Hace 20 años, George Michael se querellaba contra Sony al considerar que estaba sometido a una "esclavitud artística". Ese caso, que generó una expectación máxima en los medios de comunicación y del que se decía que un fallo a favor del cantante podría cambiar por completo la industria de la música, cobra una enorme importancia simbólica hoy mismo. George Michael perdió en los tribunales pero el tiempo ha demostrado que la victoria del músico ha sido de campeonato. Los argumentos expuestos por su defensa no convencieron al juez pero sí a la opinión pública, que exacerbó su manía, cuando no odio furibundo, por las prácticas dictatoriales de las grandes discográficas abonando el terreno para lo que que se avecinaba.



El 1993 internet apenas despuntaba como un nuevo medio de comunicación en los ámbitos científico y militar y su uso civil resultaba de alcance impredecible. Era un mundo muy distinto al de ahora en el que grandes conglomerados empresariales de la música ganaban cantidades muchas veces indecentes de dinero a costa de unos precios abusivos y un control orwelliano de las campañas de promoción y los gustos del público. Los problemas de los artistas con las grandes compañías eran de sobra conocidos pero lo que hizo Michael en el interminable juicio que le enfrentó a su compañía de toda la vida fue ponerlos blanco sobre negro abonando el camino para que cuando llegara la piratería, nadie sintiera ninguna compasión por esas empresas.



El conflicto surgió cuando el cantante, sumido en una esas depresiones que han sido una constante en su vida, se negó a entregar un nuevo disco a la compañía como le reclamaban por contrato con la voracidad de saber que el anterior, el famoso Faith, había vendido más de 20 millones de copias en todo el mundo, una cifra a la que ninguna de las grandes estrellas de la actualidad se acerca ni siquiera remotamente. El cantante, presionado, no tuvo más remedio que lanzar un disco, Listen Without Prejudice, pero se negó a promocionarlo o aparecer en los videoclips. Ante el boicot de Sony al disco para forzar un cambio de actitud, Michael no solo los demandó, también comenzó a aparecer en los medios como una "víctima" de los intereses mercantiles que ensucian el negocio discográfico y coartan la libertad y pureza de los artistas.



El abogado de Michael, Mark Cran, lanzó a los cuatro vientos datos que terminaron de convencer a la opinión pública. Mientras Sony se llevaba casi cuatro dólares limpios de cada CD que vendía, Michael tan solo recibía 37 peniques. Cran vendió la historia de un chaval de 18 años dispuesto a todo por triunfar que había firmado sin prever las consecuencias un contrato injusto e interminable que no tuvo más remedio que renovar en 1988 por un período de 15 años y ocho álbumes. "No se trata de dinero", argumentó Cran ganando millones de corazones, "sino de cláusulas abusivas que actúan en perjuicio de un artista". Además, acusó a las grandes discográficas de tener un monopolio del mercado que no solo ofrecía contratos miserables a los músicos, también imponía precios abusivos a los consumidores.



En Sony quizá se pusieron muy contentos cuando ganaron el juicio, pero el tiempo ha demostrado que su derrota ha sido antológica. La opinión pública nunca les perdonó sus prácticas totalitarias y cuando apareció Napster la consigan general fue que se lo tenían bien ganado. Ahora muchos artistas echan de menos esos tiempos que antes criticaban por la sencilla razón de que entonces se vendían discos y hoy no. Pero en la hecatombe de la industria cultural ésta, no cabe duda, ha tenido una gran parte de culpa y durante muchos años no solo no dieron muestras de cambiar, sino que trataron de aferrarse a sus viejos privilegios haciendo aun más insondable su desconexión con el público.



Veinte años después, Geroge Michael no solo puede decir que ha ganado, ha arrasado. Su victoria, sin embargo, no está muy claro si ha sido buena o mala. Como todo en la vida, ha tenido sus cosas buenas y sus cosas no tan buenas.