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Maggie Gyllenhaal en The Deuce[/caption]

Esta idea esquinada y lucida se la tomo prestada al periodista, crítico e instructor (al menos en lo que a mi formación se refiere) Eduardo Guillot. Fruto de su trabajo como reportero en el Baltimore Sun, David Simon publicó dos novelas que, posteriormente, fueron llevadas a la televisión. Homicide (1993-1999) fue la primera y The Corner (La esquina), cuyo material literario original contaba con la colaboración de Ed Burns, la segunda. Esta miniserie de seis episodios fechada en el año 2000 ya anticipaba lo que dos años después veríamos en The Wire (2002-2008):  las esquinas como punto estratégico para la venta de drogas en esos rincones de la ciudad que no anunciaba la tourist info local. Y de las esquinas más sórdidas del oeste de Baltimore viajamos a las no menos miserables esquinas de una Nueva York desesperanzada que ocupan, entre paseo y paseo, las prostitutas de The Deuce.

En el universo del creador de Treme, la esquina puede leerse en clave simbólica como ese lugar en el que sobreviven los parias de un sistema depredador, marginados obligados a inventarse una vía de financiación al margen de la normativa vigente. Las esquinas por las que deambulan dealers, prostitutas, yonquis y chulos no son más que la metonimia de toda esa subespecie conformada por individuos condenados a vivir en los límites de una sociedad organizada a partir de un modelo neoliberal en el que los beneficios son lo único que importa. En esa zona de sombra que los habitantes de la clase media no queremos ver, están los traficantes y los puteros, pero también los parados, los ancianos o aquellos que no tienen dinero suficiente como para costearse un seguro médico.

La obra de Simon siempre fue un alegato contra un orden político y social que incrementa las desigualdades entre los ciudadanos y The Deuce –producida por HBO y disponible en HBO España– supone un nuevo jalón en la línea de pensamiento de alguien que, en su visita al festival Serielizados en 2016 afirmó que “si el capitalismo actual fuese una persona, diríamos que es un sociópata”. El funcionamiento de la prostitución en la Nueva York de los 70 y el auge del negocio del cine pornográfico, alentado por la súbita aparición de un vacío legal, le sirven, de nuevo, para poner al desnudo las vergüenzas de una sociedad en la que el dinero se alza como un tótem ineluctable.

En ocasiones, la serie parece un destilado de The Wire, como si cada una de las constantes temáticas que formaban el esqueleto de cada temporada de aquella serie mítica, aquí se mezclaran en un concentrado que abarca desde la corrupción policial a la depauperación de los medios de comunicación, pasando por el desarrollo urbanístico vinculado a actividades tan lucrativas como de dudosa moralidad (el urbanismo es otro de sus grandes temas, como bien se demuestra en Show Me a Hero). Sin embargo, y aun cuando los grandes temas que recorren la trayectoria creativa del showrunner de Washington están muy presentes, aquí estamos ante la serie más feminista del autor de Generation Kill, por más que en sus ficciones seriales precedentes aparecieran personajes femeninos de la potencia de la Kima (Sonja Sohn) de The Wire. La presencia en el equipo de guionistas de Megan Abbott y Lisa Lutz, y en los créditos de dirección de Michelle MacLaren, Roxann Dawson y Uta Briesewitz (y de Maggie Gyllenhaal como productora ejecutiva), seguramente haya influido a la hora de dar forma a unos roles que cuestionan, cada uno a su manera, un sistema heteropatriarcal cuyos detentores se esfuerzan por mantener (neoliberalismo heteropatriarcal, ése es el concepto).

Merece la pena detenerse un poco en este asunto, sobre todo porque los caracteres masculinos repiten arquetipos muy presentes en otras propuestas anteriores de Simon y, aunque igualmente bien construidos, no incorporan el grado de novedad que revisten las mujeres que recorren las aceras de The Deuce.

Candy (pluscuamperfecta Maggie Gyllenhaal) es, para empezar, una prostituta independiente, una outsider que se maneja fuera de una organización jerarquizada en la que los pimps explotan a sus empleadas (perdón por el eufemismo). Una posición, tan delicada como valiente, que está en condiciones de ocupar por su profundo conocimiento de las reglas del juego: su explicación del funcionamiento del modelo económico imperante a un cliente pubescente o la posesión de armas de autodefensa para prevenir o contrarrestar las seguras agresiones de algunos de sus parroquianos así lo atestiguan –bien es verdad que ello no evita que sufra robos y reciba palizas–. Aunque prostituta, la asunción de esa condición de self-made woman en una estructura dominada por los hombres implica una voluntad manifiesta por controlar su vida, por muy dura que esta sea. De ahí que, cuando empiece a dar sus primeros pasos en el negocio del cine para adultos (segundo eufemismo, vamos bien), no tarde en dar el salto de la actuación a la dirección, porque su interés no radica tanto en ganar dinero como en controlar, de verdad, el negocio (y, en este caso, el relato) ocupando un lugar –ese plano de Candy sentada en la silla del director– vetado para las mujeres.

También quiere darle la vuelta al discurso hegemónico –esto es, reescribir la masculinizada versión oficial de las cosas– Sandra Washington, la periodista interpretada por Natalie Paul, cuyo objetivo principal no es otro que abordar un asunto borrado de las páginas de su periódico (y de todos los otros): qué sucede y cómo funciona la prostitución en esa Hamsterdam que es el Deuce neoyorquino (ojo, guiño para iniciados). Pero, además, y ahí se nota sobremanera el influjo del David Simon reportero, quiere hacerlo desde tantas perspectivas como sea posible –entrevistando a putas, chulos, policías– para ofrecer un retrato fidedigno de ese submundo que, por momentos, tanto recuerda al que mostró Paul Schrader en Hardcore (1979). Es decir, emplea la misma estrategia, la misma metodología de aproximación, que la propia ficción.

No hay que olvidar a Abby (Margarita Levieva), una estudiante de familia acomodada que atraviesa su época universitaria pero que no encuentra alicientes ni en las clases ni en sus compañeros. Su desencanto la lleva detrás de la barra del bar de Vincent Martino (James Franco) sin que por ello pierda sus inquietudes intelectuales (recomienda libros, hace fotografías). Abby es alguien que no sabe muy bien lo que quiere, pero que, antes que nada, sabe lo que no quiere. Es una joven con una personalidad arrolladora, que a pesar de desenvolverse en un entorno en el que la mujer es explotada hasta su destrucción, tiene muy claro que las riendas de su vida las maneja ella. Ella es la que marca la pauta en sus relaciones sentimentales y sexuales, decide, sin imposiciones, qué, cómo y cuándo quiere hacer las cosas y, lo más importante, se inviste como prescriptora desde el momento en el que facilita libros a las prostitutas que frecuentan el tugurio en el que sirve copas. De nuevo, aunque de una manera menos directa que en la cuarta temporada de The Wire, la importancia de la educación y del conocimiento para hacer frente a un sistema injusto. Una escuela paralela de formación para adultas como primer paso para alentar la rebelión contra la esclavitud sexual.

Pero ¿y si estos tres roles no fueran sino el epítome de lo que en realidad sucede a todos los niveles? ¿Acaso Candy no quiere controlar un negocio en el que la mujer hasta ahora solo ha sido objeto (llámese prostitución, porno o industria audiovisual)? ¿No está Abby reclamando a partir de sus propias decisiones el control de su propia vida en una época en la que las mujeres no podían hacerlo? ¿Acaso esa lucha no sigue vigente? ¿Es que la figura de Sandra no es comparable a la de todas aquellas periodistas, escritoras, directoras de cine que pelean por construir esa historia que jamás se contó –la Historia acuñada por las mujeres– porque siempre fue el hombre quien controló los mecanismos de poder y, por lo tanto, el que generó el discurso dominante? ¿No nos está diciendo The Deuce que a quien hemos colocado en la esquina de la sociedad, en ese rincón marginal que ocupan los desheredados, es a las mujeres?

Eso sí, como siempre en Simon, ni un rasgo de paternalismo, ni un juicio moral con respecto a sus personajes. Huye del psicologismo barato como de la peste, se cuida mucho de que los proxenetas no estén cortados todos por el mismo patrón (hay uno al que ‘sus’ chicas le pegan) y los dota de suficiente complejidad como para que no sean vistos únicamente como esclavistas (sin dejar de decir que, efectivamente, lo son). Otro tanto sucede con las trabajadoras sexuales (tercer eufemismo del día), que incluyen a aquellas que llegan a la gran ciudad desde la América rural y que, a pesar de sus infrahumanas condiciones laborales (si asumimos que eso es un trabajo) ni pueden ni quieren volver a sus atrasados pueblos natales. Pero también están las que no pueden cargar con las consecuencias de ese éxodo, las que se entregan a las drogas para escapar de un mundo horrible, las que se quedan porque quieren y las que no ven más salida que la huida a cualquier otro lugar. Salvo los personajes afiliados al sindicato del crimen, el resto viven situaciones complejas y jamás saben si sus decisiones serán las correctas: los dos gemelos interpretados por James Franco encarnan esa escisión que plantea la serie entre la gente que está completamente fuera de la ley (Frankie, Rudy) y aquellos que se pasean por esa cuerda tambaleante que separa la legalidad del crimen (desde los policías que no saben si aceptar o no los sobornos, al proxeneta que vacila sobre el porvenir de su, ejem, profesión, pasando por un Vince que entra primero en el negocio de la prostitución para luego desligarse de esa actividad por cuestiones morales: la principal diferencia entre un grupo y el otro es que unos se interrogan a sí mismos sobre la corrección de lo que están haciendo y los otros no dudan jamás).

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James Franco inerpreta a los gemelos Frankie y Vincent Martino[/caption]

David vs. Martin

The Deuce guarda no pocas relaciones con Vinyl (2016) y, sin embargo, no puede ser más distinta. La cuidada ambientación setentera, un soundtrack que, en ocasiones, podrían intercambiarse y su buceo en las cloacas del mundo del hampa las hacen dialogar. Ahora bien, la teleficción made by Simon es mucho menos cinética que la serie producida por Martin Scorsese, se entrega menos a esa puesta en escena cocaínica tan del gusto del director de Casino y se emparenta más con una determinada tradición televisiva (de Canción triste de Hill Street Blues a Policías de Nueva York). Aunque la caligrafía visual no resulte tan apabullante, la serie creada por el tándem formado por Simon y uno de sus colaboradores habituales, el novelista George Pelecanos (de la música que aparece tiene buena parte de culpa), está mucho mejor construida que la serie discográfica que contó con Terence Winter a los mandos de un guion en el que los episodios mafiosos se limitaban a la reproducción de clichés scorsesianos y eran introducidos con calzador dentro de la trama principal relacionada con el funcionamiento de la industria musical. Aunque, para quien esto firma, la diferencia más importante estriba en que, mientras al igual que en otras películas de la filmografía de Scorsese, uno no sabe si en Vinyl se enfrenta a una revisión crítica o a un revival nostálgico de esa América de los 70, en The Deuce no hay ninguna duda de que estamos ante una enmienda a la totalidad del sistema. Por eso, la ausencia de estilización se convierte en el principal valor de esta producción de HBO. Aquí la suciedad se huele, las prostitutas no parecen recién salidas del penúltimo desfile de Victoria’s Secret y sus clientes están tan alejados de Richard Gere como próximos a un Patrick Bateman (American Psycho) con sobrepeso. La puesta en escena energizante y embellecedora deja paso al naturalismo más descarnado; ni hay belleza en la prostitución ni glamour en el mundo del porno: rodajes cutres, desmitificación de la mitología sexual acuñada por ese tipo de producciones, desprotección laboral… El porno es la prostitución por otros medios.

Resulta significativo que el momento de mayor potencia visual, en lo que al empleo de recursos formales se refiere, sea la secuencia que cierra la temporada encadenando diversos travellings que repasan la situación de todos los personajes al ritmo del "Careless Love" de Ray Charles. The Deuce pone punto y final a su primer acto con un travelling de retroceso sobre el pasillo del burdel que se ha construido para sacar de la calle a las call girls e higienizar el negocio. La canción, ya de por sí triste, acaba, pero Michelle MacLaren mantiene el plano borrando cualquier connotación que la melodía y la desgarradora voz del soulman puedan provocar y solo queda la imagen desnuda de ese corredor que tiene más de galería carcelaria que de pasillo de hotel.

Además, The Deuce ofrece una lectura sobre, llamémosla así, la gente normal. Ese tipo de gente no sé si como usted, pero sí como yo, a la que le cuesta reaccionar frente a determinadas actitudes ofensivas, cuando no vejatorias, simplemente por el hecho de haberse acostumbrado a convivir con ellas. Al final, nos dicen Simon y Pelecanos, hay que tomar partido frente a las injusticias, nos tenemos que poner del lado de las putas, de las humilladas y de las ofendidas, de ahí que esa secuencia en la que ese camarero que, día tras día, escucha insultos, contempla palizas y vive con ominosa normalidad el continuo maltrato hacia las mujeres, decide actuar, sea tan importante. The Deuce no tiene miedo a tomar partido, como tampoco lo tiene a mostrar felaciones repugnantes o polvos hermosos, o a poner patas arriba un sistema que, como Simon lleva años explicándonos, está destinado al colapso. Estamos, una vez más, ante una orgía ideológica en la que denuncia, reflexión y análisis sociológico se funden para determinar que mientras sea el beneficio el que rija nuestras vidas, estamos liquidados. Nos va a tocar esperar un año para seguir devanándonos los sesos con la nueva joya del creador de The Wire, pero ni a ustedes ni a mí nos queda otra que esperar, así que stay tuned.