Vista de sala

Tabacalera. Embajadores, 53. Madrid. Hasta el 3 de septiembre

¿Quién no ha soñado con quedarse a solas en un museo, durante la noche? Fernando Maquieira (Puertollano, 1966) ha tenido el privilegio de recorrer, en esas horas en las que las obras quedan calladas y a oscuras pero no duermen, salas y galerías de medio centenar de museos del mundo, espiando apariciones, sombras y reflejos producidos por las tenues luces de seguridad o de las ventanas. Las fotografías que presenta son de excelencia técnica, como cabía esperar de un profesional del medio que -manténganlo en mente- vive entre otras cosas de la reproducción de obras de arte. Pero también evidencian un notable talento compositivo y una acusada sensibilidad para captar situaciones espaciales y lumínicas misteriosas. Además, ha sabido crear una ambientación perfecta para la contemplación de estas fotografías -con la complicidad de Paco Gómez, comisario, amigo y también artista- sumiéndolas en las tinieblas y aprovechando cristaleras y vanos para simular condiciones similares a las que se dan en los museos cuando se apagan las luces. Toda la muestra es una gran instalación, en la que se cuida cada detalle, desde las advertencias preliminares en el atrio a los marcos y el montaje, e incluye una lóbrega gipsoteca en la que los más valientes sentirán al menos cierta intranquilidad.



El fondo argumental de la exposición es de enorme interés. De un lado, como Maquieira nos recuerda, los artistas realizaron durante siglos obras que nunca verían la luz -en las cavernas, en los sancta santorum, en alturas y profundidades inaccesibles- y esa condición de invisibilidad reforzaba de una forma u otra su aura y les confería un estatus de excepcionalidad fascinante. De otro, nos hace pensar en la historia de los museos, en cómo el afán democratizador del que deriva su origen hizo que se instalara, en cuanto fue posible, iluminación artificial para favorecer que las clases trabajadoras pudieran visitarlos después de su jornada laboral. El Victoria and Albert Museum de Londres -entonces South Kensington Museum- fue el primero en utilizar lámparas de gas, en 1857, y el British Museum, que renunció a ellas por miedo a los incendios, fue pionero en el uso de la luz eléctrica, en 1890. A la luz natural, las obras de arte, sobre todo las pinturas, son muy diferentes a cómo las solemos ver desde entonces en los museos. Basta para comprobarlo ir a una de tantas iglesias en las que para ver el cuadro o el fresco célebre hay que echar monedas que encienden los focos: de súbito, las formas se dibujan, los colores se animan. Con menos luz, de noche, las imágenes se esconden. Maquieira respeta ese replegamiento, ese descanso suyo de leds y de ojos, y las muestra en sus habitaciones, respirando un mismo aire penumbroso, ya extinguido el efecto aislante y aplanador de los focos. La "buena" fotografía de pinturas requiere que sean bañadas de forma homogénea en luz artificial; ¿qué ocurre cuando las tiñen las engañosas sombras?



Con esta exposición, el artista ha dado un giro muy positivo a su trayectoria, hasta ahora poco destacable. Pero no sin fallos: alguno de los conjuntos, como el de los esclavos de Miguel Ángel, flojea; la última sala, con fotografías traslúcidas suspendidas, es un error garrafal que rompe el clima hasta allí construido; y, aun valorando su generosidad, se debería haber ahorrado la invitación a Juanan Requena para complementar su propuesta.



@ElenaVozmediano