Julian Barnes (Leicester, Reino Unido, 1946) no aspiraba a ser escritor, pero sí a escribir al menos una obra. “Fui un novelista que llegó tarde y no confiaba en mis posibilidades”, leyó ayer Xesús Fraga en la librería Rafael Alberti de Madrid. Se trataba del prólogo, a cargo del propio autor, de la edición conmemorativa de Metroland, su primera novela, que fue publicada originalmente en 1980 y no llegó al catálogo de Anagrama, la editorial que se ocupa de sus libros en España, hasta nueve años más tarde. “Quizá habría sido mejor”, bromeó el propio Barnes para descorchar un encuentro abarrotado que hizo las delicias de los presentes.

Fraga, Premio Nacional de Narrativa en 2021 por Virtudes (e misterios), es mucho más que el traductor al gallego del escritor británico y el encargado de conducir (y traducir al público) la conversación de este martes en la Alberti, un acto enmarcado en el ciclo de actividades "Camino de los 50" —en 2025 se cumple medio sigo de la apertura— que la librería viene programando. Fraga es también el amigo de Barnes. Por eso conoce episodios como el de la Catedral de Santiago de Compostela, que propició nada menos que la única victoria del Leicester City en la historia de la Premier League. Sucedió un año antes de la gesta (temporada 2015/2016) y tuvo como protagonistas al apóstol Santiago y al propio Barnes.

Era marzo de 2015, en el ocaso de la campaña anterior, cuando el autor de El sentido de un final acudió a Galicia para recibir el Premio San Clemente. Cuando Fraga explicó a Barnes, ateo, la tradición de abrazar al santo tras pedir un deseo, el británico no dudó: que el equipo de su ciudad se salvara del descenso. Fue al año siguiente cuando tuvo lugar la épica victoria. Barnes tiene claro a qué se debe. Incluso le preguntaron si el deseo que había pedido era ganar el Nobel, y él aseveró que se conformaba con que ganase su equipo.

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Mucho antes de aparecer en las quinielas de la Academia Sueca, el escritor fue lexicógrafo y periodista. "Muchas veces se da por sentado que el periodismo y la literatura son antagónicos, que el periodismo no te deja escribir", adelantó, pero resulta que el oficio del periodista "exige una respuesta inmediata", así que cuando entras en la literatura "ya estás preparado para las reacciones", vino a decir.

Las de los primeros editores que leyeron su ópera prima fueron demoledoras. No era una novela publicable. En cuanto a los dos amigos a los que dejó leerla, uno le dijo que lo guardara un año y otro que metiera una escena de masturbación y releyera a David Copperfield. "La moraleja es: no hagas caso a tus amigos, sobre todo si son poetas", dijo en tono jocoso. Por suerte, llegó una nueva editora a la que le unía cierta amistad, "sugirió algunos cambios y desde entonces no he dejado de escribir novelas", relató Barnes.

El polémico dream team

Ahora se siente muy dichoso por haber aterrizado en la literatura en "un momento en el que las cosas empezaban a cambiar". Incluso "se veía como algo sexi", recuerda el escritor, que fue incluido en 1983 en una generación inolvidable elaborada por la prestigiosa revista Granta, dirigida por el editor Bill Buford. Jorge Herralde, tan instintivo, incorporó a su catálogo un buen puñado de nombres nacidos entre 1946 y 1954: Julian Barnes (1946), Ian McEwan (1948), Martin Amis (1949), Graham Swift (1949), Kazuo Ishiguro (1954) o Hanif Kureishi (1954). Un elencó al que el editor de Anagrama denominó Dream Team.

Barnes sugiere que esto tal vez no gustara a los escritores españoles, pero también recuerda que en su propio país aquella generación despertó recelos. "Esta lista sacó de sus casillas a los que venían detrás" porque consideraban que les cortaban el paso. “Esto es precisamente lo que vamos a seguir haciendo”, volvió a bromear Barnes, quien opina que "la última lista es mucho menos inclusiva que la de 1983". Más allá de la cuota de género, el escritor recuerda que en aquella "había cuatro hombres que no eran blancos".

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No obstante, su satisfacción más grande tuvo lugar cuando El loro de Flaubert, el libro que lo lanzó al estrellato, se tradujo a varios idiomas. "No hay nada que supere esa sensación", aseguró. Y a propósito del valor comunicacional de la literatura, relató una divertida anécdota que le sucedió en Moscú. Aún era 2015, pero "Putin ya ejercía el poder de forma muy visible". Si ibas en un taxi o en un coche y pasabas cerca del Kremlin, el navegador se quedaba en blanco, recuerda. 

En un encuentro con unos alumnos de la universidad estatal de Moscú, fue sorprendido por unos pocos que jaleaban el nombre de los Monty Phyton. Le pareció que el entusiasmo ante el grupo de cómicos no era casual y, según interpretó Fraga, Barnes fue consciente del alcance del humor frente a las dictaduras.

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A propósito, el británico no está de acuerdo en que algunos de sus colegas y compatriotas se nieguen a que sus libros se traduzcan en Rusia mientras gobierne Putin. Sobre todo porque "a Putin le da igual", afirmó. Además, considera "importante mantener esa presencia y esa circulación de ideas" también en Rusia. 

Barnes tampoco tuvo tapujos para verter sus juicios acerca de la política en su propio país. No en vano, recordó una cena con sus editores europeos en los prolegómenos de la votación donde se decidiría si Reino Unido seguiría o no perteneciendo a Europa. Igual que ellos, "yo también pensaba que los ingleses no iban a ser tan masoquistas de votar por el Brexit", aseveró. 

El escritor cree que "los políticos desarrollaron una campaña basada en el miedo y no en lo que es Europa, una gran construcción moral que a todos nos conviene". También que "ahora los políticos no plantearían un referéndum para volver". Quizás, dentro de varias generaciones, lo plantee alguien que no odie a los extranjeros, vino a decir, "pero tal vez para entonces Europa piense que le ha ido muy bien sin ellos". 

Decir más con menos

El bloque final del encuentro transcurrió en torno a su escritura: las motivaciones y su evolución. Preguntado por cómo decide los géneros de cada libro, aseguró no tener la respuesta. "Y prefiero no tenerla —añadió—. Es como arrancar una planta hermosa para ver las raíces. Claro, la planta se muere". Por otro lado, su vocación experimental le ha llevado a "escribir libros tan distintos", explicó. Al contrario que Jane Austen, que "parece que siempre va tallando la misma figura". Por último, "algunos escritores queremos solo una parte de la historia, no que nos la cuenten entera. Queremos inventar el final", dijo.

En los últimos años, ha abrazado la máxima de Giuseppe Verdi de "decir más con menos". Además de que le parece "fantástico" que un artista de la estatura del compositor romántico "se cuestionara sus principios estéticos" hasta el final de su carrera, explicó su nueva fórmula a través del ejemplo de su última novela, publicada en España por Anagrama.

Ahora Elizabeth Finch, el personaje que le da título, "se presenta delante de sus alumnos, y de esa manera nos habla directamente a nosotros", mientras que antes hubiera descrito a la protagonista y hasta habría dado cuenta de las manchas de humedad en las paredes de la universidad. Pero "ya no tengo tiempo para eso", concluyó.

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