Lo más sorprendente y fabuloso de La fabulosa taberna de McSorley (y otras tabernas de Nueva York) es la prosa de Joseph Mitchell, su autor. Hace años, y después de la lectura de El secreto de Joe Gould, conocí a Joseph Mitchell, o creía que lo había conocido hasta leer ahora todas sus crónicas reunidos en La fabulosa taberna.... El escritor era un periodista convertido en leyenda urbana neoyorkina precisamente por sus correrías a lugares nada emblemáticos de Nueva York, pero que representaban para la ciudad elementos de descripción necesarios. Sin esos lugares, Nueva York, es lo que quiero decir, no estaba completo. Tabernas convertidas en cines, cines al lado de las tabernas, lugares mugrientos e intocables donde asistían a beberse sus tragos gentes extraordinarios, personajes que cubrían un espacio generalmente olvidado de la Gran Manzana y sus aledaños: el mundo de Joseph Mitchell transformado en periodismo y literatura. Aquí vengo yo y preguntó una vez si el gran periodismo, el gran reportaje, es literatura o periodismo. El primo Truman me sacaría algunas páginas de A sangre fría y me dejaría exactamente igual que la sangre: frío. Gay Talese es un gran escritor literario. Eso lo he sostenido siempre, pero entonces, ¿es el gran periodismo gran literatura? Ahí está la vaina.

Mitchell era un periodista legendario a quien en The New Yorker permitían tener un despacho, una secretaria y un rango de capitán general del periodismo. Se lo habría ganado a pulso. Y un día, y no por casualidad, encontró finalmente su perla negra, el tesoro de su vida, la ocasión de la eternidad: Joe Gould o el Profesor Gaviota, llamado así porque él mismo sostenía hablar con las gaviotas como si tal cosa, amparado en que conocía su lengua y así se entendía con ellas. Pero el Profesor Gaviota, que había estudiado en Harvard antes de entregarse a la aventura de ser un homeless que arrastraba su sombra de clochard por las calles y los parques de Nueva York, tenía un secreto grande: estaba escribiendo la historia del mundo en unas libretas secretas que tenía esparcidas y guardadas en varias casas de sus amigos para que nadie pudiera hacerse con ellas. El reportaje sobre Gould escrito por Mitchell fue un éxito. Incluso se hizo una película sobre la relación entre Gaviota y el periodista. El caso es que aquí, tras la publicación del reportaje en The New Yorker, Joseph Mitchell no pudo escribir más reportajes. Todos los días se encerraba en su despacho de la revista, se quitaba su gabardina, encendía un cigarrillo y se pasaba las horas fumando delante de la máquina de escribir y sin escribir una sola palabra. Gaviota fue su gran triunfo y su gran maldición. La historia merece la pena, pero lo que más merece penas y glorias es el libro que la Editorial Jus, esa que está comprando desde México pequeñas editoriales españolas (o no tan pequeñas, ahí está Malpaso), acaba de publicar con todo género de detalles literarios: edición preciosa, papel perfecto, letra, espacios y todo lo demás perfecto. Una gloria. No voy a añadir nada más de estas crónicas de Mitchell, salvo exigirles a los lectores de verdad que se sumerjan en el mundo de este periodista extraordinario y me lo agradecerán. Y lo digo bien alto: por lo que sea, ya no hay periodistas así. Hoy, los cronistas con casi todos gente asilvestrada por su propia vanidad y el buen vivir; gente que copa espacios con la intención de que no lo ocupen los demás; gente sin imaginación, sin ganas de descubrir el escritor que quizá no lleven dentro; gente, en fin, mediocre a la que no hay que leer: leído un artículo, leídos todos.

En mis viajes por Nueva York (y no se atreverá, como algún escritor imbécil, a decir que he vivido allí porque haya ido más de cincuenta veces), busqué el bar de Gaviota en el Village: el Minetta. Ahí pregunté por el viejo, por si había alguna noticia que alguien me pudiera dar del Profesor Gaviota. Le conté al maitre la historia de Joe Gould y le dije que estaba allí por él, que había venido a buscar sus huellas. Con todo detalle le conté la historia de Gaviota al maitre, le pedí que me dejara ver las fotografías de las paredes, desde Hemingway a Ava Gardner, pero ni huella de Joe Gould. Ni de Joseph Mitchell. El hombre me miró al final como si yo fuera un raro turista que le estaba tomando el pelo y me había inventado aquella historia de Gaviota para parecer interesante. Fue una pena no saber nada de Gaviota ni de Mitchell en aquella ocasión en Manhattan. Incluso me acerqué a la Washington Square para hacerme una fotografía bajo la estatua de Garibaldi, en el mismo lugar donde Gould se sentaba a dar de comer a las palomas del parque.¡Ah, la vida, la realidad y la ficción! Qué satisfacción encontrar textos como los de Mitchell y personajes como Gould. El mundo sigue existiendo para bien después de Mitchell, aunque ya no haya nadie en ningún periódico del mundo que escriba como él.