La Comanchería era un territorio que comprendía el noroeste de Texas, el este de Nuevo México, el sudeste de Colorado, el sudoeste de Kansas, el oeste de Oklahoma y el norte de Chihuahua. Hasta 1850, se encontró bajo el dominio de la nación comanche, un conjunto de pueblos que vivían de la caza, la recolección y la guerra con sus vecinos. De creencias animistas, los comanches lucharon contra los colonos europeos, protagonizando letales incursiones que incluían el asesinato indiscriminado de hombres, mujeres y niños. A veces, respetaban la vida de los más pequeños para educarlos según sus costumbres e incorporarlos a su sociedad. En otras ocasiones, los vendían como esclavos. No eran más despiadados que sus enemigos. Los estadounidenses y los mexicanos atacaban sus poblados, exterminando a todos sus habitantes. La costumbre de arrancar cabelleras se practicaba indistintamente en los dos bandos. En una época de expansión demográfica y escasez, se luchaba por la tierra y los recursos. Publicada en 1954, The Searchers, de Alan Le May, recrea ese mundo violento y primitivo. No es una novela simplista o maniquea, sino un lúcido retrato de una región hostil, donde la compasión era un despilfarro intolerable. Solemos concebir el mal como un acto libre de la voluntad, pero la historia nos muestra una y otra vez que el mal no es algo que se elige, sino una fatalidad propiciada por circunstancias particularmente adversas.  

El western es un género en decadencia. En las cuatro últimas décadas, el cine sólo nos ha regalado una obra maestra, Sin perdón (Clint Eastwood, 1992). El panorama es aún menos alentador en el terreno de la literatura, donde ni siquiera los clásicos del pasado, como The Searches o Shane, han logrado el respeto de la crítica. En nuestro país, la colección Frontera de la Editorial Valdemar ha publicado veinte títulos esenciales con cuidadas y bellas ediciones. Descubrirla me hizo modificar mi punto de vista sobre un género al que hasta hace poco no le había prestado mucha atención. Entre los doce y los quince años, leí las novelas de Karl May y Zane Grey, pero conservo un recuerdo borroso de esas obras. Eso sí, no he olvidado las tardes en que fingía estudiar latín o matemáticas, mientras devoraba unas aventuras que me revelaban la existencia de un mundo salvaje y épico, con sheriffs, colonos, cuatreros, soldados, tramperos y pieles rojas. El cine de John Ford completaba esa experiencia, introduciendo una nota lírica e intimista.

Desde entonces, he visto infinidad de veces Centauros del desierto, una de las cumbres del western, pero no había leído la novela. Sabía que se había alterado el título original, pero consideraba que esta vez no se había incurrido en una nefanda distorsión. Valdemar, con muy buen criterio, ha conservado el título español, que expresa -con indudable fuerza poética- la fusión de caballo y jinete en una figura mítica. La cubierta reproduce un espléndido cuadro de Robert E. McGinnis donde aparece Ethan Edwards –en la versión cinematográfica, un inquietante y sombrío John Wayne- recogiendo la manta de Debbie, su pequeña sobrina, raptada por los comanches después de mutilar y asesinar a toda su familia. Ataviado con unas aparatosas chaparreras, camisa azul, sombrero negro y pañuelo rojo, Ethan observa la muñeca de trapo de Debbie. Su sombra se alarga sobre la tierra roja de un diminuto cementerio familiar con modestas lápidas de piedra. Al fondo, la línea del horizonte separa una llanura amarillenta y despoblada de un cielo pálido y sin nubes. La luz fría del atardecer impregna de tristeza la escena, mostrando el dolor de la pérdida. Ethan es un hombre acostumbrado a esconder sus sentimientos, pero su rostro refleja desolación. Cabizbajo, su enorme envergadura revela una insospechada vulnerabilidad.

Nacido en 1925 Cincinnati, Ohio, Robert E. McGinnis fue un célebre artista e ilustrador que realizó más de 1.200 portadas de bolsillo y más de 40 carteles de películas, algunos de clásicos tan memorables como Desayuno con diamantes o Barbarella. También hizo el cartel de varias aventuras de James Bond. Las voluptuosas mujeres que rodean al agente 007 le sitúan entre los dibujantes más inspirados de pin-ups. El retrato de Ethan (en la novela, Amos) capta el vacío interior del personaje, incapaz de crear vínculos afectivos estables y echar raíces. Su interminable búsqueda sólo es una huida hacia delante, una compulsión que apenas logra ocultar su soledad e inadaptación.

Alan Le May nació en 1899 en Indianápolis, Indiana. Escribió novelas, cuentos y guiones de cine. Principalmente se le recuerda por The Searchers y The Unforgiven (Los que no perdonan, 1954), que fue adaptada al cine por John Huston en 1960, con Audrey Hepburn y Burt Lancaster como protagonistas. Al igual que las obras de Robert E. McGinnis, Le May cultiva un estilo realista, con las virtudes clásicas de belleza, transparencia y elegancia. Ambientada en Texas hacia 1870, Centauros del desierto relata un episodio relativamente frecuente durante la confrontación de los colonos blancos contra los comanches. En un pasado reciente, los comanches habían sufrido un notable declive demográfico por culpa de la sequía que estragó el territorio entre 1845 y 1860, y por la agresiva política expansiva del recién creado Estado de Texas, que se había anexionado las zonas más fértiles. La pradera ya no proporcionaba alimento a los bisontes ni a los caballos, condenando a los comanches a soportar una hambruna cada vez más severa. Todo cambió con la Guerra de Secesión y la desmovilización de los Rangers. Las nuevas autoridades pusieron en marcha una política de apaciguamiento dirigida por el Agente Indio Lawre Tatum, un cuáquero de firmes convicciones pacifistas. Los comanches aprovecharon la circunstancia para lanzar sangrientas incursiones en Texas y el norte de México. El ejército y los Rangers, reorganizados y mejor equipados, respondieron atacando los campamentos de los comanches, kiowas y apaches con el propósito de reducirlos a cenizas. No hay guerras limpias. Los comanches torturaban y mutilaban, sin discriminar entre civiles y combatientes; los blancos, también. Cuando los comanches asaltan el rancho de los Edwards, le cortan un brazo a Martha y juegan con él, arrojándoselo unos a otros. Durante la batalla final contra el poblado del jefe Cicatriz, secuestrador de Debbie, los Rangers y los soldados acuchillan sin piedad a las mujeres, los ancianos y los niños, cortando sus cabelleras para conservarlas como trofeos. En otra ocasión, el ejército mata a todos los caballos de un poblado para despojar a los comanches de uno de sus recursos vitales. 

La novela de Alan Le May nos cuenta la historia de tres familias de colonos, los Edwards, los Mathison y los Pauley. La familia Edwards está compuesta por Henry, su esposa Martha y sus hijos Ben, Hunter, Lucy y Debbie. Hermano de Henry, Amos vive con ellos. También el joven Martin Pauley, acogido por los Edwards después de que los comanches asaltaran su rancho y asesinaran a toda su familia. Martin, muy pequeño, se salvó, escondiéndose entre la maleza. De raíces cuáqueras, Aaron Mathison reza y lee la Biblia todas las noches, sin alejarse de su rifle para proteger su ganado. Su hijo Brad está enamorado de Lucy, y su hija Laurie muestra interés por Martin, pero el joven Charlie MacCorry la corteja, con la esperanza de cambiar sus sentimientos. Tímido, introvertido y moreno como un indio, Martin carece de ambición y se comporta con inseguridad. Amos no consiente que le llame “tío”, pues no hay un lazo de sangre que lo justifique. Huraño, corpulento y con una espesa cabellera, Amos perteneció a los Rangers, trabajó como capataz de un convoy de toros, hizo de correo y estuvo al mando de una estación de diligencias. Trabaja para su hermano sin percibir ningún salario. Lo hace porque está enamorado de Martha y no hay otro modo de estar a su lado. Lije Powers, un cazador de búfalos, deambula por la región, soñando con una mecedora junto al fuego. Sin familia, quiere pasar sus últimos días al calor de un hogar. En la Comanchería, hay muchos hombres que vagan por la llanura, sin otro destino que morir solos y olvidados

Cuando los comanches secuestran a Debbie y a Lucy, se organiza un pelotón de rescate. Después de varias escaramuzas, sólo deciden continuar la búsqueda Amos, Martin y Brad Mathison. Amos descubrirá el cuerpo de Lucy, con signos de haber sido violada. Brad se suicidará, lanzándose contra los comanches, incapaz de soportar que su prometida haya sido vejada. El contacto sexual con los "salvajes" se considera un agravio imborrable. El racismo está a flor de piel. El otro es el enemigo, no un semejante. Se le puede matar, pero no convivir con él y, menos aún, compartir cualquier forma de intimidad. La psicología de los comanches es diferente de la de los blancos: "Tú puedes montar un caballo hasta que reviente y muera –comenta Amos-, y luego continuar llevando tu silla en los brazos. Pero entonces llega un comanche, levanta ese mismo caballo y lo cabalga otros treinta kilómetros más. Y luego se lo come". Los comanches son caprichosos e inconstantes. No comprenden que alguien empeñe años de su vida en conseguir algo. En cambio, Amos seguirá la pista de Debbie, "sentado en su silla como un bloque de granito que, de alguna manera, forma una sola pieza con su caballo". Sabe que Texas es un territorio inhóspito, casi inhabitable: "Echamos raíces en un lugar lejano, demasiado lejano, mucho más allá de donde un hombre tendría derecho o sentido común para echar raíces".

Piensa que no siempre será así. Tal vez hagan falta cien años, pero "algún día esta tierra será un buen lugar para vivir. Quizás necesite nuestros huesos para abonar el suelo y así poder alcanzar esa paz". Cuando se cumple el primer año de búsqueda, Amos comenta a Martin que es comprensible sentir frustración por no haber conseguido nada hasta ese momento, pero –en un tono existencialista- aclara que los sentimientos de culpa, fracaso y vergüenza son inherentes a la condición humana: "Te metiste en este lío sólo por el hecho de nacer. Quizás no haya manera de escapar una vez se nace humano, excepto huyendo a través de las brasas del infierno". Los "centauros del desierto" sólo son buscadores en apariencia; en realidad, escapan de sí mismos, de sus demonios interiores. Amos siente que le debe a Martha el rescate de Debbie. Aunque esté muerta, sigue amándola y ni siquiera se plantea volver a amar. Sus sentimientos son tozudos y obsesivos. Martin ama a Laurie, pero ese afecto no está tan arraigado como para borrar su malestar interior. En su mente, siempre flota la imagen de un enebro ennegrecido con forma vagamente humana. Tardará mucho en descubrir que ese enebro es una reminiscencia del pasado. Mientras se escondía en la maleza, huyendo de los comanches que mataron a su familia, se topó con un enebro con ese aspecto y la imagen se ha quedado grabada en su memoria, asaltando su inconsciente de manera recurrente. 

Martin acabará advirtiendo que a Amos no le mueve el anhelo de rescatar a su sobrina, sino el odio y el afán de venganza. Cuando mata a un comanche, no le corta la cabellera. Prefiere pisotearla, aplastándola como si fuera una alimaña. Paradójicamente, los comanches a los que siguen pertenecen al clan de los nawyecky, "los que nunca llegan a donde se dirigen". Perseguidores y perseguidos se parecen en su nomadismo y desarraigo. Amos y Martin parecen predestinados a quedar fuera de todo: blancos que viven como comanches, vagabundos que merodean los campamentos indios. Dicho de otro modo: intrusos, desclasados, parias. No son "comancheros". No venden armas a los comanches, pero sí comercian con ellos, estafándoles con baratijas. Por un malentendido, Martin compra una esposa comanche. No pueden abandonarla mientras estén cerca de su poblado, pues les costaría la vida. En los tres días que conviven con ella, Martin le cogerá afecto, pues se desvela por cuidarlo. Cuando se han alejado lo suficiente, Amos le propone matarla, pero Martin, menos deshumanizado, se lo impide. Siempre la recordará como "una diminuta joven comanche de ojos tristes" a la que bautizó como Look (Mira).

Durante unos días, su presencia ha creado un espejismo de familia. Sin ella, sólo son dos puntos insignificantes reptando por un paisaje desolado. Amos rompe el silencio con maldiciones cada vez que se internan en una ventisca o en la negrura sobrenatural de la noche. Texas no es un simple telón de fondo, sino un abismo que devora vidas. Martin sabe que si muere en el desierto, el polvo enterrará sus huesos y nadie le echará de menos. Los comanches no se preocupan de esas cosas. No tienen dioses que les prometan la eternidad, ni una tradición escrita que recoja sus hazañas o fracasos, pero son más felices que los blancos. No hacen balances, no se fijan metas; no les atormenta el pasado ni el futuro. Sólo viven el día a día. En cambio, Amos y Martin son perfectamente conscientes de su infortunio. No han dejado nada atrás, porque no tenían nada que dejar. No protagonizan una epopeya, sino una patética fuga. Sólo les queda la pradera y la compulsión de recorrerla, buscando un fantasma.

John Ford se desvío de la novela de Alan Le May en algunos aspectos

Cuando finalmente encuentran a Debbie, ya no es una niña sino una adolescente. Cicatriz le ha hecho creer que es su padre adoptivo, no su secuestrador, y ha concertado un matrimonio con un guerrero. Debbie no desea volver con los suyos. Se considera comanche. Ha visto a los soldados matar a las mujeres y a los niños: "Lo hacen para que no nos reproduzcamos. Nos quieren borrar de la faz de la tierra". Odia a los blancos. Amos quiere meterle una bala en la cabeza. Piensa que Martha lo hubiera aprobado. "Ahí estaba la esencia de su victoria –reflexiona amargamente Martin-, después de todos estos largos años: tan sólo un amargo gusto a muerte, y luego nada más, para siempre". Amos morirá durante el asalto al poblado de Cicatriz. Martin saldrá con vida y con Debbie, pero los dos experimentarán la sensación de estar irremisiblemente perdidos. Son dos criaturas a la deriva entre dos mundos que luchan para aniquilarse mutuamente. Debbie no recuerda su rancho, pero sí cuanto quería a Martin. Es la única esperanza que les sostiene, mitigando su desamparo. 

John Ford se desvío de la novela en algunos aspectos. El guión de Frank S. Nugent concibió un final menos sombrío. Amos, rebautizado como Ethan, no pierde la vida, pero se queda fuera de la comunidad. Nunca tendrá un hogar. Siempre será un alma errante, un extraño, un fuera de la ley, pues ha matado a unos hombres blancos en confusas circunstancias. La película de John Ford comienza y finaliza con un plano filmado desde el interior de una vivienda. Ethan llega al rancho de su hermano. Martha le observa desde el dintel de la puerta. La vivienda está sumida en la oscuridad, tal vez para destacar el contraste con el exterior, luminoso hasta herir los ojos con su resplandor. Ethan se acerca lentamente. Lleva una capa y un pantalón del ejército confederado. Luchó por el Sur y no oculta su rencor hacia los vencedores. Su rostro, mal rasurado, y su mirada, turbia y penetrante, habla de soledad y desazón. Ya dentro de la casa, alzará con los brazos a Debbie, mostrando una ternura que sólo acentúa su infelicidad. Debbie es la hija que podía haber tenido con Martha, a la que ama sin esperanza, pues es la esposa de su hermano.

Cuando se despide de su cuñada para perseguir a los comanches que han robado el ganado de los Mathison, besa castamente su frente en presencia del reverendo y capitán Samuel Johnson Clayton (Ward Bond). Clayton finge no advertir sus sentimientos, pero su afectada impavidez deja bien claro su condición de testigo no deseado de un amor imposible. Ford filma el techo, agudizando la sensación opresiva, casi claustrofóbica, de unos personajes desbordados por sus sentimientos. Ethan volverá a levantar a Debbie, pero cuando esta ya es una joven que ha crecido con los comanches. Pensaba matarla, pues se ha convertido en la esposa de Cicatriz. Sin embargo, cambia de opinión y celebra el reencuentro, repitiendo el gesto de años atrás, cuando volvió al hogar y se sorprendió por lo que había crecido. La película concluye con un plano de Ethan agarrándose el brazo derecho. Esta vez se encuentra frente a la puerta del rancho de los Mathison. De nuevo, el interior se halla en penumbra, destacando la diferencia entre el hogar y el desierto, la integración y la exclusión. Martin se reúne con Laurie, Debbie es acogida por los Mathison. Nadie repara en él. Se agarra el codo. Wayne improvisó el gesto, imitando a Harry Carey, la primera estrella de John Ford. Su viuda, Olive Carey, participaba en la película como Mrs. Jorgensen. Dicen que se emocionó hasta las lágrimas y que John Ford comentó: "No sé de dónde se saca esas cosas ese hijo de puta". Es imposible comprobar si se trata de un rumor o un hecho real. Ethan se aleja, resignado a ser un hombre de las praderas, un Mose Harper (Hank Worden) que en su vejez suspirará por una mecedora junto al fuego. 

Se ha recriminado a John Ford que filmara el Monument Valley, un conocido paraje de Arizona, como un paisaje de Texas. Me parece una objeción banal. En el arte, no importa la exactitud, sino el aliento poético. Es cierto que Ford filma un río de aguas azules y, poco después, nos muestra un cauce rojo, del color de la arcilla. No me parece importante, pues la lírica no se basa en la fidelidad al dato objetivo, sino en la intuición. Los planos del Monument Valley, de una belleza arrebatadora, desprenden la misma autenticidad que las pinturas de Charles Marion Russell, de un romanticismo exacerbado y bañadas en una luz expresionista. John Ford escogió una perspectiva mítica, emulando el espíritu de la tragedia griega. "Sus indios –escribe Tag Gallagher– son apariciones míticas, que surgen repetida e inesperadamente de la nada, iconos aterradoramente hermosos, violentos y salvajes".

En realidad, reflejan el punto de vista de los blancos. Quizás por eso el director calificó su película de "epopeya psicológica". No es una epopeya inocente, sino de terrible crudeza. No está de más recordar que squaw, el término empleado por los blancos para referirse a las mujeres nativas, significa vagina. Es un término sumamente ofensivo, pero completamente aceptado por los colonos, que niegan al otro su humanidad. El brillante Technicolor de la película apenas logra disimular el racismo, más acentuado en el celuloide que en el libro, donde no se escamotea la crueldad de ambos bandos. Detrás del drama, palpita el deseo de una rutina tranquila. La mecedora no es un sueño exclusivo de Mose Harper. Los comanches también la utilizan. Cuando Ethan dispara contra los ojos de un comanche muerto para que su espíritu "vague eternamente entre los vientos", no sabe hasta qué punto está escribiendo su propio destino. Mose Harper alcanza la tierra prometida, pero no Ethan, que será escupido a los márgenes. Los héroes que labran la historia no valen para vivir en comunidad, pues el valor que les has permitido realizar sus hazañas constituye una amenaza en un contexto de paz.  

Centauros del desierto es una parábola sobre la inadaptación y el desarraigo, la historia de dos vagabundos que sueñan en vano con echar raíces, una versión del mito de Ulises donde jamás se llega a Ítaca. Afortunadamente, John Ford introdujo en la adaptación cinematográfica grandes dosis de humor y ternura. Siempre recordaré a Lars Jorgersen (John Qualen), ajustándose las gafas de vista cansada para escuchar la carta de Martin Pauley (Jeffrey Hunter) destinada a Laurie (Vera Miles), desdeñando cualquier pretensión de intimidad y obviando la inutilidad de su gesto, pues apenas sabe leer. Alan Le May nos cuenta la historia descarnada de Texas en una época de violencia y penurias; John Ford prefirió elaborar un mito que trascendiera fronteras, mostrando la desventura del hombre en un cosmos lleno de ruido y furia.

@Rafael_Narbona