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Lawrence de Arabia[/caption]

Sólo un temperamento apasionado y temerario podía comprender el insólito espíritu de Thomas Edward Lawrence: “Es natural que todo el mundo mire con cierto respeto a un hombre que se presenta totalmente ajeno e indiferente al hogar, el dinero, las comodidades, la posición social, el poder o la fama”. Son palabras de Winston Churchill sobre el hombre que desempeñó un notable papel en la revuelta árabe, participando en la liberación de Akaba y Damasco. Según el primer ministro británico, Lawrence –o Lurens, como le llamaban los árabes- poseía “en gran medida la versatilidad del genio… Fue sabio y soldado; arqueólogo y hombre de acción; perfecto literato y partidario de la causa árabe; mecánico y filósofo…”. No es un secreto que muchos no opinaban del mismo modo. Así como algunos consideraban al joven Winston “un mequetrefe hambriento de medallas”, otros opinaban que Lawrence era “un tartufo, un mitómano y un impostor sin escrúpulos” (Richard Aldington), “un farsante sediento de publicidad personal” (Lord Thomson) o “un cínico espía al que va siendo hora de arrancarle la máscara” (Ernest Thurtle). ¿Quién era realmente Lawrence? ¿Un héroe o un farsante, un idealista o un oportunista, un simpatizante de los árabes, casi un hermano, o un desaprensivo agente británico?

Según Eric Kennington, “era tan impenetrable como un león o una serpiente”. No parece desatinado atribuir ese hermetismo a sus implacables demonios interiores. Quizás Robert Graves entendió mejor que nadie su forma de ser y el malestar que causaba en muchos sectores de la política y la sociedad: “Las personas como Lawrence son, en realidad, una verdadera amenaza para la civilización; son demasiado fuertes e importantes para que pueda tratárselas con ligereza; demasiado independientes para que puedan ser intimidadas; con todo, dudan demasiado de sí mismas como para que pueda hacerse de ellas unos héroes”. Thomas Edward Lawrence nació el 16 de agosto de 1888 en Tremadoc, un apacible pueblo galés. Fue el segundo hijo natural de Thomas Chapman, un terrateniente anglo-irlandés que abandonó a su mujer e hijas para vivir con Sarah Maden, una institutriz escocesa. Lawrence crecería torturado por la idea de ser fruto de un horrible pecado, alimentando una creciente aversión hacia los placeres físicos y una obsesiva necesidad de expiación mediante el ascetismo, la renuncia y la mortificación. En cierto sentido, asimiló la enseñanza medular del gnosticismo, según la cual el mal moral procede de la materia. Dicho de otro modo: el cuerpo y sus placeres no son fruto del espíritu, sino de la imperfección ontológica del mundo sensible. Esa perspectiva explica su elevada exigencia física y moral en todos los aspectos de su vida. En el Instituto Oxford, donde realizó sus estudios básicos, se enzarzó en una pelea para defender a un compañero más débil. Durante la refriega, cayó al suelo y se fracturó una pierna. Lejos de pedir ayuda, se arrastró hasta su casa como pudo, lo cual provocó que sus huesos no pudieran soldarse adecuadamente. Se especula que ese incidente afectó a su crecimiento, frenando su desarrollo. Su escaso metro y sesenta y cinco siempre le atormentaría, incitándole a realizar hazañas insensatas que rozaban la compulsión autodestructiva. Antes de alcanzar la mayoría de edad, se alistó como soldado raso en el batallón de instrucción de la Artillería Real. No quería un destino convencional, sino algo grande y épico, pero su padre le obligó a volver a casa para finalizar sus estudios. Por entonces, ya era un apasionado de la arqueología, el grabado, la cerámica, la fotografía y la Edad Media. En 1907, ingresó en el Jesus College de Oxford, con una beca de historia. Sus compañeros lo recuerdan como una persona de trato difícil, con puntos de vista originales y una gran resistencia física y psicológica. Lawrence nadaba en aguas heladas, realizaba extenuantes excursiones en bicicleta, escatimaba horas al sueño y reducía al mínimo sus raciones de agua y comida. Esos hábitos espartanos le ayudarían a adaptarse al desierto años más tarde.

Lawrence estudió árabe en Oxford y dedicó su tesis doctoral a la arquitectura militar durante las Cruzadas. Se documentó mediante un viaje a Siria, recorriendo a pie Beirut, Haifa, Alepo y Acre. Sus largas caminatas le permitieron familiarizarse con el estilo de vida de los beduinos. El asalto de unos bandidos kurdos casi le cuesta la vida. Tras doctorarse, reemprende sus viajes por la región, adentrándose en zonas inexploradas y participando en distintas excavaciones arqueológicas, donde asume gradualmente posiciones de mando. No tarda en conseguir el respeto de los nativos, que lo describen como “uno de los nuestros”, pues soporta las duras condiciones del desierto sin inmutarse. Aficionado al tiro, demuestra una puntería asombrosa. No oculta su antipatía hacia los turcos, que se muestran despectivos con los árabes, ni su desconfianza hacia los franceses y los alemanes, con pretensiones territoriales en Oriente Medio. Se muestra partidario de una Arabia emancipada del dominio turco y con un generoso autogobierno dentro del Imperio británico. Los servicios de espionaje le reclutan y le asignan la misión de explorar el desierto del Sinaí, pensando en una probable guerra con Turquía, donde el conocimiento del terreno será fundamental para la victoria. Lawrence llega hasta Petra, no sin despertar sospechas entre los turcos. Cuando estalla la Gran Guerra, será destinando a Egipto, con la misión de trazar mapas y estudiar la posibilidad de organizar una rebelión árabe contra el imperio otomano. Su carácter imprevisible e indisciplinado despertará la antipatía de los oficiales británicos. Lawrence no disimulaba su malestar por realizar trabajos de oficina, cuando dos de sus hermanos habían caído en el frente. Quería acción, peligro, aventura. Imitar a los cruzados que liberaron Tierra Santa.

Los árabes no esperaron a los británicos. Se alzaron contra los turcos de forma valerosa y desorganizada. Lawrence logró una carta de presentación para contactar con el príncipe Feisal, líder de la revuelta. El encuentro resultó fructífero y prometedor. Ambos simpatizaron de inmediato, comprendiendo que la rebelión necesitaba planificación y disciplina. Ascendido a capitán, Lawrence fue nombrado oficial de enlace. Instalado en el campamento de Feisal, aceptó su consejo de vestir como un árabe para integrase mejor y no suscitar rechazo o recelos. Los árabes no eran un pueblo, sino un conjunto de clanes que luchaban constantemente entre sí, disputándose el territorio y los pozos de agua. Ese hecho ponía en peligro el levantamiento. Una reyerta que finalizó con un asesinato creó una situación particularmente dramática entre dos tribus rivales. De acuerdo con la ley, el culpable debía pagar con su vida, pero si era ejecutado por un miembro del clan agraviado, la disputa podría desembocar en un enfrentamiento generalizado. Lawrence se ofreció a ejecutar la sentencia, asumiendo el papel de verdugo. No le tembló la mano al disparar, pero la experiencia lo dejó sobrecogido y abatido.

La división en clanes debilitaba la causa árabe, pero no anulaba su extraordinaria capacidad de infligir daño a los turcos con audaces tácticas de guerrilla: “En su bajo número reside en gran parte su fuerza –escribe Lawrence-, pues son quizás el enemigo más esquivo que pueda encontrar un ejército”. Debemos convertirnos en “una idea, algo intangible, invulnerable, sin vanguardia ni retaguardia, que se extiende por todas partes como un gas”. Entre los combatientes árabes, destacaba Auda abu Tayi, de los Howeitat, “que veía la vida como una epopeya, […] un hombre alto y fuerte, de afilada barba y una expresión apasionada y trágica. […] Él personalmente había matado a setenta y cinco hombres, árabes, con sus propias manos en batalla, y nunca a nadie fuera del campo de batalla. De los turcos que había liquidado no llevaba la cuenta: no los registraba. Los howeitat bajo su mando se habían convertido en los primeros luchadores del desierto, con una tradición de valor desesperado, y un sentido de la propia superioridad que nunca los abandonaba”. Lawrence carecía de la imponente apariencia física de Auda, pero no era menos valiente. Aceptó como criados a los jóvenes Farraj y Daud, dos parias, y volvió sobre sus pasos en la abrasada llanura de Bisaita para rescatar a Gasim, un beduino que se había caído del camello durante la noche, mientras se dirigían a Akaba para asaltarla desde la retaguardia. La marcha hacia Akaba fue particularmente penosa: “Estábamos en una tierra siniestra, incapaz de vida, hostil incluso al paso de la vida”. Las penalidades se hacían más insoportables al reparar en la traición que Reino Unido y Francia habían urdido contra sus aliados árabes. Aunque inicialmente había apoyado la idea de una Arabia autónoma bajo control británico, el contacto con los árabes había modificado la perspectiva de Lawrence, creándole sentimientos de culpabilidad: “Les pedimos su ayuda y al mismo tiempo los engañamos. No puedo soportarlo”.

Después de la toma de Akaba, Lawrence se dedicó a volar trenes y puentes con tácticas de guerrilla. Disfrazado de beduino, se internó en Deraa para organizar nuevos actos de sabotaje, pero los turcos lo detuvieron y lo condujeron a presencia del bey, confundiéndole con un sirio. El bey se le insinuó, acariciándole y besándole, pero Lawrence lo rechazó violentamente, lo cual le costó una sádica sesión de tortura, donde fue azotado y golpeado hasta perder el conocimiento. Nunca logró olvidar esa experiencia: “Aquella noche, la ciudadela de mi integridad se había perdido irrevocablemente”. No le afectó menos rematar a Farraj, su fiel criado, herido de muerte por una bala: “No podíamos dejarlo donde estaba, a merced de los turcos, pues los habíamos visto quemar vivos a nuestros heridos desvalidos. Por esta razón habíamos convenido en rematarnos unos a otros, caso de hallarnos mortalmente heridos, pero nunca había imaginado que me tocara matar a Farraj”. Endurecido por sus experiencias en el campo de batalla, ordenó no hacer prisioneros en Tafas, después de contemplar las atrocidades cometidas por los turcos contra la población civil: “Sobrecogidos por el horror de Tafas, matamos y matamos, golpeando incluso la cabeza de los caídos y de los animales, como si su muerte y el derramamiento de su sangre pudieran aplacar nuestra agonía”. Perturbado por esas vivencias, cuando el 1 de octubre de 1918 entró en Damasco con el ejército de Feisal, ya no era el mismo hombre. Al borde del colapso físico y mental, apenas superaba los cuarenta kilos y se sentía cada vez más asqueado por las maniobras de ingleses y franceses para repartirse Oriente Medio, reservando un pequeño territorio en la región de Palestina para crear un “hogar nacional judío”. Lawrence no se oponía al compromiso expresado en la famosa y polémica Declaración Balfour, pero le resultaba insoportable que los intereses de los árabes se ignoraran o sacrificaran, después de haberlos utilizado como fuerza de choque. Abatido y desilusionado, regresó a Oxford y concentró todas sus energías en la redacción de Los siete pilares de la sabiduría, un libro extraordinario que adquirió casi de inmediato la condición de clásico. Alabado por la prensa, que alimentó toda clase de mitos y leyendas, Lawrence se hizo famoso y recibió infinidad de ofertas para pronunciar conferencias excelentemente remuneradas, pero las rechazó todas, comentando amargamente que su gloria se basaba en un malentendido. Sin embargo, aceptó la propuesta de Churchill de participar en la Conferencia de El Cairo como asesor del gobierno británico. Su intención era lograr concesiones para los árabes. Insatisfecho con los resultados, cuando regresó a Reino Unido renunció a su puesto en Departamento de Oriente Medio, pese a las protestas de Churchill.

Lawrence no logró adaptarse a la vida civil. Abrumado por sentimientos de culpa e indignidad, se alistó como soldado raso en la RAF, donde pasó cinco años en un relativo anonimato. En ese tiempo, cambió de destino en varias ocasiones, huyendo de los periodistas. Los mandos conocían su verdadera identidad y aceptaron su presencia a regañadientes. En 1935, con cuarenta y siete años, abandonó el ejército y se retiró a Cloud Hills, sin otros planes que escribir sus memorias y traducir clásicos griegos. Sus paseos a lomos de una poderosa motocicleta Brough, capaz de alcanzar los 160 km/h, le proporcionaban efímeras sensaciones de pureza y libertad, pero su mente no lograba desprenderse de las tendencias depresivas y las fantasías suicidas. No sospechaba que su temeraria afición por la velocidad le costaría la vida. La mañana del 13 de mayo se fracturó al cráneo, después de cruzarse con unos ciclistas en una estrecha carretera rural. Se ofició su funeral en la catedral de San Pablo, con Winston Churchill siguiendo al féretro a pie. Como escribió Manuel Díez-Alegría, militar y diplomático español, “el héroe, con veinte años de retraso, se reunía al fin con su leyenda”. La posteridad ha cuestionado a Lawrence, acusándole de mitómano y embaucador, pero nadie se ha atrevido a rebajar el mérito literario de Los sietes pilares de la sabiduría, minuciosa e inspirada descripción de su intervención en la revuelta árabe. En la obra, Lawrence revela una aguda penetración psicológica, que le permite captar las peculiaridades de las tribus beduinas, sin incurrir en tópicos: “Despreciaban la duda, nuestra moderna corona de espinas. No comprendían nuestras dificultades metafísicas, ni nuestra introspectiva forma de interrogarnos”. Carecían de una conciencia nacional capaz de aglutinar a los clanes en un sentimiento común, pero entendieron la necesidad de superar esta forma de pensar. Cuando las tribus empezaron a acampar juntas, agrupándose alrededor de las hogueras, Ab el Kerim, el joven jerife Beidawi, observó el espectáculo y comentó con melancolía: “Ya no somos árabes, sino un pueblo”. Lawrence no se atribuye ese milagro. Sabe que su papel sólo ha sido secundario, como el del resto de los británicos que actuaron como asesores militares: “Fue una guerra árabe llevada a cabo y dirigida por árabes, y con un objetivo final árabe en Arabia”. El mérito principal de la campaña pertenece al príncipe Feisal: “Con su paciente forma de distinguir lo bueno de lo malo, su tacto y su asombrosa memoria, consiguió imponer su autoridad sobre los nómadas, desde Medina a Damasco, y aún más allá”.

Los siete pilares de la sabiduría no es sólo un libro sobre la rebelión árabe. Es una excelente obra literaria, con momentos de enorme lirismo plasmados con una prosa de alta calidad poética. Durante un atardecer, mira hacia atrás y contempla a los beduinos que le siguen: “…montados sobre sus camellos bayos como estatuas de cobre bajo la feroz luz del atardecer, parecían estar ardiendo con una luz interior”. Al cruzar un valle de noche, las paredes escarpadas que se levantan sobre las dunas desparecen en la oscuridad y las estrellas aparentan una inmovilidad perfecta: “La negrura de la profundidad era muy real; era una noche para dejar de creer en el movimiento”. Los momentos líricos conviven con dolorosos ejercicios de introspección, que reflejan una intimidad batida por la insatisfacción y el anhelo de redención: “La omnipotencia y el infinito eran nuestros más valiosos enemigos, y en verdad los únicos contra los cuales podía luchar un hombre de honor, por ser monstruos creados por su propio espíritu, y ya se sabe que los más formidables enemigos son siempre los que anidan en el propio hogar”. Lawrence halló en el desierto el perfecto escenario para sus conflictos interiores: “Pertenecer al desierto era, como ellos bien sabían, la maldición de entablar una batalla sin fin con un enemigo que no era de este mundo, que no era la vida, ni la nada, sino la esperanza como tal; en ese paisaje, el fracaso le parecía a la humanidad una expresión de la libertad de Dios”. Lawrence extravió la primera versión de Los siete pilares de la sabiduría. Su necesidad de objetivar su experiencia en Oriente Medio como hombre de acción y poeta, soldado y político, le proporcionó las energías necesarias para escribir una nueva versión, que figura entre los grandes clásicos del siglo XX. Dado su tamaño descomunal, compuso una versión abreviada titulada Rebelión en el desierto, con la intención de llegar a un público más amplio.

Como apuntó André Malraux, Lawrence pertenecía al “linaje de los sueños”. Quizás por eso nos cuesta tanto entender su necesidad de vivir entre la ensoñación y la realidad, el frenesí de la guerra y la serenidad de contemplación, el entusiasmo más puro y la desolación más profunda. No fue feliz, pero su desdicha inspiró hechos memorables y un libro tan fascinante como el desierto de Arabia, con sus noches insondables y sus mediodías ardientes. Su herencia más perdurable consistió en mostrarnos que cada hombre lleva un infinito en su interior.

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Nota bibliográfica:

Tres libros me han acompañado mientras escribía este artículo. La traducción de Alberto Cadín de Los siete pilares de la sabiduría, publicada en 1997 por Ediciones B. La traducción de José Fernández de Rebelión en el desierto, publicada por la Editorial Juventud en 1977. Y la biografía de Richard P. Graves, titulada sencillamente Lawrence de Arabia, con la traducción de Jesús A. Mariñas y un espléndido prólogo del militar y diplomático español Manuel Díez Alegría.