El ensayista rumano Emil M. Cioran se declaraba enemigo de Dios, el Hombre y la Vida. Su nihilismo no conocía límites, salvo el que impone la muerte. La perspectiva de no ser, de morir en cuerpo y alma, de abandonar definitivamente el campo de batalla de la conciencia, le producía un inmenso regocijo, pues consideraba que vivir es una maldición. No hay especie más desdichada que la humana. Nuestra maldita lucidez, una anomalía evolutiva, no deja de recordarnos nuestra fragilidad. El miedo a la muerte ha inspirado la ridícula necesidad de buscar un sentido al cosmos, engendrado religiones y filosofías que hablan de éxtasis y absolutos. Una filosofía honesta nunca hablaría de paraísos. Se limitaría a enhebrar “silogismos de amargura”, pero ignorando las exigencias de la lógica. La amargura es más discreta que la felicidad, ruidosa, banal y atolondrada.

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Hace unos días, rescaté Silogismos de amargura, una obra de 1952. En ella, Cioran, auténtico apóstol del nihilismo, se burla de la verdad. La verdad es una ficción más, una mentira que impone dolorosos tributos. Hay que renunciar a la verdad y refugiarse en lo trivial: “Sueño con un mundo en el que se muriera por una coma”. Las palabras son las aliadas del culto a la verdad. Por eso, deben ser profanadas y ultrajadas. Al igual que Nietzsche, Cioran piensa que la gramática es “una vieja hembra engañadora”. Los filósofos deberían tomar como modelo de estilo “el juramento, el telegrama y el epitafio”. En realidad, sería preferible no escribir, pero el ser humano está enamorado de sus taras y no puede reprimir el impulso de compartirlas.

Cioran fantaseaba con el suicido, se excusaba por escribir, despreciaba el amor. ¿Por qué no se quitó la vida entonces? ¿Por qué escribió un libro tras otro, desplegando una actividad intelectual frenética, casi compulsiva? Su trayectoria es sumamente paradójica, pues reivindicó el gruñido y la esterilidad, lo cual no le impidió cuidar la prosa, afilar el pensamiento y acumular un buen número de obras. Maestro del aforismo, su pensamiento es una inacabable variación de un único tema, que explota toda clase de combinaciones. Repite una y otra vez que la vida es un error. Existir –y soportar el lastre de la conciencia– sólo produce insatisfacción y dolor. Escribir es una enfermedad, su enfermedad, la manifestación irremediable de su malestar existencial. No busca la gloria ni la inmortalidad, pero presupone que su obra disfrutará de un prolongado eco, lo cual le avergüenza. Sus libros se leerán durante mucho tiempo por la misma razón que se lee a Baudelaire, Rimbaud o Poe: por su ferocidad. El Evangelio ha llegado hasta nuestros días por ser el libro más “venenoso” de la historia de la humanidad. Sólo un libro ponzoñoso se atrevería a sostener que el universo nace del amor.

El cosmos es una alcoba ahogada por una fetidez insoportable, un abismo donde se pudren los cadáveres de una leprosería. La vida es “una combinación de química y estupor”. Sería preferible ser piedra, mineral. No hay ningún motivo para sentirse orgulloso de ser hombre. Somos “una especie de monstruo temeroso” que aúlla ante el absurdo inconmensurable del ser. Cioran confiesa que la realidad le produce “asma”, fatiga, asfixia. Sin embargo, no ha cometido la insensatez de refugiarse en Dios. Dios florece en la enfermedad y el miedo. La leucemia es el jardín donde echa sus primeros brotes. Sólo los locos reconocen la impotencia humana, su trágica fragilidad. Cioran rescata las palabras de un enfermo mental para reflejar nuestro desamparo: “Soy como una marioneta rota cuyos ojos hubieran caído dentro”. Dios es un ruiseñor que eructa, un amanecer vomitado por un hígado agonizante, una abominación alumbrada por el temor y la ignorancia. El hombre lúcido no reza. Bebe, fuma, odia, maldice, escupe, avasalla y frecuenta los burdeles. Su sentido de la coherencia le impone destruir su propia vida, no hacer nada de provecho, malograrse alegremente. Su “lógica de hiel” es más decente que la indignidad de la oración, meras palabras de sumisión lanzadas al vacío. Occidente declina porque ha renunciado a sus vicios. Su decadencia puede compararse a la de la Iglesia Católica: “Véase el caso de los papas: mientras fornicaban, practicaban el incesto y asesinaban, dominaban el mundo y la iglesia era omnipotente. Desde que respetan sus preceptos, su poder se degrada”.

Cioran repudia los nacionalismos, pero no esconde su amor por España. No le atrae su pasado imperial, sino su sentido de la decadencia, interiorizado incluso por las gentes más sencillas. En una ocasión, visita un pueblo y se aloja en una modesta pensión. En un cuarto, se topa con un retrato de Felipe II. Una mujer casi analfabeta le comenta: “Con él, empezó nuestra decadencia”. Tras descubrir y conquistar el Nuevo Mundo, España “se dedicó a rumiar su pasado, se volcó sobre sus lagunas, dejó que se enmohecieran sus cualidades y su genio; en compensación, enamorada de su ocaso, lo adoptó como una nueva supremacía”. En ese sentido, España es la nación del desengaño. Sólo cree en su interminable crepúsculo. Ese espíritu debería ser un ejemplo para todas las naciones. La vida es una caída sin fin, una derrota irreversible. Admitirlo es un gesto de clarividencia que honra a los españoles. Apátrida irreductible, Cioran confiesa no obstante que siempre ha deseado ser español, pues se trata del único pueblo que ha echado raíces en una saludable putrefacción. Su resistencia a la modernidad es una garantía de futuro. En cambio, Europa, rebosante de saber, camina hacia la autodestrucción. Hitler intentó salvarla mediante el regreso a la barbarie, pero fracasó. Aunque de joven, Cioran simpatizó con la Guardia de Hierro fundada por el abogado rumano Corneliu Zelea Codreanu, después se distanciaría de las tesis nacionalistas. Nunca pretendió reivindicar a Hitler, pero sí señaló que la decadencia de Occidente se debía al exceso de intelectualismo y a la falta de ambición y orgullo. Aníbal habría triunfado sobre Roma, si hubiera lanzado su ofensiva militar siglos más tarde, cuando “el imperio estaba vacante, como la Europa de hoy”.

Cioran se mofa de la virtud. Sueña con tener el alma de Tiberio, que no conocía la piedad y se complacía con lo perverso y monstruoso. Maldice la esperanza, “una aberración, una ficción”. Dios es “la Nada suprema”. La vida no merece un calificativo mejor. Cioran no es Nietzsche. No incurre en la exaltación dionisíaca de la vida. Al revés, reconoce que sin Dios, la vida no es más que polvo y miseria, un infructuoso trasiego de penalidades, una mascarada absurda y sangrienta. No debemos bajar la guardia. Si alguna vez experimentamos la tentación del Bien, debemos extirparla con virulencia mediante un acto cruel. En esos momentos, debemos ir a un mercado, escoger entre la muchedumbre a la vieja más desvalida y atropellarla sin piedad. El mal deja una huella más duradera que la virtud: “Dichosos Onán, Sade, Masoch… Sus nombres, lo mismo que sus proezas, no envejecerán jamás”. Cioran no niega el poder de la belleza. Bach o un saxofón pueden provocar auténticos arrobamientos. Las notas del saxofón o un clave nos enseñan más cosas que la lectura de Platón. “Dios le debe todo a Bach”. Con todo, los logros de la música son inferiores a los dones del desarraigo: “Pueblo auténticamente elegido, los gitanos no son responsables de ningún acontecimiento, de ninguna institución. Han triunfado sobre el mundo por su voluntad de no fundar nada en él”. La muerte siempre es la mejor opción: “Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro…”. Los hombres no son más que “gotas de saliva que escupe la vida, […] un espermatozoide es un bandido en estado puro”. Cioran elogia el aborto y el canibalismo, pues ambos contribuyen a diezmar la especie humana. Finaliza su alegato contra la vida, afirmando que su odio se apaga con la edad, que probablemente ya no se suicidará –quizás se ha jubilado de su principal obsesión– y que se cobija estoicamente en la perplejidad. Se ha acostumbrado a sus propios terrores y ya no le teme a la muerte: “Hubo un tiempo en que envidiaba a esos monjes de Egipto que cavaban sus tumbas para llorar sobre ellas: si cavara ahora yo la mía, sería para no arrojar más que colillas”.

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¿Dónde debemos situar a Cioran en la historia de la filosofía? ¿Es un cínico, un discípulo de la secta del perro, un nuevo Diógenes de Sinope que ha leído al marqués de Sade y busca la autarquía en el exceso? No, Cioran no es un cínico. No cree que el hombre deba abandonar la civilización y volver a la naturaleza. No cultiva la imperturbabilidad, sino la turbulencia. Se ríe de los convencionalismos, pero no lo hace en nombre de una vida sencilla y libre de artificios. Piensa que la naturaleza es tan imperfecta como la sociedad. No merece la pena luchar por ninguna idea. Cioran no pretende ser un filósofo, sino un vándalo que reduce a cenizas cualquier signo de civilización. El humanismo y el ecumenismo esbozados por los cínicos le parecen doctrinas ridículas, sentimentalismo ponzoñoso que intenta esconder un hecho innegable: el hombre no se mueve por amor, sino por odio. Si no es un cínico de la secta del perro, ¿podría ser Cioran un epicúreo? ¿Quizás un discípulo de Lucrecio? Lucrecio afirma que no hay dioses protectores, ni inmortalidad. Vivimos en el reino del azar y no podemos hacer nada contra la muerte y la enfermedad. Sólo nos cabe ejercer la serenidad que nos proporciona la razón, sin desperdiciar las ocasiones de dicha. Cioran no siente ningún aprecio por serenidad, pues le parece un gesto estéril y sin fundamento. El filósofo verdadero nunca será un sabio con autodominio, sino un libertino que embrutece su conciencia con toda clase de impudicias.

Cioran es un caso único, una rareza. Debe ser estudiado con la perspectiva del patólogo que se topa con una anomalía sin precedentes. Pero, ¿debemos tomarnos en serio su execración de la vida, sus sentencias llenas de bilis, sus escandalosas provocaciones? Cioran no se suicidó. Murió octogenario, víctima del Alzheimer. Los que trataron con él, destacan su cortesía y su humor. Su prosa es un prodigio de estilo que evoca la mejor tradición de las letras francesas. Su pesimismo parece un rumor de fondo, no una vivencia que impide disfrutar de la existencia. Melancólico, sí, pero no desesperado. ¿Se trata, pues, de un impostor? No: sencillamente un escritor. El oficio de escribir nace de una impostura. Detrás del estilo, no está el hombre, sino el yo que soporta la ficción. No hablo de un yo psicológico, real, sino de una construcción que proporciona coherencia al texto. El escritor y el hombre casi nunca coinciden. Cioran es un seductor sin un ápice de ternura, un Oscar Wilde del nihilismo, un maestro de la desesperanza. Su ingenio nos anonada; sus piruetas verbales nos dejan asombrados, hambrientos de un nuevo malabarismo, pero su gracia y ligereza nos hacen sentir que presenciamos un espectáculo, no una confesión.

No hace falta adoptar una perspectiva trascendente para justificar la vida. En Los alimentos terrenales (1897), André Gide celebra la vida sin postular la eternidad: “El más breve instante de vida es más fuerte que la muerte y la niega”. La muerte no es el mal absoluto, sino un evento necesario para garantizar la continuidad y diversidad de la vida: “La muerte es sólo la autorización a otras vidas para que todo se renueve sin cesar”. La vida se justifica por la belleza de un amanecer o por la ternura del agua refrescando nuestra piel. El conocimiento se alimenta de sensaciones, no de ideas. No comprenderemos el misterio de una playa hasta que nuestros pies se hundan en su arena. No entenderemos la bendición de la luz hasta que sintamos el sol en nuestras mejillas. Cualquier logro, por pequeño que sea, es valioso. Ningún trabajo es deleznable, si se hace con alegría: “No me gustan aquellos que se vanaglorian de haber trabajado penosamente”. La riqueza de la vida se mide por su capacidad de producir “diferencia”. Nada es igual a nada. Nadie es una réplica de otro. No existe la semejanza perfecta. Gide no cree en un Dios personal y trascendente, pero conserva el valor de lo sagrado: “He llamado Dios a todo lo que amo y por eso he querido amarlo todo”. Con una sensibilidad panteísta, Gide canta a la “luz difusa” del atardecer, a los rayos de sol que se enredan entre las hojas de una alameda, a “las doradas espumas” que tiemblan la cresta de una ola. Su intención es amar cualquier forma, sin quedarse ligado a ninguna. Amar la vida, la armonía, el equilibrio, pero también la disonancia y el desorden, pues todo conforma el ser. Pensar no es la mejor forma de amar. Es preferible dejarse guiar por los sentidos. El placer es inocente; los mandamientos, en cambio, siempre son culpables, lastiman el alma, arrebatándole la dicha de sentir. Gide confiesa sentir “una sed ardiente” de todo lo que se denigra con la idea de pecado. Presume de su paganismo, pero no niega el misterio ni lo numinoso.

En Los nuevos alimentos (1935), Gide prosigue con su elegía a la vida: “toda la naturaleza nos enseña que el hombre ha nacido para la felicidad”. De nuevo, deplora que algunos hombres abominen de la vida porque su duración sea limitada y, a veces, cruelmente breve: “¿Vas a desdeñar ese hermoso país que estás atravesando, vas a rechazar sus encantos porque pronto han de serte arrebatados? Cuanto más rápida sea la travesía, más ávida debe ser tu mirada; cuanto más precipitada sea tu huida, más súbito debe ser tu abrazo”. Descarta el egoísmo, pues la dicha sólo es legítima cuando se comparte: “Mi felicidad consiste en aumentar la de los demás. Necesito la felicidad de todos para ser feliz”. No sin humor, aborda la figura de Dios, clamando que no puede oponerse a las leyes naturales, pues sería una forma de negarse a sí mismo. Dios, si es realmente el creador del universo, quiere nuestra felicidad. En un coloquio imaginario, Gide atribuye a Dios planteamientos muy alejados de los habituales. Dios no percibe el mundo que ha creado como un valle de lágrimas: “Debo confesarte que me siento muy decepcionado con los hombres. Los que más se proclaman hijos míos, con el pretexto de adorarme mejor, vuelven la espalda a todo lo que preparé para ellos en la tierra”. Por otro lado, Dios no advierte ninguna utilidad en el ascetismo: “Sí, precisamente aquellos que me llaman padre, ¿cómo pueden suponer que yo puedo complacerme en verlos adelgazar, sufrir y privarse por amor a mí?”. Gide ensalza la alegría infantil que no pide a la vida nada, salvo el milagro cotidiano de existir. Mira hacia atrás y se apena de haber “ensombrecido” su juventud, prefiriendo lo imaginario a lo real. Sólo hay algo imperdonable: apartarse de la vida, rebelarse contra ella hasta el extremo de concebir el nacimiento como una desgracia, anhelar la muerte.

A pesar de su ateísmo furibundo, Cioran razona como un teólogo. Vivir es doloroso y decepcionante porque no hay un Dios que garantice nuestra inmortalidad personal y corrija con su justicia las iniquidades de la historia. La nada acabará tragándose todo: la música de Bach, los pensamientos de Montaigne, la pintura de Rembrandt, los paisajes de nuestra niñez. La muerte sepultará todo lo que amamos y da sentido a nuestra existencia. No habrá una reparación para las víctimas inocentes. El mal quedará impune. Sería mejor no haber vivido: “No haber nacido, de sólo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!”. Detrás de esa exclamación, late el miedo. Miedo al porvenir, miedo a las incertidumbres del presente, miedo a lo que quedó atrás. En el prólogo de El principio de esperanza (1954), Ernst Bloch sostiene que el ser humano no debe dejarse dominar por el miedo: “Se trata de aprender la esperanza. Su labor no ceja, está enamorada del triunfo, no del fracaso”. La vida de los hombres se halla trufada de sueños. Y esos sueños son como trigo que quiere madurar. “Pensar significa traspasar”, asegura Bloch. “Hay que tomar partido por el futuro”. El ser debe ser entendido como “un a dónde todavía inconcluso”. La esencia del mundo no está en el pasado. “La esencia del mundo está en el frente”. No es una simple meta, sino el punto donde lo pretérito y lo actual confluyen en un mañana utópico.

No dejaré de leer a Cioran. Su prosa es una caudal de hallazgos estilísticos y golpes de ingenio, pero no consentiré que afecte a mi aprecio por la vida y a mi apego por la esperanza. Esperanza de lo posible, pero también de lo imposible, pues una esperanza que se ve, no es esperanza.

@Rafael_Narbona