Durante cerca de cuatro décadas, Edgard Degas (1834-1917) encontró en el ambiente teatral la mayor de sus inspiraciones y una temática atractiva a los ojos de los potenciales compradores de sus obras. Su menosprecio por las pinturas de paisajes al aire libre, una de sus constantes discrepancias con los demás pintores impresionistas, nos ha brindado casi dos siglos después la oportunidad de penetrar en el corazón del ballet romántico: la sede de la Ópera de París, situada primero en el célebre teatro de la rue Le Peletier –reducido a cenizas por un incendio en 1873– donde se estrenaron obras míticas como La Sylphide (1832) o Giselle (1841), y su sucesor, el actual Palais Garnier que continúa la más pura tradición de ballet francés. El plano vertical de ambos teatros puede admirarse en la exposición, ofreciendo un claro duelo de diseño arquitectónico y proporciones perfectas.

Esta muestra que se exhibe en el mítico Musée d’Orsay hasta el 19 de enero –posteriormente podrá verse en la National Gallery de Washington– vincula directamente su célebre colección de pinturas, esculturas y apuntes de artistas con las celebraciones del 350 aniversario de la Ópera de París y supone un auténtica tentación para los amantes de la lírica y, sobre todo, del ballet. Comisariada por Henri Loyrette, Leïla Jarbouai, Marine Kisiel y Kimberly Jones, cuenta también con el apoyo excepcional de la Biblioteca Nacional de Francia, que atesora cuadernos de apuntes y otros objetos apenas mostrados al público. La exposición se completa con préstamos de instituciones como el Brooklyn Museum, la National Gallery de Londres o el Victoria & Albert Museum, entre otras. En total, 204 obras reunidas con las que el arquitecto escenógrafo Flavio Bonuccelli convierte la planta baja del Musée d’Orsay en un túnel del tiempo que desvela ambientes vetados al público y nos muestra a los artistas en la intimidad.

Degas: 'Le foyer de la danse', 1890 -1892. National Gallery of Art, Washington DC

El interés de Degas por retratar los ambientes urbanos y la expresividad del cuerpo humano se acentuó en el preciso momento en el que se encontraba con la ingente cohorte de personajes (técnicos teatrales, profesores o estudiantes de danza) que ocupaba los espacios de la Ópera de París. Otros ambientes –el café, la calle, las carreras de caballos– van y vienen en su pintura; sin embargo, Degas ya no abandonaría la Ópera.

El teatro de Le Peletier fue construido apresuradamente, apenas entre 1820 y 1821, para sustituir el que se levantaba en la rue Richelieu, mandado demoler tras el asesinato a sus puertas del Duque de Berry, al salir de una representación; hasta llegaron a aprovechar parte de la decoración del teatro de Richelieu en las salas del nuevo edifico. Degas permaneció atrapado en el ambiente de Le Peletier incluso después de que lo hubiera consumido el fuego y mientras pinta La Classe de danse, por ejemplo, esa sala ya no existía. También reconocemos su escenario cuando en el óleo Ballet de Robert le Diable el pintor nos muestra la histórica escena del “Ballet des nonnes” perteneciente al Acto II de la ópera de Meyerbeer. En el estreno de esta obra, en 1831, por primera vez y a petición del inteligente Dr. Veron –intendente del teatro– se oscureció la sala, que hasta entonces había estado siempre iluminada durante las representaciones; de este modo, el público entró en la misma dimensión que un escenario débilmente iluminado por las lámparas gas. La reposición de la misma obra en torno a 1870 que inspiró a Degas mantenía tanto el decorado original de Ciceri –“las ruinas de un monasterio a la luz de la luna”– como la escasa iluminación, reproduciendo el fantasmagórico ballet de espectros cubiertos por velos que cruzaban el escenario portando candiles. Degas nos muestra la famosa escena desde la perspectiva del foso orquestal donde vemos a los músicos y las primeras filas de butacas en casi completa oscuridad; un ambiente de ligera confusión –los músicos parecen más atentos al escenario que a sus atriles– que contrasta con el foso iluminado de otras pinturas, como L’Orchestre de l’Opéra.

Son precisamente su obsesión por el detalle, la aparente fugacidad de las escenas que plantea y su célebre ruptura del encuadre tradicional –descentrando la escena principal en el lienzo– lo que provoca que el espectador se sienta un auténtico voyeur ante sus pinturas de ballet, porque Degas no sólo nos cuenta lo que sucede en escena sino, sobre todo, aquello a lo que el público nunca accede o apenas presta atención. Regaderas junto al piano –que se empleaban para mojar e hinchar los suelos de madera y evitar así que hubiera huecos entre los listones de la tarima– en La Classe de danse, bailarinas que se suben las medias tirando de ellas desde la rodilla en Trois danseuses, otras recolocándose un tutú que no les han apretado lo suficiente en el camerino o calentando el tobillo mientras empujan el pie sobre la zapatilla de punta, en Danseuses montant un escalier; dos compañeras revisando juntas un paso antes de comenzar el ensayo en medio del jaleo de sus colegas… y zapatillas abandonadas por los rincones, con cintas ligeramente más estrechas pero cosidas del mismo modo que las de las bailarinas actuales. Incluso reconocemos en ellas el gesto de esconder el nudo en la parte interior del tobillo, para evitar que se vea desde las butacas, en Danseuses s’exerçant au foyer de l’Opéra; todavía hoy, la última mirada de una bailarina que entra en escena suele ser de vigilancia al minúsculo atadito de cinta que le sujeta la zapatilla.

Es fácil imaginar las muchas horas que Degas debió de pasar en las salas de ensayo para plasmar con tanta veracidad los gestos cotidianos de las bailarinas y retratar con corrección absoluta las posiciones más comprometidas de la danza académica; ni el más exigente de los maestros de hoy podría criticar los bras à la lyre renversée –actualmente casi extinguidos– de sus bailarinas ni la colocación de sus pies sur les pointes.

En Orsay pasan grandes nombres ante nuestros ojos. Reconocemos a la bailarina Eugénie Fiocre (1845-1908), por ejemplo, célebre por sus papeles de hombre como el de Franz, protagonista masculino de Coppélia; Degas la retrata en 1867 en la primera escena del ballet La Source, ataviada con un diseño del gran Paul Lormier. La mallorquina Rosita (o Roseta) Mauri (1850-1923), única española hasta ahora en alcanzar el rango de Étoile en el Ballet de la Ópera de París, aparece en varias de sus pinturas, además de como dedicataria de varios figurines de la época. Al gran coreógrafo Jules Perrot (1809-1872) nos lo encontraremos como protagonista central en La Classe de danse y en un estudio previo a la obra; siempre impecable, con su guardapolvos de color claro y sus zapatillas de piel negra, el coreógrafo de Giselle impartió clase en la Ópera de París hasta el fin de sus días valiéndose de un bastón con el que marcaba el ritmo e indicaba la precisión de sus elegantes port de bras. Artistas que se mezclan con el público, los abonados con libre acceso a foyer y escenario –en algunas pinturas los descubrimos incluso entre las bambalinas, manchando con sus trajes negros la blancura de los tutús– o las madres de las bailarinas, siempre atentas y vigilantes a las necesidades de las jóvenes. Y cómo no, la más célebre de las bailarinas de Degas: Marie von Goethem, la Petite danseuse de 14 ans que modelada en bronce y vestida con su tutú de tul, representa hoy a las miles de bailarinas anónimas que invierten su adolescencia en las salas de ballet.

@ElnaMatamoros