Francisco Brines es un poeta fino y excelente: lo demuestran sus textos poéticos, regulares todos, sin altibajos su obra, como si tuvieran un camino que cumplir y un objetivo lírico del que nadie ha dudado nunca. Brines es además una persona tan excelente como sus poemas: ni una voz más alta que otra; amabilidad leal, siempre con una sonrisa noble en su rostro. Es uno de los casos más raros de la poesía española: nunca compitió con nadie, sus criterios literarios son profundos, personales, hijos de mil lecturas de la sensibilidad poética que Brines ha ido jerarquizando con la paciencia del orfebre que sabe que está creando una pieza siempre distinta. Todavía recuerdo el día que lo conocí. Ya lo había leído en mis tiempos universitarios y juveniles. Nada afectado, ni rastro del exhibicionismo vanidoso de muchos de sus colegas de generación en sus actitudes visibles; ninguna apariencia egolátrica; modos, maneras y elementos visibles perfectamente armónicos, sorprendía sobre todo por una calma y una placidez muy extrañas en un poeta tan joven. Fue en un recital en el Museo Canario de Las Palmas de Gran Canaria, en los primeros setenta. Se sorprendió que hubiera poco público en la sala: siete personas, contando con los amigos. No dejaba de sonreír a quienes estábamos allí para oírlo recitar sus poemas. "Buenas tardes", dijo sin dejar de sonreír, "somos pocos pero bien avenidos". Y luego pasó a sus poemas. Fue una celebración gratificante escuchar aquella voz como íntima y certera, suave y al mismo tiempo segura, leyendo uno a uno, con absoluta claridad los poemas que había publicado en los últimos años.

Había en su rostro una seriedad monástica: como quien está celebrando una ceremonia religiosa. Porque eso era y es para Brines la poesía: una religión humana que linda con la eternidad. Después, como vivía en Madrid, en el mismo edificio que Caballero Bonald, a quien yo visitaba con cierta frecuencia en su casa, lo vi varias veces. Siempre educado, exquisito, sólo hablaba de su poesía cuando le preguntábamos qué estaba escribiendo en ese momento. Contestaba sosegado, plácido, midiendo cada palabra: como si temiera hacer daño a sus interlocutores. Tremendo tipo Brines: educadísimo, cuidadísimo en el uso de la palabra escrita y hablada, refinado a la hora de las formas y las cosas de la vida. Un poeta único en esa especie literaria tan dada a las soflamas excesivas y a querencias equivocadas. Por eso me alegro del Premio Cervantes para él y para su obra. Hace años que lo estaba esperando, que lo estábamos esperando; pero nunca pidió nada, jamás exhibió intercambios de cromos en sus barrios poéticos, generoso y limpio. Finalmente, hay días buenos en los que las noticias son hermosas. No me extraña nada que se haya celebrado este galardón a la obra de Brines de manera general, con un aplauso unánime, como si, en algún profundo sentido, se lo hubieran concedido a la literatura, a la poesía, tan maltratada hoy por muchos de los que dicen poetas y ni siquiera han leído un poema de Whitman. O de Brines. Celebración golosa por eso mismo.

Santiago Gil

En el sur del sur, en esos mismos momentos, en mis islas, en Canarias, se estaba dando a la luz pública la noticia de que Santiago Gil, un todavía joven pero ya maduro novelista insular, ganaba el Premio Internacional de Novela Benito Pérez Galdós en el año de la celebración del centenario de la muerte del gigante literario más relevante de España después de Cervantes. Gil es adrenalina desatada. Su pasión por la literatura llega a la discusión constante con su escritura, al debate e interpretación cotidiana de todo cuanto escribe. Y escribe mucho. Y corrige mucho. Y entrega mucho. Sus textos periodísticos parecen extraídos de algún libro literario todavía no escrito y su manera de entender el mundo está en la carrera de fondo que es la vida. Es fuerte, deportista y supera las tragedias de su vida con su silencio y una resistencia poco común.

Todas estas características lo hacen un novelista distinto, dentro y fuera del contexto insular (yo me niego a trabajar mis pensamientos escritos pensando siempre en la frontera geográfica de lo que hablo). Santiago Gil y yo hemos hablado mucho y hemos llegado a tener una cercanía y, al mismo tiempo, una discrepancia dialogante en muchos de los conceptos intelectuales que manejamos en la conversación. El Pérez Galdós le ha sido otorgado por una obra en la que dialoga y desarrolla la vida y la obra de un pintor indigenista, excepcional, autodidacta y trepidante, Jorge Oramas: un ser extraordinario que en vida cruzó por el infierno y le devolvió al mundo, en lugar de silencios e improperios, una obra luminosa. Ahora Gil y Oramas se encuentran en la historia contemporánea de nuestras literaturas y representa una gran esperanza en un momento en que todo el mundo mediocre y vulgar se ha dedicado a escribir novela sin apenas haber leído una de ellas (y hablo de las clásicas). Mi celebración, por tanto, y mi abrazo para Brines y pasar Santiago Gil. Algunas veces ganan los buenos. Algunas veces gana la literatura y no la charlatanería con complejo de Procusto. Es una alegría en medio de tantas calamidades.