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Enganchados a las series… barrocas

Murillo es el reclamo principal de una muestra en la que el Museo del Prado pone en valor el peso del coleccionismo privado en las innovaciones temáticas o formales

27 septiembre, 2021 06:57

El hijo pródigo de Murillo y el arte de narrar en el barroco andaluz

Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Madrid. Comisario: Javier Portús. Hasta el 23 de enero

Aunque el germen de esta exposición fue el ofrecimiento al Prado por la National Gallery of Ireland de la valiosa serie de Bartolomé Esteban Murillo sobre el hijo pródigo, la labor curatorial de contextualización ha hecho que creciera en dimensiones e importancia hasta convertirse en una cita obligada para aficionados y, quizá más, entendidos. En ella apreciarán algunos aspectos fundamentales en la pintura barroca española y, en particular, andaluza, difíciles de detectar en las salas de los museos o en otras exposiciones: el peso del coleccionismo privado en las innovaciones temáticas o formales que se introducen en aquella escena artística y la abundancia en la producción de obras secuenciadas que exigen nuevas habilidades narrativas.

Muchas de esas series se dispersaron pronto, por lo que los conjuntos íntegros cobran especial relevancia. Javier Portús, jefe de Conservación de Pintura Española en el Prado, ha aprovechado el préstamo de la de Murillo para poner en valor otras dos que posee el museo: las que ilustran la historia bíblica de José, de Antonio del Castillo (completa), y la vida de San Ambrosio, de Juan de Valdés Leal (aquí incompleta). La yuxtaposición permite advertir no solo las grandes diferencias estilísticas sino también la creatividad de los artistas para enfrentarse a un tipo de representación para el que no contaban con “fórmulas”. Se apoyaron en la muy ensayada narración en imágenes de la vida de Cristo o de diversos santos, y usaron extensamente, como era habitual, la infinidad de estampas y dibujos que circulaban por los talleres para plagiar composiciones o detalles. Pero el resultado es algo nuevo.

Murillo es el gran reclamo de esta muestra que pone en valor el peso del coleccionismo privado en las innovaciones

El gran reclamo de la muestra es, lógicamente, la serie de Murillo, que podemos comparar con los cuatro ricordi de la misma que posee el Prado. Solo alguno de los seis cuadros que la integran había venido antes a España, por lo que muchos la verán completa y de cerca por primera vez. Pintada en su madurez, presenta toda la sutileza técnica que alcanzó y, aunque no todas las escenas tienen la misma calidad –flojea la última– son dignas de alta consideración. Resultan en especial seductoras en ella las referencias a la contemporaneidad sevillana. La parábola del hijo pródigo –tema raro aquí– es muy breve y no impone una ambientación concreta por lo que era fácil trasponerla al presente, contando además con la muleta visual de los varios autos sacramentales con ese argumento, uno de Lope de Vega, que se habían subido ya a los escenarios. Los tipos físicos, las vestiduras y el atrezzo favorecerían la lectura de la historia en esa clave, y más cuando la finalidad de la serie no era solo decorativa o piadosa –en línea con la eficacia post-tridentina del arrepentimiento y el perdón– sino también moral, al aludir a la crítica de humanistas y teólogos al despilfarro entre las familias nobles y el descarrío de sus herederos. Aoife Brady, conservadora en la NGI, defiende en el catálogo que el comitente de la obra pudo ser Miguel de Mañara, el célebre fundador del Hospital de la Caridad; otros creen que pudo tratarse de un coleccionista extranjero, sobre todo por la representación de prostitutas, prohibida en España.

Antonio del Castillo: 'La castidad de José', h. 1655

Tampoco se sabe quién encargó la serie sobre José de Antonio del Castillo, con el mismo número de cuadros y similares dimensiones. Su belleza es menor –y tiene problemas de conservación– pero quizá ejemplifica mejor las características de estos conjuntos, por sus complejidades narrativas y porque da amplia entrada al paisaje, un género promovido por estos mismos coleccionistas privados andaluces, cosmopolitas y, en su medida, arriesgados. Al contrario que Murillo y determinado por la narración bíblica, Castillo no la actualiza sino que pretende hacer una recreación “arqueológica” del antiguo Egipto que hoy nos da risa pero que responde a la fantasiosa idea que se tenía de las tierras exóticas.

Por su parte, Valdés Leal pone las facciones de su comitente, Ambrosio Ignacio Spínola, al santo del mismo nombre que protagoniza su secuencia pictórica, a quien este arzobispo de Sevilla, en una operación propagandística, pretendió asimilarse. Nieto del Spínola de La rendición de Breda e hijo del marqués de Leganés, gran coleccionista, podía permitirse al mejor de los pintores y eligió a Valdés Leal. Que es duro, a ojos de hoy, pero magistral y moderno a los conocedores de ayer.

El epílogo de la exposición suma algunas obras que formaron parte de series o que poseen características de su cuerpo principal –atención a la de Juan de Sevilla, que no suele exponerse y es muy curiosa, y a la hermosísima de Alonso Cano– con dos motivos centrales que aparecen en Murillo y Castillo: el banquete y el pozo. Atiendan a su condición de ámbitos de socialización. Porque es algo que, nos avisa Portús, definía las series para casas privadas: en los salones y comedores, familiares e invitados comentarían las escenas, identificando e interpretando personajes y acciones. Como quienes ven juntos una película. O una serie.

@ElenaVozmediano