermedad, la soledad, el desamparo, la exclusión. Sus personajes ponen de manifiesto que la familia humana está incompleta cuando se elude el dolor. Sería un error creer que Galdós incurre en el sentimentalismo. Al igual que Dickens es altamente emotivo, pero comparte con el escritor inglés la capacidad de sortear la trampa de la manipulación emocional. Busca conmovernos, sí, pero no cegarnos. Nos hace llorar, sin nublar la mente, ni incendiar nuestras entrañas. Sus personajes no son caricaturas, sino criaturas que viven, se afligen, se ilusionan,  rogándonos que les hagamos un hueco en nuestras existencias.

Siempre he sentido predilección por Misericordia, una novela que muestra una honda afinidad espiritual con el universo de Tolstói y que está muy lejos de la frialdad de Flaubert o el nihilismo de Conrad. Ni Galdós ni Tolstói se dejan arrastrar por el pesimismo. Ambos creen en el hombre, en su capacidad de amar y superar sus faltas y equivocaciones. Galdós era anticlerical. Tolstói, también. Tal vez esa es la causa de que compartan una sensibilidad cristiana, evangélica. Los dos son tolerantes con las imperfecciones ajenas. Desconfían del rigor moral y del anhelo de perfección. Los santos son ejemplares en su entrega a los demás, pero no están exentos de miseria. Benina, la protagonista de Misericordia, pide limosna para mantener a su señora, una vieja dama burguesa cuyo orgullo le prohíbe buscar la ayuda ajena. Sin embargo, cuando las cosas marchaban mejor, Benina sisaba a su señora. Incluso lo hace ahora, pues así siente que no está en manos del destino, sino de su propio criterio, que le aconseja disponer de algunas monedas para los imprevistos. No es mezquina. Se desprende sin esfuerzo de lo que ha guardado. No conoce el asco ni los remilgos. Cuida de Almudena, un magrebí ciego que mendiga por las calles de Madrid. La vida en la calle ha convertido su piel en una constelación de sarpullidos y erupciones. Su apariencia es repugnante, pero Benina le cura con paciencia infinita. Galdós es un humanista que sueña con un porvenir sin injusticias ni agravios. No es un iluso. Sabe que el ser humano es egoísta, pero piensa que nunca es completamente indiferente hacia la desventura de sus semejantes. Cuando la historia llega a cotas insospechadas de crueldad, retrocede y hace examen de conciencia.

Flaubert nunca se compadece de sus criaturas. Conrad no es tan inhumano, pero comparte la visión shakesperiana de la vida como un cuento sin significado, lleno de ruido y furia. Piensa que la esperanza es una quimera, una fantasía infantil. Ni siquiera podemos redimir nuestros pecados. Lord Jim cree que ha borrado su vergonzosa conducta en el Patna, pero la fatalidad volverá a golpearle con saña. El precio de recobrar su dignidad será su propia vida. Galdós está más cerca de Dostoievski, que sí cree en la redención, pero no experimenta ninguna fascinación por el mal. No bucea en los albañales de nuestro ego, donde pululan las pasiones más turbias. Su mundo puede ser sombrío, pero jamás negro y desesperado. No es un mundo fantástico, pero sí onírico y cervantino, donde el ser humano se mueve entre la realidad y el sueño. Galdós es un soñador, un hombre que espera -aunque no sabe muy bien el qué-, una conciencia que explora los límites, negándose a sucumbir al desaliento del que no encuentra sentido a la existencia.

Misericordia finaliza con una escena de enorme belleza moral. Benina ha sido expulsada de su casa por Juliana, la nuera de su señora. Una herencia inesperada ha sacado a la familia de la miseria y, tras descubrir que han subsistido con las limosnas recogidas por la criada, deciden ocultar el vergonzoso episodio, altamente ofensivo para su mentalidad burguesa. Sin embargo, a Juliana le atormenta la mala conciencia. Piensa que sus hijos enfermarán y quizás morirán. No aprecia una relación directa entre sus temores y su decisión de despedir a Benina, pero su malestar le impulsa a buscar a su víctima, que vive en una chabola de la carretera de Toledo con Almudena, muy enfermo. Benina no aprovecha la ocasión para vengarse. Por el contrario, conforta a la responsable de su desgracia y apacigua sus miedos. Se despide con una frase llena de misericordia: “Tus hijos están bien… No vuelvas a pecar”. No encontraremos ninguna escena así en Flaubert, ni en Conrad. Sí nos toparemos con esa compasión en Cervantes. Don Quijote es un loco, pero su enajenación está llena de bondad y clarividencia. Se escinde de la realidad porque no soporta el prosaísmo de una época donde el heroísmo es objeto de befa, y la caridad, una sospechosa rareza. Alonso Quijano el Bueno se niega a vivir sin un ideal. Sabe que la historia le ha derrotado, que ya no hay espacio para la piedad y el sacrificio, que los hombres se muestran feroces con sus iguales y despiadados con sus inferiores, pero se niega a vivir en esa realidad. No quiere extender aún más la sombra de Caín. Su triste figura es el mascarón de proa de un ocaso que se resiste a morir. Benina no es menos altruista que el hidalgo alucinado. No está dispuesta a responder al mal con rencor, lo cual también es una locura. A pesar de su insignificancia, se alza como una fuente de pureza y una promesa de vida entre las inmundicias del arrabal donde sobrevive a duras penas. “Agua y roca a la vez –escribe María Zambrano en La España de Galdós-. Ella es lo más viviente que hay; la actualidad de la vida libre de residuo alguno, libre de toda traba frente al futuro. Porque es presente que al renacer en cada instante es porvenir, porvenir que al descender a la realidad desde la infinidad de las posibilidades es la verificación más fiel de la esperanza, su pura actualidad futura”. Se ha dicho que Galdós no inventó nada nuevo, que siempre fue un paso por detrás de Flaubert o Conrad, pero la radicalidad de Misericordia pone de manifiesto su originalidad o, más exactamente, su intemporalidad. No introdujo novedades formales, pero advirtió que la literatura es pasión por lo posible, “una luz en el cielo más lejano”, como dijo Ernst Bloch de la música. La literatura es el lenguaje de la esperanza. El genio de Galdós lo comprendió perfectamente y por eso volvemos a él, huyendo del miedo a quedar atrapados en el claroscuro del vacío y el desengaño.

@Rafael_Narbona