Arriba: David Simon, creador de la serie The wire y autor, junto con Ed Burns, de La esquina. Abajo: Fotograma de la serie.

Principal de los Libros

Llega a España La esquina, la segunda y esperada obra de David Simon, el creador de la aclamada serie de la HBO The Wire, después del éxito de Homicidio, que va por su segunda edición. El lanzamiento de la editorial Principal de los Libros coincide además con la programación Especial David Simon del canal TNT España. Ambos libros recogen la labor de campo del periodista norteamericano, que durante un año estuvo empotrado en una unidad policial encargada de la lucha contra el crimen organizado en Baltimore. También pidió una excedencia a su periódico, el Baltimore Sun, para dedicarse en exclusiva a patear las calles, observando los entresijos del tráfico de drogas en la ciudad. A partir de esas experiencias se gestó la serie, que ha marcado un antes y un después en el panorama televisivo.



La famosa esquina de las calles Fayette y Monroe, en la que se centra el libro, es un supermercado de la droga abierto las 24 horas del día que aporta ingresos a un barrio que se muere. A través de los ojos de una familia rota, dos drogadictos y su inteligente hijo, DeAndre McCullough, Simon y Ed Burns (ex policía de Homicidios, principal guionista de The Wire y uno de los protagonistas de Homicidio) examinan la siniestra realidad de los barrios pobres y muestran por qué la policía, los cruzados de la moral y los servicios sociales del Estado consiguen tan pocos resultados.



En La esquina, Simon revela la realidad de una generación perdida con crudeza y con su estilo directo, herencia del mejor periodismo narrativo norteamericano, ese que se cocía en las redacciones a fuego lento, levantando una y mil veces el teléfono, tomando muchos cafés con la fuentes, fundiendo vida privada y profesional... En fin, un periodismo en declive en los acelerados tiempos digitales. A continuación le ofrecemos el comienzo del libro, que estará en librerías a partir de lunes 29 de agosto.





INVIERNO



UNO



El Gordo Curt está en la esquina.



Se inclina pesadamente sobre su bastón hospitalario de aluminio, obcecado en el antiguo empeño de sobrevivir. Sus manos gordezuelas y repletas de pinchazos jamás conocerán el fondo del bolsillo de un pantalón. Sus antebrazos son como cuero hinchado y sus piernas abotargadas brotan del cemento como dos troncos. Este puñado de miembros obesos converge en un torso mustio. Allí donde late el corazón del hombre, el Gordo Curt ya no es gordo.



-Eh, Curt, tío.



Curt se vuelve ligeramente y observa a Junie deslizarse desde el otro lado de Fayette, dirigiéndose a lo de Blue para el último pinchazo de la tarde. Curt se detiene a unos pocos pasos de la puerta de Blue y he aquí que aparece el señor Blue en persona, de pie en el porche de lo que una vez fue la pulcra casa adosada de su madre. Se rasca la barba entre un cliente y el siguiente, y cobra dos billetes a cada uno, aunque cuesta dos más si necesitas una jeringuilla nueva. No cobra si compartes.



Desde la colina cerca de Gilmor llega una corta ráfaga de disparos, demasiado igualados y deliberados como para ser petardos. Blue se endereza un poco y deja que Junie suba los peldaños de mármol delante de él. Junie es cliente habitual, no le cobra por chutes.



-Ya están disparando otra vez -dice Blue.



-Los hijos de puta no saben ni qué hora es -gruñe Curt.



Blue sonríe con suavidad, se vuelve y entra en la casa detrás de Junie.



El Gordo Curt se mueve con lentitud hacia Monroe, y sus ojos enrojecidos distinguen a un chico blanco que se acerca a la esquina en una furgoneta traqueteada. No hay nada que hacer: uno de los captadores más jóvenes de Gee Money ya está manos a la obra con la venta.



Curt avanza por la esquina hacia Vine y se cruza con Bryan, que le saluda con un gesto de la cabeza. Tampoco hay negocio aquí, no con Bryan Sampson currándose la zona cansinamente, con su detergente en polvo de tres al cuarto. Curt sacude la cabeza. Bryan logrará que vuelvan a pegarle un tiro en el culo si se empeña en colocar detergente a sus clientes.



Al !nal de la colina, desde Hollins y Paysons, llegan más ruidos sincopados. Es el principio de la avalancha, aunque no son ni las once. Curt se encoge de hombros y da la vuelta hacia Fayette. Sabe que tiene tiempo su!ciente como para ganarse unas perras.



-¿Qué pasa, tío?



Finalmente, un rostro conocido en la calle Mount, un drogadicto de cara chupada y piel olivácea que se desliza colina arriba con la esperanza de conseguir mierda de mejor calidad. Va directo a Curt.



-¿Qué pasa?



Curt gruñe un asentimiento. La tienda está abierta.



-¿Tienes mierda buena?



El Gordo Curt, el oráculo. Veinticinco años de servicio en las calles y todo el mundo sabe que no hay mejor captador que él en la esquina de Fayette con Monroe. Curtis Davis, con su voz gutural, es el proveedor de información !able, un adalid in"exible del control de calidad y de la defensa del consumidor. Sin trucos, sin porquería cortada, sin mezclas asquerosas. El Gordo Curt es el rey entre los captadores.



-Prueba ahí -dice, señalando con el bastón hacia la entrada de la calle Vine.



El adicto se va con su ansia a cuestas manzana abajo mientras Curt hace una señal al vigilante que está en la boca del callejón. Lentamente, el viejo captador vuelve a la esquina arrastrándose con ayuda de su bastón, bajo el brillo amarillento del vapor de sodio. Es como si el ayuntamiento quisiera dotar al barrio de candilejas teatrales: duras y directas, desprecian abiertamente la escena que iluminan. El Gordo Curt está sempiternamente expuesto al feo brillo de las lámparas nuevas pero aún se acuerda de cuando las farolas arrojaban una apagada luz azul, más amable, sobre sus trapicheos; cuando el barrio gozaba de un poco de privacidad. Ahora, a menos de una hora para la medianoche, la esquina se ve claramente a una manzana de distancia. Droga y coca, coca y droga. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana.



Más disparos. Desde Fulton con Lex, por cómo suenan. Curt sigue !rme en su sitio, de guardia, esperando la próxima venta mientras los agentes uniformados del distrito oeste se congregan para un último recorrido. Los coches patrulla avanzan lentamente por Monroe, pero no es una redada, al menos no esta vez. Solo se trata del repaso ceremonial de la esquina y una exhibición malhumorada de uniformes y pistolas. Desde Hollins y Payson llega una larga retahíla de disparos entrecortados. Diez o doce de golpe, y parecen de una nueve milímetros. Los policías no hacen caso y se concentran en escanear los rostros de los paseantes; siguen con las luces de freno encendidas.



Los vigilantes se levantan y se largan. Los captadores, clientes y correos se esfuman, se evaporan como si fueran una niebla humana, bajan por la calle Fayette o se meten en los callejones aledaños. También el Gordo Curt se aleja de los coches policía, bastón y paso, paso y bastón, tan lentamente que su movimiento es más implícito que real. Lo justo para indicar una cortés retirada territorial. Por experiencia, Curt sabe que la visita de los agentes será corta. En quince minutos no quedará en las calles del barrio ningún policí que esté en su sano juicio. [...]