Marty Byrde (Jason Bateman) es un asesor financiero de Chicago. Su mujer Wendy (Laura Linney) cuida de sus dos hijos adolescentes, Charlotte (Sofia Hublitz) y Jonah (Skylar Gaertner).  Su vida transcurre apacible: los niños se acuestan; en el salón, la televisión encendida parece un decorado animado al que nadie presta atención; ella, tumbada en el sofá, mira otra cosa en su tablet; él contempla su portátil. Solo que Marty está viendo porno. En el comedor de su casa. Con su esposa al lado. ¡Y es Wendy quien aparece en el vídeo! Ese arranque, además de contener un breve apunte sobre cómo consumimos ¿televisión? hoy, señala varias cosas. En primer lugar, que esa existencia anodina –la triada trabajo, hijos, casa– es sostenida por una red de mentiras que puede destejerse en cualquier momento. Pero, en este caso, la urdimbre de secretos y engaños no se circunscribe a la trama familiar. Porque Marty Byrde, además de abnegado padre y esposo frustrado, es el tipo que blanquea el dinero de uno de los carteles más importantes de México. Cuando sus jefes descubran cierto ‘desajuste’ contable y tomen medidas –¿cuánto mide un barril de combustible? Ese tipo de medidas– se iniciará una huida hacia adelante que incluye una mudanza exprés a orillas de un lago en Missouri, el apaciguamiento de sus superiores comprando temporalmente su confianza garantizándoles el lavado rápido de 5 millones de dólares, y un nuevo inicio en un entorno rural cuyo aspecto edénico esconde no pocos peligros: desde familias rednecks que parecen sacadas de Deliverance (John Borrman, 1972) a traficantes locales con los escrúpulos de Atila y los modales de su caballo. Así pues, Ozark se convierte en un manual de instrucciones sobre el blanqueo de dinero, pero también en un estudio clínico sobre el cinismo necesario para esconder tras el aspecto de un ciudadano ejemplar el alma de un tiburón. Ya saben, aquello de: “me daba los buenos días todas las mañanas, parecía un señor encantador”.  Y ahí, un monumental Jason Bateman –que no por casualidad ejerce como productor ejecutivo y dirige cuatro episodios–  le pone cuerpo y, sobre todo, voz a ese tipo de modales exquisitos, un Messi de la retórica capaz de contorsionar las palabras para que signifiquen una cosa o la contraria en función de sus intereses. Sus monólogos en off, la manera que tiene de negociar (no importa que sean narcos o propietarios de un chiringuito), el modo en que dosifica la información y la ausencia de cualquier tipo de moralidad, vienen a enseñarnos que en las escuelas de negocios también se puede cursar un MBA en extorsión. (Un detalle: la secuencia en la que Jonah le explica a su profesora cómo el dinero de la droga permitió mantener a flote la economía del país durante el periodo de recesión sirve como resumen de la filosofía vital que rige las vidas de la tribu de los Byrde). Su partenaire, una Laura Linney que por momentos recuerda a ‘su’ Annabeth Markum de Mystic River (Clint Eastwood, 2003), no le va a la zaga. Una mujer resuelta, conocedora de todas las actividades de su marido y dispuesta a proteger lo suyo y a los suyos a cualquier precio. Un personaje al que no le falta el punto de reivindicación feminista: una mujer que abandonó su carrera para cuidar de sus hijos a la que le es imposible recuperar su lugar en el mercado laboral y que acabará demostrando que es tan válida como su esposo para desenvolverse en los negocios más turbios. Un matrimonio en la línea de los Underwood, dos alimañas del mismo pelaje, igualdad máxima.

Kaleidoscope 

Ese es el título del octavo capítulo de la serie y, para quien esto suscribe, el más estimulante. El episodio-flashback que explica el origen del embrollo huye de la linealidad narrativa empleando un montaje desestructurado. Se expresa así ese permanente estado de zozobra en el que vivirán los Byrde una vez que accedan a formar parte del mundo del hampa tras buscar coartadas morales que justifiquen lo injustificable. El peligro, el dolor y las cicatrices pueden aparecer en cualquier momento de sus vidas como aparecen por obra y gracia de la edición en un capítulo que se abre y se cierra con el mismo accidente. La textura fotográfica de la teleserie creada por Bill Dubuque y Mark Williams es otro de sus puntos fuertes. Sin resistirse a la belleza del paisaje de los Ozarks, el tono azul acerado que baña las imágenes confiere a ese entorno sereno un halo siniestro, como si la niebla que flota sobre el agua ocultara criaturas monstruosas o las sombras de los árboles del bosque fueran el presagio de una oscuridad mayor y terrible. Que en el episodio quinto (‘Ruling Days’) se utilice el interior vaciado de los evangelios para distribuir heroína viene a confirmar la doble naturaleza de esta teleserie: Satán oculto en la palabra de Dios, el Infierno en el Paraíso, la ominosa verdad detrás de la apariencia amable.

Nadar sin guardar la ropa

No obstante, Ozark se enfrenta a un obstáculo difícil de salvar. A lo largo de sus diez episodios aborda tantos temas, abre tantas líneas discursivas, que es imposible que todas se cierren de manera satisfactoria o alcancen cierto grado de profundidad. El funcionamiento de los poderes financieros, el narcotráfico, la pérdida de independencia de la mujer tras la maternidad (y con la edad), el choque de lo urbano frente a lo rural, la homosexualidad reprimida, la facilidad con la que se accede a las armas… Todos estos ‘grandes asuntos’ aparecen referidos en la producción de Netflix, como si ese algoritmo que organiza los datos que los espectadores proporcionamos hubiera decidido que mezclar un argumento que recuerda lejanamente a Breaking Bad, aliñado con toques que remiten a Narcos y protagonizada por una pareja estilo House of Cards, era lo que el público pedía. Como en tantas otras series de la plataforma, esta también acumula demasiados minutos, es demasiado expansiva: tantos frentes abiertos juegan en contra de la tensión dramática, invitan a perderse.

Además, algunas soluciones de guion se antojan un tanto caprichosas, aunque, siguiendo las máximas de los teóricos norteamericanos expertos en escritura fílmica, solemos ser benévolos con ellas cuando sirven para poner contra las cuerdas a los protagonistas. Me refiero, y citaré solo un ejemplo, a cuando Jonah esconde su escopeta automática entre la hojarasca y, justo en ese momento, su anciano vecino Buddy Dieker (Harris Yulin) le observa hacerlo. Como esa casualidad servirá para generar, posteriormente, un momento de tensión, la perdonamos. Otra cosa es cuando sirve para ayudar a nuestros presuntos héroes ¿o acaso es de recibo que Marty abandone la casa de los Snell conduciendo un coche que no es suyo, buscado por la ley y cuyo propietario no aparece? ¿Resulta verosímil que supere un control policial a la salida de la finca en esas condiciones? En fin, detalles.

Los lobos de Wall Street

Sea como fuere, y a pesar de la diferencia entre los dos capítulos iniciales y los tres finales con respecto al resto de episodios, Ozark apunta hacia una temática que va ganando peso dentro de la ficción serial norteamericana: las causas y consecuencias de las estrategias financieras llevadas a cabo por los falsos profetas de la nueva economía. Ahí están los monográficos dedicados a Bernard Madoff –la mini-serie escrita por Ben Robbins y protagonizada por Richard Dreyfuss o The Wizard of Lies, la película para HBO dirigida por Barry Levinson con Robert de Niro y Michelle Pfeiffer– o toda la trama referida a Henry Rindell (Paul Guilfoyle) en la entrega inicial de la excelente The Good Fight, por no hablar de los entramados diseñados por Saul Goodman (Bob Odenkirk) en Breaking Bad que germinan de manera retrospectiva en su spin-off Better Call Saul. Tácticas destinadas a obtener el mayor beneficio en el menor tiempo posible, como las que emplea Marty Byrde para devolver, impoluto, el dinero sucio que sus patrones le hacen llegar puntualmente. Por cierto, a la lista anterior pueden sumársele películas como Margin Call (J.C. Chandor, 2011), El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) o La gran apuesta (Adam McKay, 2015) y series como la danesa Bedrag o Billions… Un filón del que, visto el panorama, todavía queda mucho oro que extraer. Así que ya saben: stay tuned.