Exposiciones

Lugares ausentes de Lucio Muñoz

30 mayo, 1999 02:00

Galería Marlborough. Orfila, 5. Madrid. Hasta el 26 de junio. De 1.250.000 a 13.800.000 pesetas

Darles la vuelta a los últimos cuadros que Lucio Muñoz (Madrid, 1929-1998) pintó -entre 1995 y 1997- y dejó apoyados, de cara a la pared, en la intimidad de su taller, y trasladarlos a la luz de los muros de la galería Marlborough, para enseñarlos públicamente cuando se cumple un año de la muerte del pintor, transmite una emoción especial a este encuentro. Conmueve saber que asistimos a la presentación de la obra del horizonte final de un artista que siempre gustó de la discreción y del silencio. Escribe su hijo Rodrigo que a la familia le produce cierto pudor celebrar esta muestra: "La suerte es que, en este caso, el pudor tardará poco en transformarse en orgullo". En efecto, la grandeza de estas obras no puede conducir sino a la renovación de la estima y del reconocimiento. Se trata, pues, del homenaje que aún se debía al pintor: procurar dar completa, ante sus destinatarios -el público-, la línea de cierre de su pintura, una línea que concluye culminante, testificando cómo, en su caso, se ha cumplido el sentido de la antigua sentencia "finis coronat opus": un final que consagra una trayectoria.
La imagen arquitectónica (como paisaje urbano, como motivo constructivo, como ámbito interior y como monumento de volúmenes rotundos coronados de cúpulas y chapiteles piramidales) es el tema primordial de estas pinturas. Se trata de un conjunto de arquitecturas imaginativas y erosionadas, expresivas de lo particular, dibujadas, tocadas y construidas -fibra a fibra- en madera, conglomerado y ensamblaje de diversos materiales -listones, ramas, papeles, cera-, arquitecturas sensibilizadas en blanco, en ocre, en azul, en gris y -a veces- en negro. Un lirismo especial tiñe todas estas formas de sentimiento de soledad y nostalgia. Son lugares ausentes, abandonados a sí mismos. En ocasiones rememoran espacios clásicos de lo sagrado (el misterio dorado de la "Cella" de un templo grecorromano); en ocasiones, altivas fortalezas rojizas haciendo frente al desierto ("Tabla 8-97"); en ocasiones, viejos retablos de culto desarmados y cubiertos de polvo ("Tabla ocre"); en ocasiones, secretos arquitectónicos desvelados por la erosión fuerte del tiempo ("Clave"); en ocasiones, diseños en alzado de recónditos -oscuros- interiores domésticos ("Tabla 12-97"); en ocasiones, inclusive, estancias de registro místico (la azotea sobre la alta torre, o la pequeña y rica bóveda -¿craneal?- de la serie "Casa de alma"; o el edículo áureo de "Enero ocre y gris", que, pese a la escala monumental del formato, tiene algo de tabernáculo y de templete de reloj)...
Efectivamente, me refiero a la energía melancólica del sentimiento, a la imaginación mítica y al subjetivismo de la sensibilidad que caracterizan de renovado espíritu romántico a tantos pintores de estos últimos años. Respecto a la obra de Lucio Muñoz, ya lo avisó Víctor Nieto Alcaide en la monografía que le dedicó (1990), considerando que la trayectoria del pintor lo había llevado -en los ochenta- a ensayar sobre el paisaje en imágenes teñidas de sentimiento romántico. También lo ha visto así Valeriano Bozal, cuando -en su "Arte del siglo XX en España" (1995)-, relacionando a Lucio Muñoz con el círculo madrileño de sus amigos íntimos observa que, al margen de sus diferencias, es común a todos plasmar los efectos de degradación material que el paso del tiempo deja sobre las realidades cotidianas. Pues bien, esa percepción romántica de los asuntos ha cobrado en su obra final tintes más acusados, a lo que posiblemente contribuyera la misma elección de los temas arquitectónicos, pues -según decía el neoplatónico Agrippa de Nettesheim- la arquitectura es arte que tiende a lo meditabundo y melancólico, y, sobre todo, porque el tema de las ruinas edilicias es un motivo recurrente del romanticismo, así como también un asunto de índole barroca, barroquismo que tanto importa en la trayectoria de nuestro pintor.
Hasta el final el "arte otro" de Lucio Muñoz, exaltando los poderes de la materia y de la luz. Buscando, siempre, una escapada en la madera, porque -según decía- "la blandura de la tela me resulta antipática; me produce una cierta dentera; es algo físico". Y sensibilizando y matizando la plástica del cuerpo de sus imágenes con el color y con la luz y, en muchas ocasiones, con la sombra especialmente densa que produce el fuego sobre el tablero sometido a su acción, como testifica aquí el tronco formidable de "Círculo negro".