Frederick de Wit: Planisferio celeste, ca. 1688 (detalle)

Biblioteca Nacional. Paseo de Recoletos, 20. Madrid. Comisarios: Juan Pimentel y Sandra Sáenz-López. Hasta el 28 de enero

Tiene mucha razón Juan Pimentel, brillante historiador de la ciencia que comisaría esta exposición junto a la experta en mapas medievales Sandra Sáenz-López, cuando dice que un mapa es como una hoguera, un fuego del que no podemos apartar la vista mientras se dispara en nuestra imaginación una cascada de ensoñaciones. Aunque durante muchos siglos la cartografía fue un ámbito del conocimiento exclusivo de quienes gobernaban sobre tierras y mares, cuerpos y espíritus, desde el siglo XIX, cuando la economía colonial necesita hacer visibles sus objetivos y sus logros, cuando empiezan a democratizarse los viajes y el turismo, y a editarse de forma masiva mapas y atlas para uso educativo y doméstico, ya no podemos concebir el mundo, ni siquiera el entorno más próximo, sin el filtro mental del mapa. Hoy lo "mapeamos" todo: cualquier conocimiento o información es susceptible de ser condensado en una representación espacial. Sabemos leer diferentes sistemas cartográficos pero se trata de una habilidad recientemente adquirida, gestada a lo largo de muchos siglos en los que sabios de toda especie fueron avanzando dificultosamente en la "figuración" de los territorios conocidos y desconocidos.



De esa gesta cultural da cuenta esta exposición fascinante, importantísima. Sí, buena parte de las doscientas piezas expuestas se conservan en la Biblioteca Nacional -cuyos fondos cartográficos integraron los de la Biblioteca Real fundada por Felipe V y los del Gabinete Geográfico de la Primera Secretaría de Estado, promovido por Godoy- pero muchas de ellas no son accesibles ni siquiera para los investigadores: manuscritos, libros raros, mapas de gran tamaño y/o extrema fragilidad que no se sacan nunca a la luz. Nada de facsímiles: se exponen tesoros del sancta sanctorum de la Biblioteca, como el magno Beato de Fernando I y doña Sancha o el visionario De aetatibus mundi imagines de Francisco de Holanda, al que se dedica una pequeña muestra paralela en el Museo del Libro. Y se ponen en valor otras colecciones cartográficas españolas, con préstamos del Archivo General de Indias, Casa de Alba, Museo de América, Museo Nacional de Ciencias Naturales, Palacio Real, Real Academia de la Historia y Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, entre otros.



Beato de Liébana: El Paraíso Terrenal del códice de Fernando I y Doña Sancha, 1047 (detalle)

Los comisarios han querido hilvanar con ellos un discurso accesible a todos los públicos y para ello han utilizado dos estrategias principales: dirigir nuestra atención al incuestionable componente artístico de este universo representativo y dirigir nuestra imaginación hacia sus aspectos más fantásticos. La cartografía fue siempre materia creativa, basada en observaciones y datos pero muy dada a invenciones, espoleadas por convicciones teológicas o ideológicas, relatos literarios y la necesidad de dar forma a lo que se ignora. Hubo, para empezar, y así lo explica la primera sección de la muestra, que conjeturar qué forma tendría el planeta que contenía la ecúmene, o tierra habitada por los hombres, y esos mundos paralelos en los que quizá existían otros continentes inhabitables o poblados de monstruos, e ingeniárselas para trasladar el volumen al plano. La recuperación de saberes antiguos a través del mundo islámico hizo posible superar las esquematizaciones medievales a través de la Geografía de Ptolomeo y, luego, la proyección de Mercator pero eso no frenó las "deformaciones" de los mapamundis para obligarlos a dibujar figuras que abrazaran simbólicamente los imperios modernos, como el león belga o la Inmaculada Concepción española.



Esa misma expansión imperialista, después colonial, centra la segunda sección, que nos adentra en terra incognita. La elaboración de cartas náuticas permitió atravesar mares y océanos para explorar lo desconocido, proyectando sobre la realidad expectativas a menudo falsas, y eso provocó fricciones conceptuales y formales en los mapas. América no encajaba, no cabía, estaba vacía, quedaba en el margen. Los ríos eran las principales vías de penetración y fueron objeto del mayor interés para los cartógrafos, pero eran tan largos… ¿hasta dónde llegarían? Los Mares del Sur eran un laberinto de islas. En esas tierras vivían pueblos diferentes, algunos reales y otros imaginados, y los mapas empiezan a reflejarlo, en su interior o en sus bordes orlados, convirtiéndose en documentos o ficciones antropológicas, según los casos. El factor fantástico estalla en el siguiente capítulo, dedicado a los lugares imaginarios, desde el Paraíso terrenal al Infierno o por el mítico Paso del Noroeste al mismo Polo Norte (antes de que nadie se acercara siquiera a él), de los que tremendos mentirosos trazaron planos.



La cartografía miente no solo inventando sino también escamoteando información, como atestigua la sección que nos enseña cómo la cristiandad omitió los países islámicos, cómo el imperio británico "olvidó" el pasado mogol en India, cómo regiones enteras, el continente africano en pleno, se "vaciaron" para invitar a la ocupación. Pero también, según concluye el recorrido, nos ayudan a entender otros ámbitos: la historia, el cuerpo, el clima, el subsuelo o el cosmos. Todo esto, y más, lo detalla la muestra a través de extraordinarios mapas y libros, a caballo entre la ciencia y el arte, la realidad y la quimera, con un montaje de lujo y un adecuado apoyo didáctico.



@ElenaVozmediano