Entreclásicos por Rafael Narbona

Unamuno y la sombra de Caín

23 noviembre, 2016 09:46

Durante las últimas décadas, se ha repetido que la literatura de Unamuno había envejecido de forma prematura e irremediable. Presuntamente, sus temas y estilo pertenecían a otra época. De hecho, algunos ni siquiera le reconocían su condición de autor del siglo XX. Muchos críticos le consideraban un escritor del XIX. No es una observación infundada, pues sus modelos estéticos fueron –entre otros- Víctor Hugo, Leopardi y Carducci. Sin embargo, sus “nivolas” son inequívocamente modernas: minimalistas, atemporales, libres de retórica y con diálogos que podrían encuadrarse entre el cine de Bergmann y el teatro de Beckett, con su poderosa carga de interrogantes existenciales y su trágica impotencia para resolverlos. Publicada en 1917 con escaso éxito, Abel Sánchez es tal vez la primera novela existencialista, según Julián Palley. Drama íntimo reducido a un esqueleto argumental centrado en la envidia cainita (en opinión de Unamuno, “el más terrible tumor comunal de nuestra casta española”), la trama fluye al margen de cualquier escenografía, limitándose a retratar las oscuras pasiones de sus personajes. Ubicada en las antípodas de la novela lírica, el estilo es deliberadamente áspero y afilado, sin ocultar su propósito de perturbar la sensibilidad del lector. No se trata de una novela de tesis, sino de una exploración descarnada de uno de los afectos más destructivos de la condición humana. La envidia no es el sentimiento pueril de desear el éxito ajeno, sino el vacío que nos separa de nuestros semejantes, cuando no somos capaces de responder al proyecto del otro con metas propias y genuinas. El crimen de Caín es el segundo acto del pecado original, pues encarna la rebelión del ser humano contra la posibilidad de un límite moral. Su incapacidad de acometer una existencia auténtica, arroja a nuestra especie al yermo del odio y la desesperación.

Abel Sánchez y Joaquín Monegro son amigos desde “antes de su niñez”, pues sus nodrizas se juntaban para charlar, cuando aún no había despuntado su conciencia del otro. Unamuno sitúa el origen de la relación en un pasado casi mítico, que no esconde su deuda con el relato bíblico. Ese parentesco simbólico se acentúa al señalar que Abel no necesitaba esforzarse para concitar simpatía, mientras que Joaquín resultaba antipático sin proponérselo. Abel no aprecia el cariño que le prodigan, pues “desprecia a la masa”, pero su poder de seducción es innato. En cierto sentido, encarna la puerilidad de la belleza, que puede deslumbrar por motivos puramente formales, sin mostrar ningún parentesco con la verdad. Abel se dedica a la pintura y obtiene un éxito inmediato. Joaquín, más reflexivo y metódico, opta por la medicina, consiguiendo un discreto reconocimiento. Desde su punto de vista, su existencia es puro padecer. Su sufrimiento se exacerba cuando Helena, la mujer a la que ama, se enamora de Abel y se casa con él. Es evidente que Unamuno no escoge el nombre de Helena al azar. En un relato plagado de símbolos, Helena aparece como la versión femenina de Abel. Ambos han recibido los dones de la fortuna. No conocen la frustración de los deseos incumplidos o el rechazo de los otros. Su felicidad es una experiencia que no ha soportado ninguna forma de resistencia. No se puede hablar de mérito ni de gracia, sino de un destino fatal e ineluctablemente dichoso. Cuando Joaquín descubre que ha perdido a Helena, responde con una ira descomunal: “Empecé a odiar a Abel con toda mi alma y proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su nombre, ni quería reconocer que nací, predestinado, con su masa y su semilla. Aquella noche nací al infierno de mi vida”.

El odio de Joaquín desciende del linaje de Caín, pero ese descenso, esa caída hacia el infierno que Sartre describió como el auténtico escenario de las relaciones humanas, no es un simple impulso destructor. El odio es la pasión más genuinamente humana, la más perdurable, la que se resiste con más fiereza a cualquier intento de destrucción, pero lo cierto es que sin ella no habría historia, civilización, cambio. Caín construye la primera ciudad para huir de la mirada incriminadora de Dios. No es un gesto estéril, sino un acto fundacional. ¿Es posible imaginar una humanidad sin ciudades, sin comunidades escindidas entre lo público y lo privado? El asesinato de Abel es el motor del ingenio, la creatividad y el orden. Si no se hubiera producido, no habrían surgido las épocas ni las naciones. Unamuno capta la matriz paradójica de la Historia. Al infringir la ley divina, que hasta entonces sólo se había manifestado como la prohibición de acceder al conocimiento y aventurarse en el terreno de los actos responsables, con indiferencia de su calificación moral, el hombre se hominiza, adquiere autonomía, deja de ser una criatura, y se convierte en protagonista, actor, artífice, víctima o verdugo, engendrando el devenir histórico. Todos somos hijos de Caín, pues el odio nos convoca una y otra vez, invitándonos a neutralizar a nuestros rivales o adversarios. No en vano el origen de la literatura se halla en los cantos entonados en honor de los caídos en el campo de batalla. La gesta de Aquiles inspira los primeros poemas. La muerte de Abel es el punto de partida de la familia humana, trágicamente dividida desde su nacimiento. Se ha dicho que la violencia es la partera de la historia, pero muchas veces se olvida que debería extenderse esa reflexión a las distintas formas de expresión artística.

Joaquín inicia un diario que titulará Confesión. Sus páginas reflejan el pesar existencial que ha invadido la totalidad de su vida emocional. El odio ha echado hondas y, aparentemente, inextirpables raíces: “Era un témpano que se me había clavado en el alma; era, más bien, mi alma toda congelada en aquel odio. Y un hielo tan cristalino, que lo veía todo a través con una claridad perfecta”. La clarividencia proporcionada por el odio le revela la verdadera naturaleza de Abel. El afable y alabado pintor está dominado por “el soberano egoísmo que nunca le dejó sentir el sufrimiento ajeno. Ingenuamente, sencillamente no se daba cuenta de que existieran los otros. […] No sabía ni odiar; tan lleno de sí vivía”. Abel enferma y Joaquín le salva la vida con sus cuidados médicos. Cuando Helena le agradece su intervención, exterioriza su amargura, manifestando su tormento interior: “no es lo peor no ser querido; lo peor es no poder querer”. Joaquín expresa una idea demoníaca, pero también una deficiencia ontológica, que lo sitúa en la esfera de la soledad fáustica. La sabiduría de los dioses no constituye un don, sino una condena, pues reduce al otro a la condición de objeto. Los dioses no pueden amar al hombre, pues el amor verdadero sólo brota entre iguales. No es una apreciación arbitraria, sino una vieja observación de Aristóteles, que la Ética a Nicómano sitúa a Dios en la periferia del mundo, como simple motor del ser.

Al igual que Unamuno, Joaquín alivia sus penas con una mujer-madre, Antonia, que “era todo ternura, todo compasión”. Antonia advierte que Joaquín es “un inválido del alma” y se enamora de su desgracia. Joaquín duda de la existencia de Dios, pero lo compadece, pues se identifica con su soledad. Su incapacidad de amar ensombrece su matrimonio, distanciándole de su mujer hasta en los momentos más íntimos: “Una sombra fatídica se interponía entre ellos. Los besos de su marido parecían besos robados, cuando no de rabia”. Unamuno introduce en la novela su famosa crisis de 1897, cuando se arrojó a los brazos de su mujer, Concha Lizárraga, en mitad de la noche, víctima de una crisis de ansiedad. Joaquín actúa del mismo modo y Antonia responde con las mismas palabras de Concha: “¡Pobre hijo mío!”. Con la misma angustia que Unamuno, Joaquín se pregunta dónde está Dios e incluso se plantea buscarlo, pero sus esperanzas son escasas, frágiles, inconsistentes. Cuando Abel le comunica que el tema de su próximo cuadro será el crimen de Caín, se estremece, exclamando que el responsable de esa tragedia no es el odio fratricida, sino la arbitrariedad de Dios, que nunca ocultó su preferencia por Abel, quizás por su condición de pastor, de nómada que apacienta ovejas y no de hombre que echa raíces, trabajando la tierra.

Todo indica que Unamuno nunca alentó una fe sincera, pero sí un ardiente deseo de creer y una aguda sensibilidad para apreciar el caudal simbólico de la mitología cristiana. Dentro de su escepticismo religioso, Joaquín admite que quiso ser más que Dios, menoscabar su poder, barajando la posibilidad del suicidio como supremo gesto de rebeldía. Su impotencia para amar, incluso a Antonia, le hace pensar que es Luzbel, cuyo rasgo esencial no es la maldad, sino su esterilidad, su radical e insuperable incapacidad para establecer vínculos de afecto, lealtad y reciprocidad. Joaquín engendra una hija y Abel, un hijo. Se llamarán Joaquina y Abelín. Abelín no sigue los pasos de su progenitor, pues advierte que en su pintura no hay sinceridad ni vida, sólo artificio y autocomplacencia. Joaquina se plantea entrar en un convento, movida por el ansia de expiación y redención, pero finalmente se promete con Abelín, que se ha convertido en discípulo de su padre, recogiendo por escrito sus investigaciones y enseñanzas. La fama que anhelaba Joaquín se consumará por medio del hijo de su rival. En las quejas de Joaquín, se escucha el lamento de Job, pero sin su confianza en Dios. Nunca fue capaz de experimentar amor por el prójimo. Su máxima es: “¡Odia a tu prójimo como a ti mismo!”. Abel no verbaliza nada semejante, pero en su interior late la misma incapacidad de amar. De hecho, celebra que su hijo no se haya dedicado a la pintura, pues no habría soportado que igualara o superara su gloria. “Decididamente, la envidia es una forma de parentesco”, concluye Joaquín, convencido de que el odio es un sentimiento intrínsecamente parricida. Se puede odiar a los extraños, pero nunca con la locura homicida de Medea, Electra o Caín.

Unamuno entendió que la muerte de Abel no es un relato cerrado, sino una historia viva que inspira al pensamiento filosófico. Los conceptos no son meras abstracciones. Su punto de partida siempre es una narración, que escenifica un conflicto. Unamuno no formula una moraleja, pero suscribe implícitamente la máxima de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Abel Sánchez es indiscutiblemente un clásico de la literatura española. Formalmente innovadora, su meditación sobre uno de los mitos fundacionales de la civilización, relativiza la libertad del ser humano, transmitiendo una de las enseñanzas primordiales de Zaratustra, profeta del “amor fati” y del gay saber: “Hay que aprender a amarse a sí mismo –así enseño yo- con un amor saludable y sano: a soportar estar consigo mismo y a no andar vagabundeando de un sitio para otro”.

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