En plan serie por Enric Albero

Ficción generalista made in Spain: Nasías pa durá

5 octubre, 2018 11:23

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El elenco de Vivir sin permiso[/caption]

Llegó septiembre y, con el final del verano, desembarcaron las nuevas series que nuestras cadenas enemigas nos tenían preparadas para esta nueva temporada recién estrenada. Discúlpenme si las llamo enemigas, pero es que las conozco y se lo tienen bien merecido. Ahí están la segunda temporada de Estoy vivo (TVE) cuyo primer episodio dura 82 minutos (vale, incluye un resumen de la temporada anterior). O los estrenos de Presunto culpable (Antena 3) y sus 67 minutos; Vivir sin permiso (Tele 5), 78 minutos o El Continental (TVE) y esos interminables 80 minutos.

Ya ven, pasan los años, pero la manera de entender el prime-time en este país no cambia. Poco les ha importado a las cadenas generalistas la irrupción de las plataformas y los sobrados ejemplos de que la reducción del tiempo por capítulo da mejores rendimientos (véase La casa de papel versión Antena 3 y versión Netflix) o que la revolución tecnológica haya incorporado a nuestras rutinas nuevos hábitos de consumo televisivo que cada vez tienen menos que ver con sentarse ‘en familia’ frente al aparato televisor y engullir casi hora y media de ficción más cuarenta minutos de anuncios. Fieles a ese modelo consistente en ocupar toda la franja horaria nocturna con una producción que evite la fuga de espectadores y mantenga alto un share cada vez más bajo a niveles absolutos -y cuyos instrumentos de medición no son representativos- las cadenas españolas siguen impulsando nuevas teleficciones.

Esos condicionantes sistémicos afectan a la producción. Dicho de otro modo, la obligación de cumplir con esos estándares hace que las series de cadena generalista sean mucho menos arriesgadas de lo que deberían, seguramente porque no pueden. Prima, casi siempre, la repetición de lo que ya funcionó. Así, apenas hay ninguna novedad en el campo visual: las reglas del lenguaje clásico siguen mandando -transparencia, música enfática, utilización de los géneros como base- y solo algunas novedades tecnológicas utilizadas de manera compulsiva alteran esa monotonía formal -sí, me refiero a los drones. Los cambios llegan, únicamente y solo en casos puntuales, desde el guion, con proyectos que huyen de lo convencional para entregarse a un tan extraño como gozoso cruce de géneros y referentes (Estoy vivo) o para mezclar churras, merinas y a la oveja Dolly vestida de Wyatt Earp en series que no tienen pies ni cabeza, ni tronco, diría yo (El Continental). Eso sí, lo 80 minutos por capítulo no nos los quita nadie, porque aquí hacemos series nasías pa durá.

Vivir sin permiso

Si funciona, no lo toques. Esa frase vale igual para una serie que para las rutas del narcotráfico. Las cosas solo hay que cambiarlas si te trinca la Guardia Civil de la televisión, que es el espectador aburrido. Y, viendo cómo funcionó El príncipe, nada mejor que seguir con el mismo esquema cambiando Ceuta por Galicia. Detrás de este nuevo cruce entre thriller contrabandista y culebrón estilizado (llámenle drama familiar, si quieren) repiten como creadores Aitor Gabilondo y Joan Barbero, que desarrollan una idea del escritor Manuel Rivas; José Coronado y el novio de Olivia Munn (o sea, Álex González) vuelven como protagonistas y en el apartado de dirección figuran Marc Vigil, responsable del look de El ministerio del tiempo, Oskar Santos (director de El mal ajeno y de las dos entregas de Zipi y Zape) y Miguel Ángel Vivas que este año abrirá la SEMINCI con su último largometraje, Tu hijo.

Creo sinceramente que Vivir sin permiso sirve, sobre todo, para que, como un fardo extraviado en alta mar, Fariña emerja como la gran serie que es. A nivel visual, la serie de Bambú está a años luz de la nueva propuesta de Telecinco, por más que la temática de base sea muy similar. Lo que aquí desprende corrección académica, en la serie que emitió Antena 3 y que ahora aloja Netflix era atrevimiento en la planificación y en el diseño de casi cada encuadre. Con todo, esta nueva teleficción de Alea Media y Produtora Ficción sabe qué cartas juega y, afortunadamente, no se anda con medias tintas.

Con un punto de partida que podría recordar a Los Soprano -el narco Nemo Bandeira (José Coronado) es diagnosticado de Alzheimer- los guionistas encaran de manera frontal la implantación del narco en la sociedad gallega (algo que Manuel Rivas conoce muy bien y ha documentado tanto en sus novelas como en su época periodística). Aunque sea en la ficticia población de Oeste, ahí está la relación traficantes-Xunta-policía y el funcionamiento del grupo Open Sea como tapadera del verdadero negocio, que no es otro que la importación y exportación de estupefacientes. De hecho, el mejor momento del piloto es ese discurso de Bandeira durante la celebración de su 60 cumpleaños, en el que expone los logros de un emporio -y que se nos presenta ilustrado como si fuera un publirreportaje- en el que los éxitos empresariales y las actividades delictivas son descritas con idéntica retórica capitalista. Y es que, en el fondo, todo es lo mismo, las mismas estrategias valen para las conservas que para la coca, se trata de dominar el mercado cueste lo que cueste.

La parte culebronera de la serie, indisociable de la anterior, la encarna Mario Mendoza (Álex García), ahijado de Nemo, abogado y mano derecha del capo gallego. La acuciante desmemoria del padrino le hará buscar un sucesor que, cosas de la sangre, no puede ser el pilar que lo sostiene, sino su hijo Carlos (Álex Monner) homosexual y toxicómano en fase de rehabilitación o su hija Nina (Giulia Charm) que acaba de abrir una galería de arte y nada sabe de manejar los negocios de su padre. La última pieza del puzle es Lara (Claudia Traisac), la hija que Nemo tuvo con otra mujer, que reniega de él y de (casi) toda su familia. Secretos, estrategias ocultas y un imperio de la droga por heredar.

No podemos dejar Vivir sin permiso sin mencionar la efectividad de Coronado cuando se mete en la piel de personajes oscuros, esa furia enfermiza que Luis Zahera sabe imprimir a los tipos duros como Ferro, el ayudante de Bandeira, o el Cabrera que interpreta en El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018); o el genio que posee Álex Monner. No todos los actores rayan a la misma altura: Álex García tiene serias dificultades para graduar bien la intensidad (la escena del coche en el episodio primero) y Claudia Traisac oscila entre la naturalidad y el énfasis interpretativo (o sea, se le ‘nota’ que actúa), algo que también puede decirse de Giulia Charm. Con todo, el reparto es más que efectivo y eso ayuda a sobrellevar una propuesta que, como decíamos al principio, funciona. Y lo que funciona, no se toca.

Presunto culpable

El thriller, en sus diferentes vertientes, está de moda de España. Y Presunto culpable se apunta al whodunit para que nos preguntemos si, efectivamente, Jon Aristegui (Miguel Ángel Muñoz), hijo de familia bien e investigador médico, asesinó a su novia. La serie creada por Javier Holgado, Josep Cister Rubio y Aitor Montánchez es más compleja que el enunciado anterior. En primer lugar, porque ese presunto homicidio sucedió seis años antes de los hechos narrados. Además, no se encontró el cadáver de la supuesta víctima. Y, para disponer todos los elementos sobre la mesa de operaciones, Jon tuvo que marcharse del pequeño pueblo vasco en el que todo sucedió ante el acoso continuado de los familiares de la que fue su pareja.

Más allá de un guion que funciona como una peonza, dando vueltas sobre sí mismo y ofreciéndonos nuevos ángulos de la historia que no habíamos visto, me resulta más interesante la contextualización. Jon pertenece a una familia burguesa, acomodada, con tantos recursos que pueden prestarle dinero para que cree sus propios laboratorios y prosiga con su investigación en la lucha contra el cáncer. Anne Otxoa (Alejandra Onieva), su pareja, procede de una familia obrera y euskaldun. Su madre, Amaia (Elvira Mínguez) reparte octavillas que reclaman el acercamiento de los presos de ETA. Que se hable euskera con ‘cierta’ normalidad, que aparezcan pancartas pidiendo amnistía o que todo el conflicto vasco y los asesinatos cometidos por la banda terrorista estén presentes, en muchas ocasiones y de manera sutil, en el ambiente y en las conversaciones, juegan a favor de una serie en la que determinar la verdad es muy complicado.

Aunque convencional en sus formas y afectada por el mal de altura -mal de altura: en las series de televisión dícese de la repetición ad nauseam de planos cenitales para retratar los paisajes, fruto de la compra de un dron por parte de la productora-, Presunto culpable deja algún que otro detalle digno de mención. En el episodio piloto, Jon regresa a París para poner en orden sus asuntos. Vuelve a la casa que comparte con su actual pareja que, tras los acontecimientos que desencadenan la historia, decide dejarle. El realizador Alejandro Bazzano filma esa despedida de la siguiente manera: encajona a la pareja en el pasillo del apartamento en plano general y contrastando luces y sombras. Tras la ruptura, Jon parece atrapado en un callejón sin salida.

De todos modos, mi principal problema con este tipo de propuestas es su duración y cómo conseguir que la trama se mantenga. Jugar al Cluedo durante 1000 minutos es inaguantable: no hay guion que logre mantener cierta coherencia interna a partir de unas premisas extraídas del género crime & mistery, ni espectador con ánimo de descifrar los enigmas que se le plantean que resista 13 episodios. Con series de este perfil como Sé quién eres (2017), no paso del quinto episodio. Otra cosa es que veamos la serie mientras planchamos, cocinamos o consultamos el WhatsApp y nos dé todo un poco igual y nos fijemos en qué bonito sale Bermeo, los valles que recorren el bajo pecho de MAM o recordemos que Susi Sánchez es una enorme actriz (y si no sabéis de quién os hablo, a ver ya La enfermedad del domingo que la tenéis en Netflix. De nada).

Estoy vivo

A un veterano como Daniel Écija -de Médico de Familia (1995) a Vis a Vis (2015) pasando por Compañeros (1997), Los Serrano (2003), El internado (2007) o Águila Roja (2009)- hay que agradecerle el riesgo que supone Estoy vivo, una mezcla de thriller sobrenatural y tragicomedia familiar que aúna elementos tan dispares como saltos temporales, reencarnaciones, terroristas satánicos, ángeles, resolución de casos policiales, tics de una buddy movie, altibajos sentimentales y humor costumbrista. No sé si hay Thermomix inventada que elabore un plato comestible con esos ingredientes, pero lo cierto es que la serie de Globomedia para Televisión Española es como una de esas ‘guarrindongadas’ que recopilaba el cocinero David De Jorge (chorizo con mahonesa, bocata de anchoas con leche condensada, …) que parecen un atentado contra el paladar, pero, en realidad, crean adicción (¿han probado a destrozar un buen champagne frío echándole un chorrito de sirope de fresa?).

Estoy vivo funciona, en parte, gracias a un elenco actoral en estado de gracia. Javier Gutiérrez on fire, Anna Castillo -su naturalidad me noquea, que quieren que les diga- y un Alejo Sauras que no ha estado mejor en su vida, sostienen una trama que exige al espectador romper cualquier pacto de verosimilitud que pudiera haber firmado con los autores. Además, en esta segunda temporada, los guionistas suben la apuesta: si todo arrancaba con la muerte del inspector de policía Andrés Vargas (Roberto Álamo) y su reencarnación, cinco años después, en el cuerpo de Manolo Márquez (Javier Gutiérrez); en esta segunda entrega vuelve a producirse un salto temporal de año y medio que destroza todos los cimientos asentados en la temporada inaugural. Es un divertido acto de autosabotaje: Márquez, que había reconquistado a la que fue su mujer (Cristina Plazas) y recuperado a su hija Susana (Anna Castillo) -esto es, de manera interpuesta, había vuelto a tomar el control de su vida- tras acabar con el asesino en serie llamado ‘el Carnicero de Medianoche’, ve como una breve visita al cielo para presentar una reclamación existencial se transforma en el paso de 18 meses en la tierra. Así pues, con la ayuda de su inseparable ángel de la guarda -o enlace (Alejo Sauras)- tendrá que volver a ordenar su caótica vida.

A ese mecanismo de destrucción/recomposición se le ha de añadir la condición de ‘hombre elegido’ que representa Márquez -alguien que fue resucitado porque tenía que cumplir con una misión- lo que le hace estar siempre en el momento oportuno en el lugar adecuado: es un inspector que no tiene necesidad de investigar, de solucionar los casos, porque, simplemente, los problemas le van como el metal a un imán. Eso permite un juego con los géneros que da lugar a situaciones interesantes que van del suspense al melodrama: v.g., la toma de rehenes en la guardería o, la mejor secuencia de este capítulo 2.01, esa confesión en clave simbólica, en la que Márquez, utilizando la figura del mítico jugador del Rayo Vallecano, Felines, revela sin hacerlo, pues lo tiene prohibido, su verdadera identidad a su amigo Sebastián (Jesús Castejón).

El Continental

Frank Ariza es una especie de dios patoso. Alguien que todo lo puede, pero cuyas decisiones siempre terminan en desastre. Es como si pudieras ser Michael Jordan pero te empeñaras en convertirte en Denis Rodman (Ariza sería el Rodman retirado). En El Continental, la producción de Gossip Event para Televisión Española, todo lo que podía salir mal, sale peor. Ariza, en un alarde de autor total, produce, escribe y dirige esta historia ambientada en la España de los años 20 (¿seguro?) en la que el local que da nombre a la serie funciona como metáfora de la lucha familiar entre un tío (Baena/Roberto Álamo) y un sobrino (Ricardo León/Álex García) por controlar el contrabando de alcohol y opiáceos.

Aunque Ariza haya afirmado por activa y por pasiva que el argumento nada tenga que ver con Peaky Blinders (Steven Knight, 2013-?), el diseño de vestuario, el maquillaje y la peluquería, la composición de los personajes, la banda sonora y el arranque, con Álex García entrando a caballo en su cuartel general, son solo pequeños ejemplos que anulan el desmentido del creador de Perdóname, Señor (2017). El continental es un intento por fusilar la serie de Steven Knight y pegarse un tiro en el pie (sí, piensen en el Jim Carrey de Como Dios). No sabemos en qué lugar sucede nada de lo que se nos cuenta, un filtro azul que le resultaría repulsivo incluso a Tony Scott anega las imágenes hasta ahogarnos la vista; los giros de guion son tan inverosímiles -ese disparo ¡al botón de una chaqueta! para fingir un asesinato- que nos obligan a leer el drama como una comedia bufa; los actores están tan pasados de vueltas -el momento Roberto Álamo lanzando una paloma al vuelo es inenarrable, hay que verlo para creerlo- que lo que vemos solo puede interpretarse como una parodia: todo es tan grandilocuente -el aparatoso movimiento de grúa para presentar a Andrea (Michelle Jenner), el soundtrack que todo lo apelmaza- que, al final del episodio piloto, cuando ya nos hemos hartado de escuchar a Secun de la Rosa falsificando el italiano y asistimos a la inauguración del Continental, con esa suelta de mariposas como cúspide de la sucesión de absurdos que nos han llevado a ese momento, solo tenemos ganas de colgarle el cartel de cerrado por derribo. Si alguno de ustedes averigua como el ente público ha dado el visto bueno para producir ‘esto’, les ruego me escriban o cuelguen un comentario en el blog. Si desean seguir la serie después de hacer la digestión del primer capítulo y tomarse los ‘álmaxes’ correspondientes, háganlo bajo su propia responsabilidad, luego no digan que nadie les avisó.

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