Sunshine Noir, 2011

Galería Elvira González. General Castaños, 3. Madrid. Hasta el 5 de enero.

Es uno de los creadores estadounidenses más influyentes de su generación y está considerado por muchos como el maestro de los artistas de la Costa Oeste. Es Robert Irwin, el artista que lleva años trabajando con la luz. Hasta enero lo expone la galería Elvira González.

Hay exposiciones que realmente son difíciles de conseguir. No por la posible competencia entre instituciones o centros, sino por la idiosincrasia del artista y los condicionantes que impone para la exhibición de sus piezas; cuestiones sustanciales a su entendimiento del arte y al alcance viable de sus obras.



Un caso paradigmático es el de Robert Irwin (Long Beach, California, 1928), uno de los más importantes artistas contemporáneos vivos, con más de medio siglo de actividad pública -y nunca mejor dicho lo de pública, pues algunas de sus creaciones principales son jardines, como los del Getty Museum- del que es casi imposible hallar representación en los museos. Por ejemplo no ha sido hasta 2008 cuando el de Indianápolis ha podido incluir en sus salas una instalación permanente -por cierto, impactante- del norteamericano; no participa jamás en ferias y, si se sigue su currículo, se comprueba que tampoco son tantas sus muestras individuales. Su dedicación fundamental, desde los años setenta, ha sido la instalación en lugares específicos, la mayoría de sus obras son casi del todo inmateriales, y raramente conserva materiales documentales transformables en mercancía artística. Ha sido, además, durante años profesor en la Universidad de California, donde ha difundido, más que en sus escritos publicados, su ideario artístico.



En nuestro país, salvo una memorable retrospectiva en el Museo Reina Sofía en 1995, ha habido que esperar hasta febrero del año pasado para ver una nueva obra suya, una de las piezas de la serie de los Discos, de 1965-67, que fue expuesta en el Museo Esteban Vicente, de Segovia. De ahí que el hecho de una exposición de su obra reciente en la galería Elvira González deba ser acogida como una ocasión excepcional y quizás irrepetible de gozar de su trabajo.



Gozar, insisto, sin más preocupaciones ni derivadas, porque para el propio artista -como ocurre en el caso de otros cercanos a él en sentimiento, y no siempre tenidos en cuenta en España- la idea del placer y la alegría deparados por una obra de arte no resultan más superficiales que las generadas por el sufrimiento y el dolor.



Way out West es una adaptación al espacio de la galería de un proyecto ya expuesto anteriormente fuera de España, compuesto por cinco instalaciones realizadas con tubos de neón coloreados, a los que se añade una sexta pieza ubicada en una sala interior e independiente. Las obras, compuestas por un número variable de tubos, que van desde los tres en las más pequeñas, hasta los veintisiete en la de mayores dimensiones, muestran su preferencia por el color blanco y por una matizada paleta que incluye amarillos, azules, violetas y verdes densos o acuosos, coloreados por capas o aplicados mediante vinilos. Todas ellas, además, presentan apariencias diferentes, pues los tubos pueden estar o no iluminados según secuencias diferentes. Así, en la mayor de ellas pueden estar todos apagados, o encendidos sólo los blancos, o los blancos y amarillos, etc.



La comparación con otros artistas que se han servido del neón -pienso inmediatamente en Dan Flavin, y más lejanamente en Bruce Nauman- me parece irrelevante. Por decirlo brevemente, su visibilidad es completamente diferente de la de Flavin, siempre más escenográfico, y carece voluntariamente del aspecto narrativo o referencial de Nauman. De vincularlo a alguien, sería a James Turrell por lo que de atmósfera mágica crean las piezas de ambos.



Lo que me resulta más seductor de la exposición de Irwin es esa frialdad cálida que preside las piezas, cierta sensación de familiaridad, inexplicable y sin fundamento, que siento al contemplarlas, como si los fenómenos de percepción que impulsan estuviesen ahí intemporales y perennes, ligados al estremecimiento sutil de la belleza.