[caption id="attachment_960" width="560"]

Aleksandr Solzhenitsyn[/caption]

 

Cuando Jan Karski, embajador del gobierno polaco en el exilio, se entrevistó en Londres con Anthony Eden, Secretario Británico de Exteriores, y en Washington con el presidente Franklin Delano Roosevelt, con el propósito de informarles sobre las políticas de extermino del Tercer Reich, aportando su experiencia como testigo presencial de los crímenes cometidos en el Gueto de Varsovia y el campo de tránsito de Izbica, obtuvo como respuesta una mezcla de indiferencia y escepticismo. Cuando en 1962 Nikita Kruschev autorizó la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, la primera novela de Aleksandr Isáyevich Solzhenitsyn, los ciudadanos soviéticos acudieron masivamente a las librerías, formando largas colas para leer el testimonio de un superviviente del sistema de campos de trabajos forzosos creados para confinar a delincuentes comunes, inadaptados y disidentes políticos. En cambio, la mayoría de los intelectuales europeos reaccionaron con la misma tibieza que habían mostrado las democracias occidentales ante el trágico destino de las minorías aniquiladas por el totalitarismo nazi. En una época donde el marxismo había conquistado el beneplácito de las élites culturales, las denuncias de André Gide, Victor Serge, George Orwell, Hannah Arendt o Arthur Koestler sobre el despotismo soviético causaban malestar e incomodidad. Nadie quería oír que entre finales de los 40 y comienzos de los 50 la población del Gulag había crecido hasta los 2.500.000 deportados por año y, menos aún, saber que entre 1934 y 1953 habían perdido la vida más de un millón de personas en los campos soviéticos a causa del hambre, el frío, la tortura o las ejecuciones sumarísimas. Según el historiador británico Robert Conquest, autor del minucioso ensayo El Gran Terror: las purgas de Stalin en los años 30 (1968), catorce millones de ciudadanos soviéticos pasaron por el Gulag. Las cifras totales sobre la represión aún son objeto de debate, pero los cálculos más comedidos hablan de veinte millones de víctimas entre hambrunas, deportaciones y asesinatos.

El Gulag –o Dirección General de Campos de Trabajo– fue el fruto envenenado del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), que había asimilado la Checa como uno de sus departamentos, adoptando como misión prioritaria la persecución y erradicación de cualquier actividad contrarrevolucionaria. Al igual que el Lager alemán, el Gulag funcionó como “un triturador de carne”, destruyendo a hombres y mujeres –a veces familias enteras– que habían expresado su descontento con el paraíso socialista o, sencillamente, no encajaban en los planes políticos de las autoridades. Robert Conquest apuntó con clarividencia que el estalinismo no constituyó una desviación del marxismo-leninismo, sino su consecuencia lógica, pues la revolución del proletariado implicaba la destrucción de la vieja sociedad burguesa. No hay que olvidar que la Checa fue creada el 20 de diciembre de 1917 por Félix Dzerzhinski con el apoyo de Lenin: “Defendemos el terror organizado –reconoció Dzerzhinski–. El terror es una necesidad absoluta en los períodos revolucionarios”.

Aleksandr Isáyevich Solzhenitsyn nació el 11 de diciembre de 1918 en Kislovodsk, Rusia. Hijo de un cosaco y una maestra, se licenció en física y matemáticas. Durante la Segunda Guerra mundial (para los soviéticos, la Gran Guerra Patriótica), participó en la Batalla de Kursk. Fue detenido en febrero de 1945 en el frente de Prusia Oriental, cerca de Königsberg (hoy Kaliningrado), acusado de conspirar contra la Unión Soviética y su líder, el camarada Stalin. Su delito había consistido en intercambiar cartas con un amigo, estableciendo comparaciones entre las condiciones de vida de los campesinos soviéticos y la situación de trabajadores agrícolas en Europa central. Solzhenitsyn alegó que pensar no era un delito, que no había revelado secretos de guerra y que –por supuesto– no se había involucrado en ningún complot criminal. Condenado a diez años de trabajos forzosos y destierro perpetuo, pasó por Lubianka, cuartel general de la Checa, donde fue interrogado con brutalidad, y por varios campos de trabajos forzosos. Al cabo de un tiempo, fue trasladado a una Sharashka, un laboratorio secreto donde trabajaban físicos, matemáticos, ingenieros, biólogos y técnicos acusados de atentar contra la seguridad del Estado. Solzhenitsyn comparó su destino con el Infierno de Dante en su novela El primer círculo, admitiendo que se trataba de un lugar más benévolo que los campos de trabajos forzosos, pues no escaseaba la comida y se realizaban tareas de carácter intelectual. Incluso se disponía de horas libres que podían emplearse en charlar con otros deportados. Sin embargo, se colaboraba con los verdugos, fortaleciendo su tiranía mediante la técnica y la ciencia. Se han establecido analogías con la situación de Primo Levi en Auschwitz, destinado a un laboratorio químico. Se puede afirmar que Solzhenitsyn y Levi son voces complementarias que nos relatan las dos caras de un horror común, donde se inmola al ser humano en nombre de falsos absolutos disfrazados de utopías.

Un día en la vida de Iván Denísovich narra la rutina de un deportado en un campo de trabajo soviético. Shújov, sobrenombre de Iván Denísovich, ha sido condenado a diez años de prisión por “alta traición”. El tribunal consideró probado que había intentado desertar mientras luchaba contra los alemanes. Es un cargo falso y los jueces lo saben, pero no les preocupa. No hay inocentes en un sistema que devora a sus hijos con el pretexto de preservar el ideal revolucionario. Shújov se levanta a las cinco de la mañana. Su desayuno consiste en doscientos gramos de gachas. Sólo dispone de harapos para protegerse de una temperatura inferior a los veinte grados bajo cero. Participa en la construcción de un barracón, con las manos agarrotadas por el frío. A media jornada, le proporcionan una sopa fría y un trozo de pan duro. No le dejan acercarse a la estufa para calentarse. Termina el día extenuado, sin otra expectativa que dormir en un jergón de serrín y liarse un cigarro con un tabaco pestilente. Solzhenitsyn descarta el tono dramático, mostrando a un Shújov que se esmera en el trabajo y charla con sus compañeros, bromeando sobre nimiedades. No piensa en fugarse, ni en la extinción de su codena. De hecho, su percepción del tiempo está deformada por sus circunstancias: “Los días en el campo transcurrían como una exhalación… En cambio, la condena permanecía inmóvil, nunca se acercaba el fin”. Pese a todo, no ha renunciado a lo más importante: preservar su dignidad como hombre, no destruir su capacidad para sonreír ante las cosas hermosas, no repudiar la vida, ni caer en la autocompasión. La alegría es el último gesto de resistencia en un universo concebido para matar el espíritu.

Durante sus años de cautiverio, Solzhenitsyn contrae un cáncer. La enfermedad, que implicará operaciones y recaídas, le inspirará años más tarde la novela Pabellón del cáncer. Publicada en 1967, la obra explora las metáforas del cáncer, asimilando la patología con el sistema soviético, lleno de tumores que se propagan y multiplican. Cada campo de trabajos forzosos es un tumor y, aunque desaparezca, dejará secuelas imposibles de predecir. Liberado y rehabilitado en 1956 gracias al deshielo impulsado por Kruschev, impartirá clases de matemáticas en Vladímir y Riazán, dos ciudades del centro de Rusia. Publicará en la prestigiosa revista Novy Mir dirigida por el poeta Aleksándr Tvardovski, pero la defenestración de Kruschev reactivará el hostigamiento contra Solzhenitsyn, que en 1969 será expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos. En 1970, la Academia Sueca le concederá el Premio Nobel de Literatura, pero el escritor descartará viajar a Estocolmo por miedo a que las autoridades comunistas no le permitan regresar a su país. En 1973, aparece en París la primera parte de Archipiélago Gulag, que recoge los testimonios de 227 supervivientes de los campos de trabajo soviéticos, con su identidad cuidadosamente protegida por el uso de iniciales en lugar de nombres y apellidos. El KGB detiene y tortura a la secretaria del escritor, Elizaveta Voronyánskaya, consiguiendo una copia del manuscrito. Desesperada y traumatizada, Elizaveta se suicida, ahorcándose en su piso de Moscú. Profundamente consternado, Solzhenitsyn dedica su obra “A todos los que no vivieron lo bastante / para contar estas cosas. / Y que me perdonen / si no supe verlo todo, / ni recordarlo todo, / ni fui capaz de intuirlo todo”. La publicación de Archipiélago Gulag desata una tempestad en la Unión Soviética. Acusado de traición, Solzhenitsyn será detenido y expulsado del país. Despojado de la ciudadanía soviética, viaja a Estados Unidos, donde permanecerá hasta 1994. Mikhail Gorbachov le animará a volver, restituyéndole la ciudadanía. Dedicará el resto de su vida a escribir sobre Rusia, elaborando ensayos y una tetralogía novelística con un fondo tolstoiano, La rueda roja, que abarca el período comprendido entre la caída del régimen zarista y el triunfo de los bolcheviques.

En sus últimos años, Solzhenitsyn fue acusado de antisemita, paneslavista y reaccionario. Es cierto que el escritor señala una abrumadora presencia de judíos en la Checa, pero no lo es menos que en Archipiélago Gulag denuncia que Stalin fabricó el proceso contra los médicos judíos, con la intención de llevar a cabo un gigantesco pogromo: “Estaba preparándose a todas luces una gran matanza de judíos”. En cuanto a su paneslavismo, no se puede hablar de una búsqueda de la hegemonía política, ya que Solzhenitsyn condena cualquier forma de expansionismo o intervencionismo militar, pero sí de una reivindicación del alma tradicional rusa, inseparable de la fe ortodoxa. Desde su punto de vista, Occidente se ha olvidado de Dios, hundiéndose en la mediocridad moral. Rusia no debe seguir su camino, sino “avanzar por el camino de la paz, de la curación, del amor a la patria, de la fraternidad con los demás pueblos”. La salvación sólo puede venir de Dios, no de las ideologías que pretenden divinizar un dogma político. “Rusia conoció épocas de su historia en que la sociedad tenía por ideal no el rango, ni la riqueza, ni el éxito material, sino la santidad de la vida. La Rusia de entonces estaba irrigada por la ortodoxia, fiel a la Iglesia primitiva de los primeros siglos”. El mundo sólo se salvará volviendo su mirada hacia Dios, que siempre deja abiertos los caminos del bien. Solzhenitsyn no defendía una teocracia, pero estimaba que el ateísmo propiciaba las peores pasiones del ser humano. La religión no debe inmiscuirse en la política, pero la política no puede darle la espalda a lo sobrenatural, sin caer en un materialismo cínico, opresivo y nihilista. Para algunos, este planteamiento es reaccionario y regresivo; para otros, constituye una razonable defensa de la dimensión espiritual de la vida en comunidad.

Solzhenitsyn siempre será recordado por Archipiélago Gulag, una obra que reveló la verdadera faz de la utopía comunista. La obra corroboró las tesis de Los orígenes del totalitarismo, el famoso ensayo de Hannah Arendt que ya en 1955 mostraba la íntima afinidad entre nazismo y estalinismo. Los nazis sacrificaban vidas en el altar de la Naturaleza, empleando los argumentos del darwinismo social. Los bolcheviques invocaban la Historia para perpetrar matanzas, afirmando que la lucha de clases constituía el motor de una progresión ascendente. En nombre de dudosas utopías, se liquidaron millones de vidas. Solzhenitsyn nos recordaba en Archipiélago Gulag que el pilar fundamental de la Unión Soviética fue la Checa, “un órgano represivo único en la historia humana, un órgano que concentraba en una sola mano la vigilancia, el arresto, la instrucción del sumario, la fiscalía, el tribunal y la ejecución de la sentencia”. Cuando en 1919 Máximo Gorki se lamentó de los casos de inocentes encarcelados o asesinados por error, Lenin le contestó que no gimoteara como un miserable burgués, que la vida individual carecía de valor, que consolidar la revolución era una prioridad absoluta, que lo único importante era construir un Estado socialista. “El Centinela de la Revolución nunca yerra”, escribe Solzhenitsyn, explicando la mentalidad de Stalin y el resto de los líderes bolcheviques, cuyo fanatismo desembocó en paradojas morales como prohibir la caridad, presunto síntoma de decadencia burguesa. El relato minucioso –pero nunca morboso– de las torturas, el hacinamiento, los asesinatos y la penuria produce menos espanto que la ausencia de sentimientos de culpa entre los verdugos. Nazis y bolcheviques caminan juntos por la pendiente de la deshumanización, pisoteando los valores alumbrados por siglos de civilización. Desgraciadamente, sus víctimas también se despeñan por ese abismo, pero por un motivo comprensible: sobrevivir. Primo Levi admite que a las pocas semanas era un Häftling, un preso que sólo pensaba en vivir un día más. En los campos soviéticos, se empleaba la expresión zek para designar a los prisioneros. Un zek no podía ser virtuoso, pues la supervivencia imponía desconfiar, callar, engañar y no pensar en los demás. Solzhenitsyn admite que fue un zek y que sólo la recuperación de la fe de su niñez le devolvió la dignidad. Sin embargo, una parte de su alma se quedó en la estepa rusa.

Solzhenitsyn murió el 3 de agosto de 2008 en su residencia de Moscú. Sabía que se acercaba su fin, pero contemplaba sin angustia el inminente desenlace. La perspectiva de morir no le intimidaba, pues confiaba plenamente en Dios. Su tumba se halla en el cementerio del Monasterio de Donskói, un camposanto del siglo XVI, antiguamente reservado a la nobleza. Se cumplió así su voluntad de descansar al lado de la tumba del historiador ruso Vasili Kliuchevski, defensor de un Estado que basara su legitimidad en la cooperación de las distintas clases sociales. Los intelectuales de izquierdas nunca simpatizaron con Solzhenitsyn. En 1976, Juan Benet escribió un artículo incendiario tras escuchar al escritor en su entrevista televisiva con José María Íñigo. Benet afirmó que los campos de concentración eran necesarios para que individuos como Solzhenitsyn no circularan libremente por el mundo. Dos años antes, Octavio Paz –en un tono completamente distinto– había reconocido que el compromiso de los intelectuales con la Unión Soviética manchó su alma y contaminó sus escritos. Fue “un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser entero. […] Digo esto con tristeza y humildad”. En la primera década del siglo XXI aún persiste la tentación totalitaria. El populismo prospera en las dos orillas de la política y el nacionalismo vuelve a agitar sus banderas. En ese escenario, que coincide con el primer centenario del nacimiento de Solzhenitsyn,  leer –o releer– Archipiélago Gulag constituye un imperativo moral y un ineludible ejercicio de autocrítica.