Raúl de Nieves: Beginning & The end, 2016. Fotografía: Matthew Carasella

Los 63 artistas participantes en la Bienal del Whitney plantan cara a la administración Trump con un despliegue de pinturas, instalaciones y vídeos sobre cuestiones macroeconómicas y transnacionales vistas desde lo local. El codiciado nuevo espacio del bajo Manhattan de Nueva York entra en ebullición hasta el próximo 11 de junio.

La 78 Bienal del Whitney, la primera en el nuevo edificio diseñado por Renzo Piano en el Meatpacking District, es una oportunidad para testear el clima "post-verdad /post-hechos" en la era Trump. Comisariada por Christopher Y. Lew, perteneciente al equipo del Whitney, y Mia Locks, comisaria independiente (ayudados por un equipo de consultores entre los que se encuentran Gean Moreno, Negar Azimi y Aily Nash) el proyecto plantea investigar el presente sociopolítico en Estados Unidos a través del arte contemporáneo.



Desde su inicio en 1932 de la mano de Gloria Vanderbilt Whitney (en un comienzo el evento tenía carácter anual y desde 1973 se celebra cada dos años), la cita supone un termómetro de la producción cultural estadounidense: los artistas participantes deben vivir o trabajar en el país o pertenecer a gobiernos asociados, aunque no incorporados, como Puerto Rico o las Islas Vírgenes. Un evento que, en sus sucesivas ediciones, se ha visto afectado por las contestaciones de los excluidos, siendo la política un tema central en su recepción y análisis: la manifestación de las Guerrilla Girls en 1987 por el mayoritario line-up masculino; la de 1993 por la ausencia de otras nacionalidades; o la de 2014, que produjo alternativas como la Whitney Houston Biennial o la Brucennial (promovida por el colectivo Bruce High Quality Foundation) reclamando una mayor participación de artistas mujeres, transgénero y de color.



En esta ocasión, la propuesta viene marcada por dos consideraciones esenciales para el actual contexto artístico de Nueva York. La primera de ellas es la ubicación y el simbolismo de sus nuevas instalaciones que coincide con un momento en el que las galerías de pequeño y medio tamaño, como Lisa Cooley y Mckeeo, o espacios independientes como Artists Space están cerrando en el bajo Manhattan ante la presión inmobiliaria y el cambio en el mercado artístico. Frente a esto, el nuevo edificio -imbricado en los procesos de gentrificación en la zona auspiciados por el High Line y la construcción de condominios de lujo en sus alrededores- es visto como el icono del cambio en el tejido artístico, simbolizando el triunfo de lo corporativo frente a la identidad propia del lugar.



Larry Bell: Pacific Red II, 2017. Fotografía: Matthew Carasella

Al mismo tiempo, el nuevo Whitney plantea la Bienal más grande hasta la fecha en términos de espacio, a pesar de ser una de las más reducidas en cuanto a número de artistas: 63 frente a los más de cien de la edición anterior. De este modo, los proyectos ocupan dos de los cuatro pisos, así como los patios exteriores y terrazas (los cubos minimalistas del mítico Larry Bell o el bosque intervenido de Asad Raza), entrada (la instalación de Rafa Esparza sobre las experiencias queer chicanas en el sector de la construcción), escaleras (el ejército infantil de Ajay Kurian) e incluso el High Line (el irónico ojo de Sauron obra de Puppies Puppies). Los programas de cine ganan protagonismo al ser proyectados en el nuevo auditorio, frente a la ocupación de cajas negras diferenciadas en el antiguo edificio de Breuer. En este último apartado sobresalen las propuestas de Beatriz Santiago Muñoz y su investigación sobre el racismo en Haití; Mary Helena Clark, con una recreación del clásico de Hitchcock Vértigo; Basma Alsharif y su autobiográfico viaje a la franja de Gaza; o Leilah Weinraub, con sus intoxicantes imágenes de clubes de striptease para la comunidad lésbica negra de Los Ángeles. En todos ellos es palpable la influencia de autores como Chris Marker, Chantal Ackerman o Abbas Kiarostami, citados de manera continua por artistas como Eric Baudelaire.



Por otro lado, aunque la presidencia de Trump sea el tema ineludible, ha encontrado una tibia respuesta por parte de los comisarios, que apuestan más por una vuelta al "localismo" y se centran en la comunidad más cercana en un momento que describen como "turbulento" pero sin citar de manera expresa las políticas de la Casa Blanca. Esta aproximación choca con el clima intelectual neoyorquino, claramente posicionado contra algunas de las decisiones del gabinete Trump, cuando aún resuenan los ecos del cierre de espacios artísticos el pasado 20 de enero como forma de protesta o la reordenación del MoMA incluyendo obras de artistas procedentes de países afectados por la última legislación fronteriza.



Lo inmediato y más cercano



Sin embargo, esta propuesta de los comisarios se aleja de una mayor implicación global que denuncie las conexiones que las políticas internacionales tienen sobre las comunidades. Así, es llamativo comprobar la cantidad de obras que reflexionan sobre las deudas estudiantiles para poder cursar grados superiores (un tema central en Estados Unidos, pero difícilmente extrapolable a otros contextos), como ocurre en el proyecto de Occupy Museums, recogiendo el testigo de las protestas en Wall Street en el año 2008; o Casey Gollan y Victoria Sobel, sobre la subida de tasas en Cooper Union (hasta el 2011 una universidad gratuita). Con estos ejemplos vemos cómo son las propias obras -y no el acercamiento de los comisarios- las que conectan la realidad con cuestiones macroeconómicas y transnacionales, visibles en la crítica a las políticas de migración en relación a México del colectivo Postcommodity.



Rafa Esparza: Building: a simulacrum of power, 2014 (detalle). Fotografía: Dylan Schwartz

Por otro lado, las cuestiones de identidad ganan peso, en especial las relacionadas con el feminismo y la reciente marcha por las mujeres en Washington; la comunidad LGTB y las discusiones sobre igualdad, matrimonio o discriminación; las POC (People of Color, gente de color), asociadas al movimiento #blacklivesmatter ("las vidas negras importan", respuesta a las brutales actuaciones policiales contra la comunidad afroamericana); o el cambio climático y el cuidado del medio ambiente (personificado en Standing Rock, contra el fracking y la pérdida del territorio espiritual de los nativos americanos). Cuestiones visibles en la recepción de las políticas institucionales segregacionistas a través de la falta de acceso a la vivienda por parte de afroamericanos en la obra de Zarouhie Abdalian; el día a día de personas afectadas por el SIDA/VIH y el acceso a una seguridad social pública en Lyle Ashton Harris; los experimentos kinéticos sobre el cambio climático de Jon Kessler; las fotografías sobre las políticas de la piel afro-caribeña de Deana Lawson; la destrucción del paisaje por An-MyLê; el activismo interseccional de los afectos en las instalaciones de Raúl de Nieves; o las banderas reivindicativas de Cauleen Smith repartidas por todo el edificio.



La pintura cobra protagonismo con las propuestas de Celeste Dupuy-Spencer y sus panoramas de convenciones políticas; los paisajes de Shara Hughes y las Dyke Action Machines de Carrie Moyer; los gabinetes de Aliza Nisenbaum, fruto de sus experiencias como profesora junto a la artista cubana Tania Bruguera; las piezas de Jo Baer definidas como una "figuración New Age", o el llamamiento a una nueva censura por parte de Frances Stark para despertar del letargo consumista a través de la reivindicación del punk Ian F. Svenonius. Una bienal que cuestiona la realidad post-verdad, resumida en la instalación de Samara Golden: un juego de espejos continuo que aluden tanto al espacio como al día a día de sus ocupantes. Un laberinto, en fin, de experiencias que no sólo afecta a una comunidad local, sino que se expande a través de ramificaciones para alcanzar mucho más que los cuerpos y fronteras estadounidenses.