El corazón de las tinieblas se publicó por entregas en 1899 en la revista londinense Blackwood’s Magazine. Tres años después aparece como uno de los tres relatos del libro Youth; A Narrative; and Two Other Stories. Conrad recreó su peripecia en el río Congo, cambiando nombres y detalles geográficos, pero sin ocultar su repulsa hacia la colonización belga. La narración comienza en la desembocadura del Támesis. Un grupo de hombres a bordo de la “Nellie”, una pequeña yola de crucero, aguarda la bajada de la marea para partir. Marlow hace más ligera la espera, relatando su viaje al Congo. Entre sus interlocutores se halla un abogado, un contable y el capitán. Todos son viajeros experimentados, “tolerantes para con las historias, e incluso las convicciones, de cada cual”, pues les une “el vínculo de la mar”, que implica largas separaciones de sus seres queridos, sin otro horizonte que las aguas de océanos, mares y ríos. Esos escenarios son una excelente metáfora de la existencia humana, donde el azar y lo imprevisible compiten con la razón y el cálculo. El hombre se afana en dominar los elementos, pero su lucha fáustica no siempre desemboca en el éxito. Es tan posible llegar a puerto como naufragar. El Támesis ha sido el punto de partida de aventureros, piratas, conquistadores y mercaderes. Marlow es un marino, con espíritu de vagabundo. Sus historias no se parecen a un sermón, sino a una niebla que se propaga lentamente hasta el meollo de las cosas. Antes de relatar su estancia en el Congo, menciona la colonización romana de Inglaterra, señalando que en la Antigüedad la isla no era muy distinta del continente africano, invadido por las potencias europeas. En ambos casos, se dirime el conflicto entre civilización y barbarie, pero despeja cualquier duda sobre el reparto de papeles. Los romanos no son moralmente superiores a los primitivos habitantes de Britania. De hecho, “se apoderaban de todo lo que podían por simple ansia de posesión, era un pillaje con violencia, un alevoso asesinato a gran escala y cometido a ciegas”. La conquista de otra tierra “significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros”. Sin embargo, admite que la colonización es el fruto de una idea, que implica fe y sacrifico. No hay que olvidar que Conrad admiraba al imperio británico y comparaba a Casement con Pizarro. Sería absurdo presentar al novelista como un anticolonialista, cuando nunca ocultó su pasión por la aventura de adentrarse en tierras extrañas. Ese anhelo es la principal motivación del viaje al Congo de Marlow, según explica a sus compañeros de la “Nellie”. Después de observar el mapa de África, sintió que el río Congo, con su forma de serpiente desenroscada, le hechizaba, exigiendo su presencia: “Y el río estaba allí, fascinante, mortífero como una serpiente”. Al igual que en la realidad, Charlie Marlow consigue un puesto para reemplazar a un capitán muerto durante un altercado con los indígenas. Meses más tarde, Marlow descubrirá el origen del incidente: un malentendido sobre dos gallinas negras. El capitán era un hombre apacible y tranquilo, pero después de dos años en el Congo dedicado a la “noble causa” de la colonización, se convirtió en otra persona y apaleó ferozmente al jefe de una aldea. En su opinión, le habían estafado, cuestionando su superioridad de hombre blanco y civilizado. Un joven intervino y le clavó una lanza. El capitán murió y los habitantes de la aldea huyeron por temor a las represalias.

Cuando Marlow acude por fin a firmar el contrato, se encuentra en la sala de espera con dos ancianas tejiendo con “lana negra”. Su aspecto se corresponde con la “profunda oscuridad” y el “silencio sepulcral” del barrio. No parecen dos mujeres realizando una actividad intrascendente, sino las guardianas de “la puerta de las Tinieblas”, tejiendo “un cálido paño mortuorio”. Conrad explota los mitos (las dos ancianas pueden ser las Moiras o Parcas, a punto de cortar el hilo de la vida), y el contraste entre la luz y la oscuridad, pero sin maniqueísmos que escamotean la ambivalencia de la naturaleza humana, donde conviven el bien y el mal, mezclándose, separándose y enredándose en un juego sin fin. La “lana negra” sólo puede interpretarse como un sombrío presagio, pues en la mitología griega y romana la “lana negra” de las Moiras o las Parcas simboliza la tristeza y el infortunio. Marlow inicia el viaje y apenas atisba la costa africana siente la fascinación de “una jungla colosal, de un verde tan oscuro que era casi negro”. Sabe que se acerca a un espacio desconocido, que perturba a los hombres y, en ocasiones, los hace perder la razón. No puede explicarse de otro modo que un barco de guerra francés bombardee la maleza, disparando contra un enemigo invisible. El médico que le examinó antes de partir le midió la cabeza por curiosidad científica. Le explicó que lo hacía con todos los que partían hacia la costa africana. Marlow preguntó si procedía de esa manera para comprobar los cambios que se producían en los individuos. El doctor le contestó que los cambios no eran visibles, pues se producían por dentro y que él se limitaba a esbozar una teoría sobre cuestiones generales. El comportamiento del barco de guerra francés sugiere que la empresa de la colonización deviene en locura colectiva. De hecho, su tripulación ha sido diezmada por la fiebre y podría extinguirse, transformando la embarcación en un buque fantasma. Conrad adopta un tono que recuerda a Melville, cuando describe la locura de Ahab, luchando contra una Naturaleza hostil. El ballenero que persigue a Moby Dick deambula por un escenario de pesadillas. El cachalote blanco es un monstruo tan inaccesible como la jungla, que impone la ley de la muerte sin esfuerzo. Cuando Marlow sube a un pequeño vapor para llegar a su destino, el capitán le advierte que uno de sus últimos pasajeros se ahorcó al poco de desembarcar: “Demasiado sol para él, o el país, quizá”.

Si la jungla desprende “una atmósfera telúrica, inmóvil como la de una catacumba caldeada”, la estación de la compañía que ha contratado a Marlow no parece menos irracional que el barco francés, lanzando proyectiles contra una aldea imaginaria. Una multitud de nativos desnudos se pasean entre hierros retorcidos mientras se vuelan rocas al azar, con el pretexto de abrir un camino al ferrocarril. Una hilera de seis negros con los cuellos unidos por una ominosa cadena añade una nota de crueldad a la locura reinante. Un blanco con rifle y uniforme les vigila. Al descubrir a Marlow, le sonríe como si fuera su socio. Los dos son europeos y, al margen de sus actos, ambos participan en la misma ignominia. No sé hasta qué punto experimentó Conrad la sensación de implicarse en algo moralmente inaceptable, pues nunca abominó del imperialismo británico, pero su retrato del hombre blanco no puede ser más desfavorable. Bajo “la luz cegadora” de África, el colonizador europeo sólo es “un demonio flácido, pretencioso y de ojos apagados, de una locura rapaz y despiadada”. La basura de la civilización industrial se extiende por África como una plaga. Un estrecho barranco aloja tubos de desagüe rotos. Cerca, hay sombras acurrucadas, con “todas las posturas del dolor, el abandono y la desesperación”. Son los nativos que ya no pueden trabajar y se han retirado a morir en el improvisado vertedero. Marlow se pregunta si ha “penetrado en el tenebroso círculo de algún Infierno”. Los congoleños mueren en “penumbra verdusca”. Su agonía es la única oportunidad de descanso que se les concede, sin que nadie se preocupe de aliviar su sufrimiento. De repente, advierte la cercanía de un rostro. Los ojos desfallecientes de un muchacho, casi un niño, le sobrecogen, despertando su piedad. Aunque le entrega una galleta, el joven se limita a cerrar la mano lentamente, sin hacer ademán de comérsela.

El aspecto de los africanos contrasta con el de los europeos, atildados y relucientes hasta la ostentación: chaquetas de alpaca, pantalones blancos, cuellos almidonados. Esa diferencia es el obsceno reflejo de un comercio asimétrico: marfil a cambio de abalorios y alambre de latón. El jefe de contabilidad de la estación menciona por primera vez al señor Kurtz, “una persona fuera de lo normal”. Kurtz es el mejor agente de la compañía. Sus envíos de marfil superan largamente a los de cualquier otro. Intrigado por la fama de Kurtz, Marlow prosigue su viaje a pie, con una caravana compuesta por 70 hombres. El trayecto es desolador: aldeas vacías, granjas abandonadas, porteadores que enferman o mueren y son arrojados a un lado del camino, como fardos inservibles, africanos con un balazo en la frente, tambores lejanos que insinúan la existencia de una cultura profunda e incomprensible para el hombre blanco. Marlow llega a la Estación Central, donde le espera el vapor y el director, un vulgar comerciante que no repara en cuestiones morales ni sentimentales. Le informa de que el vapor está averiado y Kurtz enfermo. Debe subir río arriba y recogerlo para enviarlo a un hospital, pero las reparaciones retrasarán la partida varios meses. Durante ese tiempo, Marlow observa la selva, “algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad, esperando pacientemente a que pasara esta fantástica invasión”. Al mismo tiempo, su curiosidad por Kurtz no deja de crecer. Uno de los agentes conserva un pequeño boceto al óleo en una tabla que representa a una mujer con los ojos vendados y una antorcha avanzando sobre un fondo oscuro. Es una obra incompleta de Kurtz y su significado es incierto. Al igual que el río y la selva, Kurtz ejerce una poderosa fascinación: “Todo esto era grandioso, expectante, mudo, mientras aquel hombre farfullaba acerca de sí mismo. Yo me preguntaba si la quietud en la faz de la inmensidad que nos miraba […] significaba una llamada o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros que nos habíamos extraviado allí?, ¿podríamos dominar aquella cosa muda o nos dominaría ella a nosotros? Sentí lo grande, lo malditamente grande que era aquella cosa que no podía hablar y que tal vez era también sorda. ¿Qué había allí dentro?”.

“Vivimos igual que soñamos: solos”, concluye Marlow, señalando que es imposible explicar ciertas vivencias, particularmente cuando se parecen a un sueño, con su mezcla de “absurdo, sorpresa y aturdimiento”. En la oscuridad, Marlow es poco más que una voz. No parece una observación pueril, pues Kurtz, ausente durante casi toda la narración, es descrito como una voz, un hombre con el don de convertir sus palabras en un “palpitante torrente de luz”, pero no se trata de la luz de la razón, sino del fuego del visionario. Marlow comienza a subir el río, con su pequeño vapor recién reparado, que parece “un perezoso escarabajo por el suelo de un grandioso pórtico”. La precariedad de la embarcación produce una angustiosa sensación de pequeñez y vulnerabilidad: “Éramos vagabundos en tierra prehistórica, en una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Podíamos haber soñado que éramos los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita”. En la tripulación, hay algunos nativos que han practicado el canibalismo. Son hombres sencillos, elementales, que no se plantean dilemas morales. Sin embargo, sobrellevan las penalidades con más dignidad y entereza que los blancos que viajan a bordo, aficionados a disparar contra la selva con cualquier pretexto y a quejarse de las moscas, el calor y la escasez de provisiones. Marlow admite que los contrastes culturales rebasan sus posibilidades de comprensión: “La esencia de este mundo yacía bastante por debajo de su superficie, más allá de mi alcance, y más allá de mi poder de intromisión”.

Marlow ansia cada vez más el encuentro con Kurtz, pese a que todo augura una confrontación violenta. Cuando se hallan cerca de su destino, escuchan gritos espeluznantes y el río se llena de troncos que dificultan la navegación, presagiando el ataque. Poco después, se desata una lluvia de flechas sobre el vapor y una lanza acaba con la vida del timonel. El vapor sigue su marcha y llega a la estación, donde les recibe un hombre estrafalario, con una indumentaria parecida a la de un arlequín. Sus ropas, llenas de remiendos azules, rojos y amarillos, agudizan sus rasgos infantiles, de joven imberbe con la nariz pelada. Se trata de un aventurero ruso que ha servido en barcos ingleses y ha vagabundeando por el río hasta topar con Kurtz, apreciando de inmediato su genio y su mirada visionaria. “A ese hombre no se le habla, se le escucha. […] Me hizo ver cosas, cosas”, exclama exaltado. “Ese hombre ha ensanchado mi espíritu. […] Tendría que haberle oído recitar poesía; era suya además; él me lo dijo. ¡Poesía!” Cuando le refieren el ataque en el río, el joven explica que han sido los nativos: “No quieren que él se vaya. […] Le adoran”. Marlow observa con sus prismáticos una hilera de postes rodeando la ruinosa vivienda de Kurtz. Espantado, descubre que los postes están rematados con cabezas humanas. Todas las cabezas miran a la casa, salvo una, orientada hacia el exterior. El joven ruso excusa a Kurtz: “No se le puede juzgar como se juzga a un hombre vulgar”. Marlow estima que Kurtz se ha vuelto loco y se ha encaramado en un trono de sangre: “…la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya, por medio de inconcebibles ceremonias de algún tipo de iniciación demoníaca”. Sin embargo, su barbarie no puede atribuirse exclusivamente a un entorno primitivo. “Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz”. De hecho, escribió diecisiete páginas por encargo de la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes. Su conclusión era aterradora: “¡Exterminad a todos los salvajes!”. Por supuesto, en nombre de la civilización y el progreso. Por fin, aparece Kurtz. Está muy enfermo y un grupo de nativos le transporta en parihuelas. No sin dificultades, consiguen subirlo al vapor. Mientras se alejan, una mujer llena de abalorios, hermosa y con la dignidad de una princesa, levanta los brazos hacia el cielo, sin mascullar ni proferir un quejido. El silencio, agravado por la actitud de los nativos que se esconden en la maleza, produce una mezcla de asombro, solemnidad y tragedia.

Kurtz agoniza durante el trayecto de vuelta. Apenas farfulla unas frases: “Tenía planes inmensos… Estaba en el umbral de grandes cosas”. Sus últimas palabras resumen su peripecia en África: “¡El horror! ¡El horror!”. Marlow entiende su lucha interior, pues “la vida es una bufonada […] y lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo –que llega demasiado tarde- y una cosecha de remordimientos inextinguibles”. Marlow visita a la mujer que esperaba desposarse con Kurtz. No es joven y, menos aún, insensata, pero necesita algo para continuar viviendo, un recuerdo que le permita sobrellevar su pérdida. Por eso, cuando le pregunta cuáles fueron las últimas palabras de Kurtz, Marlow vence su repugnancia a la mentira y le dice que murió pronunciando su nombre. En su interior, sin embargo, aparece la mujer africana, que se despidió de Kurtz con una silenciosa dignidad. Las dos son figuras trágicas, pero encarnan mundos opuestos.

El corazón de una inmensa oscuridad

El corazón de las tinieblas es un alegato contra la colonización belga, pero no contra el imperialismo. De hecho, la obra muestra en muchos momentos los prejuicios de una época que justificaba la política exterior de las potencias europeas con el resto de los continentes. La mujer de los amuletos que contempla con impotencia la marcha de Kurtz pertenece a “la corriente de las tinieblas”. Por el contrario, la novia blanca encarna el dolor racional, elaborado, civilizado. Los caníbales que viajan en el vapor ansían comerse a los que les arrojan flechas desde la maleza. Los blancos se conforman con matarlos. La selva incita las pasiones más oscuras y, aunque no se menciona explícitamente, se presupone que las grandes ciudades son espacios de ilustración y progreso. A pesar de estos contrastes, Conrad no oculta la degradación del hombre blanco, que abusa de su poder militar y tecnológico para exterminar a otros pueblos y robarles sus recursos. Ese hecho pone de manifiesto que el mal no es algo ancestral y arcaico, sino una pulsión humana universal y atemporal, agravada por las ideologías que dividen a la humanidad en salvajes y civilizados.

La peripecia de Kurtz recuerda las tesis de Freud sobre la cultura. El hombre oscila como un péndulo entre Eros y Tánatos. No es un fenómeno cultural, sino la tensión primordial de su vida psíquica. Eros simboliza la libido, el instinto sexual, y Tánatos, el instinto de muerte, que se proyecta sobre el otro, pero también sobre el propio yo. La mitología griega representa a Tánatos como un joven alado con una tea en la mano. La tea alienta una llama, pero el fuego está a punto de apagarse. Freud entendió esta imagen como una metáfora de la nostalgia por el no ser, por la existencia mineral, inerte o post mortem, pero mezcló esta pulsión nihilista con la furia de las Keres, diosas de la muerte violenta. Aunque el padre del psicoanálisis no mencionó a esas horribles divinidades (“deseosas de beber la sangre oscura de los hombres”, según El escudo de Heracles), Tánatos y Keres son figuras complementarias, pues el desprecio de la propia vida y el odio hacia el otro se comunican de forma inevitable, engendrando un magma confuso, donde el ser humano libera sus pasiones más destructivas. Matar puede interpretarse como un gesto de poder, que expande el yo y le acerca al panteón de las viejas divinidades, donde lo sagrado no está asociado a la piedad y la misericordia, sino a lo desmesurado y terrible. Aquiles mata a Héctor y arrastra su cadáver por el campo de batalla durante nueve días. En el mundo antiguo, no es un monstruo, sino un héroe. Su comportamiento es el privilegio de los vencedores. La ética que precede al cristianismo no reprueba esa conducta, pero advierte que la ebriedad de humillar y ultrajar al enemigo desemboca en la hybris o exceso. Kurtz sucumbirá a ese exceso, ignorando que el poder ilimitado sobre los otros deviene en impotencia y soledad. Cuando el otro es un objeto, que se puede descuartizar y exponer como un trofeo, no hay posibilidad de philia, de amor fraterno y el yo se despeña por la locura.

¿Se puede identificar a Kurtz con el superhombre de Nietzsche? Su rebelión contra la moral tradicional puede asociarse a una racionalidad que se ahoga en sus propios límites y desea alumbrar una nueva ética o, por utilizar una expresión de Georges Bataille, “una hipermoral”. “Sólo la acción tiene los derechos”, escribe Bataille en La literatura y el Mal (1957). Creo que puedo utilizar algunas frases del filósofo francés para esbozar una interpretación de los actos de Kurtz. En los crímenes de Kurtz “hay una voluntad decidida de ruptura con el mundo, para abarcar mejor la vida en su plenitud”. Su orgía de violencia es un regreso al “reino de la infancia”, donde la voluntad es soberana e ilimitada. Kurtz no claudica ante el Mal, sino que elige el Mal y “acepta las consecuencias más terribles de su desafío”. Su profundo sufrimiento refleja “el horror de la libertad”. Sus excesos son “una mala nueva” que recuerda al Nietzsche solar y trágico. Eso sí, el superhombre de Nietzsche es un niño que juega y no un ser atormentado. Kurtz intenta ser ese niño, pero no lo consigue, pues la moral de superhombre prescinde del otro, rebajado a simple objeto para obtener el placer de humillar y dominar. La filosofía de Nietzsche y Sade naufragan al olvidar la dialéctica del amo y el esclavo. El amo se deshumaniza tanto como el esclavo, pues la humanidad no puede surgir sin reciprocidad. Tal vez para comprender el fondo último de El corazón de las tinieblas, es necesario tener la intuición de un poeta. En 1926, T. S. Elliot escribió el poema The Hollow Men (Los hombres huecos), que Marlon Brando leería en una escena memorable de Apocalypse Now. Escribe Elliot: “Somos los hombres huecos… / […] los que han cruzado con ojos ardientes al otro Reino de la Muerte, / nos recuerdan –si es que nos recuerdan- / no como almas extraviadas y violentas / sino como los hombres huecos”.  El poema finaliza con dos versos desoladores: “Y así acaba el mundo. / No con un estallido, sino con un sollozo”. Dos versos son suficientes para sentir la respiración de un texto saturado de pesimismo antropológico. Conrad anticipó el desengaño que prosperó en la sociedad europea después de las dos guerras mundiales, particularmente cuando las sombras escuálidas de Auschwitz y la carne quemada de Hiroshima vaciaron al ser humano de esperanzas y creencias. Estamos en el siglo XXI y el mundo no ha acabado, pero se escucha su sollozo. El progreso, lejos de impulsar un avance moral, nos ha convertido en hombres huecos y no se cansa de maltratar a la Naturaleza. Quizás el horror no es el grito que surge de lo más profundo de la selva, sino del corazón de la civilización.

 

Nota bibliográfica:

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, ha conocido numerosas ediciones. Yo he empleado la traducción conjunta de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo, publicada por Alianza Editorial y fácilmente asequible. Se trata de una versión esmerada y precisa que conserva la tensión lírica y psicológica del texto original.