El artista mexicano Juan Soriano hizo dos exposiciones en España, en Madrid, mientras estuvo vivo. Una de cuadros de pequeño formato en el Reina Sofia, en 1997, y otra de retratos en el Círculo de Bellas Artes. En esta última se colgaron algunos de los retratos y estudios que Soriano pintó -de manera obsesiva- de Lupe Marín, quien fuera mujer de Diego Rivera, el gran muralista. Todavía hay nuevas interpretaciones sobre esa obsesión de Soriano por  Marín, desde amores secretos, más bien improbables, hasta el intento contumaz por pintar a la mujer que tal vez le hubiera gustado ser al artista mexicano.

Es el caso que Soriano es un artista lleno de leyendas sobre el que algunos escritores de gran prestigio volcaron su talento exegético tras ser hipnotizados hasta la fascinación por la obra del jalisciense. Escritores como Octavio Paz y Sergio Pitol, además de Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska -tan de moda ahora por sus últimas confesiones sobre Arreola-, intentaron interpretar en palabras muchas de las obras de Soriano, considerado un “niño eterno”, un “enfant terrible”, un incansable artista al que sólo le interesaba estar encerrado en su estudio pintando sin parar, como si estuviera inventando un mundo superior al que bullía en el exterior de su casa.

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Soriano siempre fue considerado un autodidacta, un pintor hecho a sí mismo que convocaba a los dioses seculares mexicanos para crear ese mundo tan suyo, que lo ha hecho pasar por encima del tiempo y los años con una extraña nitidez y resistencia. Nacido en 1920, se ganó a pulso desde muy joven estar entre los grandes y ser considerado par de los mejores. Aunque poco o nada tuviera que ver con los grandes muralistas de su época, el citado Rivera, Orozco o Siqueiros, más entregados en sus pinturas a ciertas simbologías ideológicas y populistas, muy del gusto de la época, cuando México, en plena Segunda Guerra Mundial, llegó a ser un refugio de libertad para tantos profesores, artistas, escritores y simples ciudadanos que huían de Europa, de los campos de concentración y de la muerte.

Soriano no es un artista muy conocido en España. No importa: es un artista y, si no lo conocemos, peor para nosotros

He visto y revisado con calma los escritos de Paz y de Pitol sobre Soriano. He visto, en el Instituto Cervantes de Cracovia, Polonia, la exposición de esculturas y de dibujos de Soriano: como si fueran creadas ahora mismo, ayer o la semana pasada, claras, exactas, instantáneas, dueñas y traductoras de una mitología personal, que enlaza con la riqueza natural de la cultura nahualt y los juegos arbitrarios del artista, que hacen bailar a las ranas dentro de su propio color y al compás de una música tan sagrada como desconocida.

Tengo para mí que, fuera de los circuitos artísticos, Soriano no es un artista muy conocido en España. No importa: es un artista y, si no lo conocemos ni conocemos su obra, peor para nosotros, peor para España, como casi siempre. Que un poeta tan poco entretenido en minucias como el autor de El laberinto de la soledad se haya desviado durante un tiempo de la poesía para escribir grandes, profundos, sólidos y elogiosos textos sobre Soriano, puede darnos una idea de quién es el artista y de qué barro broncíneo están hechas sus obras plásticas, tanto pinturas y dibujos como esculturas.

1975 es un año crucial para Juan Soriano. Ya está en París y, en esa ciudad donde todo el mundo parece conocer a todo el mundo, conoce a quien pondría orden en su vida y en su obra: el polaco Marek Keller, gracias al cual está abierta, en las proximidades de Varsovia, la Fundación Soriano-Keller. A Marek Keller le debemos que la obra de Soriano esté catalogada y valorada en su justa medida por el mundo entero. Y que, como es natural, esa catalogación responda a la memoria del artista en sus dos etapas: la figurativa y retratista, y la que a partir del ya dicho año supondría el atrevido salto de su creación hacia el arte abstracto. Ahí queda reflejada la gran obra plástica de alguien que, además de sus pinturas y esculturas, fue un poeta del importante grupo “Los contemporáneos”, que se adscribió más tarde algunos de los grupos poéticos que “inventó” (para bien de la poesía) Octavio Paz.

[Ya no hay cielo en Occidente]

No sé si veremos en España, a largo o medio plazo, algunas antológica de Soriano como la del gran artista que fue. Instantáneo y concreto, abierto al cambio constante, que hoy se hace verdad con el verbo “reinventarse”. Esa es una de las claves sensacionales de Soriano, de su arte y de su respiración humanas: no detenerse nunca, no repetirse jamás, saltar los obstáculos tal cual se le iban presentando con el instinto de un atleta insaciable o del músico que nunca se conforma con sus composiciones, sino que va más allá de los previsto y previsible.



No sé si lo veremos en España o no, pero -como nos enseña Pitol en sus ensayos sobre el artista-, en todo caso, siempre nos quedarán las cercanías de Varsovia: ahí mora el arte vivo del pintor mexicano, un descubrimiento seguro para quienes todavía no lo conozcan.